Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

viernes, 12 de agosto de 2011

7ª entrega de "EL VERANO DE LOS PERROS FLACOS".

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Alberto regresó al edificio y pidió una hoja de papel y un bolígrafo al encargado de recepción. El chico era joven, atento y sus gestos rápidos y precisos, la expresión algo sería para su edad…, pensó Alberto.

Con elegancia dejó una cuartilla y el bolígrafo sobre el mostrador de piedra pulida, Alberto se fijó en la piel de las manos, blanquecina, tersa, con las uñas bien recortadas, al igual que el mentón suave, las mejillas exquisitamente afeitadas y el aroma agradable envolviendo a aquel chico.

Cogió el bolígrafo y escribió esos lugares que le había nombrado Paul…, la charquilla, el dolmen y las estrellas fugaces, el matacan, cuando bailamos con los rayos, cuando visitamos al hombre de tierra…, y se preguntó que sería o quien sería ese hombre de tierra, en esos momentos no lo podía recordar.

Dio las gracias al conserje y volvió a esperar dócilmente a que se abriesen las puertas del ascensor, entró y se observó reflejado en los espejos del camarín, sintió el leve tirón de las poleas al comenzar a izar la cabina y descubrió las arrugas de su rostro, las canas rebeldes que surgían entre los cabellos ondulados que simulaban una activa y vivaz melena, las gafas de metal dorado pero de armazón liviano y fino, los labios ya algo agrietados, algo menos turgentes…, la piel del conserje no era igual, el brillo de sus ojos tampoco, en las manos del joven no habían manchas de senectud y en las suyas comenzaban a surgir algunas entre las venas que emergían azuladas.

Salió del ascensor y por primera vez en muchos años se sintió extraño pisando sobre la moqueta que cubría el suelo. Entró en el despacho y se asomó de nuevo al ventanal, la lejana tormenta agonizaba, sus masivos cúmulos expiraban y se convertían en una neblina que se evaporaba bajo el sol distorsionando los horizontes artificiales.

Alzó los ojos y buscó a los vencejos, pero se habían marchado como lo había hecho Paul…, y la abuela ya no estaba ahí para decirle por donde tenía que ir para encontrar a Paul y a sus galgos…, tampoco su padre, ni su madre que se había vuelto al apartamento en la costa después de estar dos semanas en el piso junto a su mujer y a sus hijas.

- Ya me he acostumbrado a estar allí, junto al mar –le había comentado uno de aquellos días- los inviernos son muy húmedos pero tu padre y yo hicimos amigos allí y echo de menos los paseos por la playa y mientras me pueda valer.

De nuevo su pasado parecía desintegrarse, de nuevo surgía el presente como único momento, como única verdad, como único sentir, como única realidad…, solo lo que sentía en esos momentos parecía tener sentido, solo lo que percibía en ese mismo instante.

Nunca había visto la muerte cara a cara, había perdido amigos, a conocidos…, pero él tenía la mano cogida de su padre cuando expiró, lo hizo ante sus ojos y él no se dio cuenta. Vivió el momento sin ser consciente, sin sentir nada…, una hora después llegó la empresa de decesos y de manera exquisita se llevaron a su padre, el apartamento quedó en silencio, tan solo algún lamento de su madre, algún suspiro, alguna palabra murmurada…, y todo había terminado sin mas. Toda una vida reducida a eso, a un cuerpo dentro de una bolsa negra, reducido a una pequeña ánfora que se hundió en el mar…, sin embargo, si cerraba los ojos aún podía verle, incluso oír su voz o recrear el respeto que le tenía, aunque también podía recordar el repudio que durante una época sintió hacia él por su condición de guardia civil. Entre sus nuevas amistades universitarias nunca hablaba de él y poco a poco se fue alejando, perdiendo el apego y olvidando el calor, el cariño y aquella comprensión, aquella sonrisa comedida que dibujó en su rostro cuando regresó de su primera correría con Paul, sin haber completado las dos paginas del cuaderno de verano, todas las mañana se las debía presentar para que él diese el visto bueno y aquel día regresó pasadas las doce del medio día, cuando el calor apretaba y los galgos jadeaban demasiado. Recordó la angustia que le asaltó cuando entró en la casa y lo encontró en el comedor, junto a otros vecinos del pueblo, gente de edad, vestidos con ropas sencillas, de pieles curtidas y resecas que parecían estar contando algo importante a su padre…, y recordó la angustia cuando vió el cuaderno encima de la mesa, junto a su mano.

- Me ha dicho tu abuela que esta mañana has salido escopetado.

Pero lentamente se fue relajando, le pareció reconocer una leve sonrisa en el pétreo rostro de su padre, vió como sus ojos le examinaban, como se fijaban en sus rodillas laceradas y manchadas con el polvo de la meseta, en los pantalones cortos también sucios con la misma tierra y en la sangre reseca que teñía sus manos, en la piel enrojecida bajo el sol castellano.

- He visto al chaval corriendo las liebres con el chico de la veterinaria –dijo uno de aquellos hombres, no supo quien pero después todos rieron bajo, sin apenas abrir la boca.

- ¿Habéis matado alguna…? –preguntó su padre.

- Hemos visto varias pero Paul decía que solo necesitaba una y a las otras las hemos corrido.

- Yo creo que os han corrido ellas a vosotros –dijo alguno de aquellos hombres.

Alberto sonrió y negó con la cabeza.

- Corren mucho, pero esos perros flacos de Paul…, sus galgos, corren mas pero las rabonas hacen regates y saben hacia donde correr hasta escapar por un perdedero.

Su padre sonrió sin disimularlo, le miró a los ojos y sintió una honda satisfacción que jamás llegó a confesarle. Su hijo no llevaba ni dos días en el pueblo y ya hablaba de rabonas y perdederos, ya se había manchado con la tierra que tantas veces habían trabajado los hombres que le acompañaban en su casa y ya se había envenenado con los lebreles.

- Bien Alberto, me alegro de que ya hallas hecho un amigo…, -confesó su padre- ahora ve a lavarte y como aún queda un rato para la comida, repasas un poco.

Alberto asintió, cogió el cuaderno, se despidió de la visita y sintió como la piel le tiraba en las rodillas cuando fue subiendo los estrechos escalones.

- Los galgos también son mis amigos… -murmuró. Se asomó a la ventana y el sol le hirió las pupilas, buscó los vencejos en el cielo pero aquella claridad volvió a cegarle, los vencejos ya no estaban, volverían al atardecer, como le había explicado Paul. Se dejó caer bocarriba en la cama, suspiró, cerró los ojos y las imágenes inundaron su mente.

Había sido una mañana intensa, desde que se levantó bien pronto hasta que bajó a buscar a ese niño que siempre andaba rodeado de perros flacos. Hizo caso a su abuela y cuando dejó atrás los corrales se quedó quieto ante aquella inmensidad tan distinta a la del mar o a la de los barrios de Madrid. Con unas pocas zancadas estaba ya en campo abierto y podía ver en la distancia los llanos dorados, los cerros marronaceos, algunos campos con la tierra revuelta entre paja vieja, podía ver algunos caminos de tierra amarillenta que se perdían entre aquellas parcelas y uno que bajaba desde donde él estaba, hacia la hilera de chopos que se elevaban flanqueado el curso del río Viejo, en ese mismo camino distinguió al niño rodeado de sus perros flacos, sonrió y echó a caminar hacia él.

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