El monte despertaba solo, desperezado con los rayos del sol, mimado con sus haces cálidos y ella le miraba agradecida, ella, la primera amapola de la primavera.
La manada se movía por el camino olisqueando y mirando hacia los campos de naranjos y yo me he fijado en ella. Crecía colorista y simpática, grácil y menuda, entre los roquedos que circundaban casi todas las parcelas. Montones de cantos rodados que los agricultores habían ido desenterrando año tras año y que habían acumulado en las lindes, dejados caer y olvidados, sin volver a tocarlos, dejando a cada canto en su sitio según fueron cayendo, arrojados por las manos de homo. Y con las lluvias y los fríos erosionando esas piedras que al poco tiempo iban siendo colonizadas por musgos y líquenes, cubriendo el color rosado del rodeno y tomando un color entre verde y amarillento del que sobresalía ella, la primera amapola de la primavera que veían mis ojos.
Vida surgida de la tierra, casi como la vida surgida en las madrigueras subterráneas de los conejos, como la del gazapo que Mía ha descubierto, al continuar el paseo, en una espesa mata. Al escuchar los crujidos del ramaje, Norton, Cecil y Piper han corrido hasta rodear el arbusto. Mía se ha internado una y otra vez entre la hojarasca, entre las ramas. Norton lo rodeaba con la cabeza en alto y con las patas traseras tensas, listas para arrancar en cuanto la presa abandonase el matorral. Mía insistía, entraba y salía, daba vueltas y volvía a atravesar la espesura. Hasta que he visto como una sombra gris salía de entre el ramaje, pero Mía estaba ahí y ha cerrado las mandíbulas como un rayo, en un tijeretazo brutal que ha quebrado el espinazo del joven conejo.
He sido testigo de su muerte instantánea y de como la perra se colocaba el cuerpecillo sobe las muelas carniceras, de como mascaba, de como trituraba huesos y pellejo y de cómo lo tragaba.
Me he sentido extraño, casi estúpido con mi mentalidad urbana lamentando la muerte del conejito, sintiendo lástima, antropizando todo mi entorno hasta el absurdo, disfrutando de la visión de esa amapola y no entendiendo la relación entre predadores y presas, la relación tan íntima y estrecha entre la vida y la muerte en la Naturaleza salvaje y pura.
Ya de regreso he decidido atravesar un bosque desbrozado el año pasado, me gusta pisar sobre la pinocha y contemplar los troncos de los pinos, sus cortezas, ese tono gris cuarteado.
Los fotografiaba cuando he escuchado los ladridos excitados de una rehala de podencos, después la voz del cazador avivando los instintos y apenas unos segundos después el chillido, el quejido lastimero de otro conejo rasgando la espesura de otro pinar cercano.
Cecil ha lanzado una especie de aullido, como un aviso ante esos sonidos inquietantes. Norton, Mía y Piper miraban hacia allí, hacia los ladridos.
Hemos dejado el bosque y regresado a la pista, algo inquieto y tratando de apartarlos de la rehala, pero nos hemos topado con ellos de frente. Media docena de podencos blancos cabalgaban hacia nosotros en una visión preciosa pero fugaz y que tan solo han disfrutado mis ojos. El sol se elevaba tras ellos y llenaba de una luminiscencia fantasmagórica la nube de polvo blanco que les envolvía.
De nuevo Cecil se ha lanzado hacia ellos, ladrando, marcando su territorio y los podencos se han dispersado, han vuelto al monte o alrededor de su amo, que también había salido hasta el camino forestal.
Hemos continuado y pronto nos hemos visto rodeados por toda la manada, incluso he charlado un rato con el dueño, le he hecho algunas preguntas y al final ha comentado algo que pensaba que jamás oiría en mi vida, algo que había leído mientras me documentaba para escribir El verano de los perros flacos.
- Pues esa perra…, esa que salta, tiene catorce años, no era mía, pero el dueño, que es amigo mío me dijo que ya era vieja y que le iba a pegar un tiro, entonces yo le dije, no hombre, no, que no vale ni un cartucho…, yo me la quedaré.
Me decían que los galgueros ahorcaban a los galgos para ahorrarse un cartucho, yo no terminaba de creérmelo, pero el cazador de esta mañana me lo acaba de decir, en medio de una sonrisa de satisfacción al ver a sus podencos escudriñando el bosque, saltando y rastreando infatigablemente, incluida esa perra de catorce años, ágil, inquieta y avispada pero que no valía ni un cartucho.
3 comentarios:
Efectivamente, Pedro, eso dicen los galgueros: un galgo no vale una bala.
La crueldad en su máxima expresión. Creo que no se puede añadir nada a eso, no hay palabras para condenarlo... sólo el amor de los que pueden ver más allá...
Antonia, la frase tiene calada y conduce a los recovecos de la mente humana, a los sentimientos, a las emociones..., quizás a la ausencia de algo de ternura y cariño en la ninez.
Desde luego resulta inexplicable para los que los animales son algo más que meros instrumentos de trabajo o diversión que cuando dejan de ser útiles son sustituidos por otros como quien cambia las ruedas del coche...en fin, es lo que hay y yo personalmente hace tiempo que dejé de luchar para cambiar la mentalidad de estas personas.
En cuanto a lo de antropizar tranquilo que todos, queramos o no, antropizamos.
Publicar un comentario