Sus trinos excitados me hacen mirar hacia arriba..., y sonrío, los veo batiendo nerviosamente sus afiladas y estrechas alas, enfilando la calle entre las fachadas de las viviendas, remontando, girando a izquierdas y desapareciendo por encima de las azoteas, entre las antenas de televisión, sobrevolando los patios de luces y las caras ocultas de esos mismos edificios, esas que dan a las terrazas traseras, a los solares por construir, a las galerías de otro bloque o a las uralitas que cubrían lo corrales de la vaquería..., hace casi 35 años, yo tenia unos trece y a veces jugaba en el comedor del piso alquilado en el que vivíamos, aquí en las misma calle Pintor Goya de Valencia, pero en el numero 30.
Me gustaba apartar las cortinas del doble ventanal del salón y mirar hacia la vaquería o hacia la fábrica de curtidos que levantaba sus muros y la alta chimenea, solitaria y de ladrillo de cara vista, frente a la explotación de ganado. Pero ahí no acaban las vistas y podía seguir mirando, hasta descubrir las copas de las melias y acacias que asomaban desde un enorme solar, repleto de cascotes y de escombros. Por allí también corría una acequia, por un lecho profundo y de paredes de ladrillo. Las aguas turbias desaparecían en una pared y seguían su curso..., entonces no lo sabia, pero se perdía en la ciudad de manera subterránea y pasaba por debajo de esa finca, por debajo del número 30 de la calle Goya.
Pero a veces me asomaba a ese ventanal y no veía las uralitas repletas de moho y líquenes de la vaquería, no veía los muros ni la alta chimenea de la fábrica de curtidos, tampoco las copas de las melias ni de las acacias..., veía la inmensidad de un mar o una superficie helada, una enorme placa de hielo que se resquebrajaba ruidosamente contra la proa del poderoso rompehielos propulsado por energía atómica, o veía la cubierta del petrolero alargarse y estrecharse en perspectiva..., patroneaba aquellos navíos desde el puente de mando que imaginaba en el comedor del piso...., imágenes que recreaba en mi mente después de verlas en los cromos que coleccionaba, en ellos veía esos barcos formidables que después pegaba con pegamento Imedio en el álbum comprado en la “paraeta”, como se les llama en Valencia a los kioscos. Recuerdo aquellas páginas ligeras y de papel reciclado que a medida que iba completando con los cromos, pesaban más y crujían cada vez que las pasaba, al tiempo emanaban los vapores del adhesivo durante algunos días. Al final del álbum, el editor te ofrecía la oportunidad de pedir los últimos 10 o 15 cromos que te faltaban, por correo. Rellenabas las casillas con los números que no habías logrado conseguir, ni siquiera en los corrillos de colegio y lo enviabas. Recuerdo que en una ocasión recibí aquellos cromos en un sobre a mi nombre, aquello me llenó de gozo y disfruté del único álbum que fui capaz de completar.
Me gustaban las colecciones del mundo animal, de aquellas pequeñas laminas dibujadas a todo color aprendía mucho y recreaba un mundo interior, poco a poco tejía una especie de cultura basada en esos álbumes..., me resultaban mas estimulantes que el colegio. Después llegaron las enciclopedias que compraba mi padre, unos años después mis padres se quedaron con una pequeña parcela en los llanos que rodean a la Sierra Calderona, en el llamado Pla de Colom. Allí, en aquellos pinares, bajo aquellas piedras, entre las matas de tomillos, de romeros, de estepas, de espinos, de coscojas, de jaras..., descubrí en vivo aquello que había aprendido en los cromos y con las enciclopedias. Pude ver a los temidos escorpiones, a las impresionantes escolopendras, a los extraños eslizones ibéricos, a los voraces alcaudones de voz ronca y a los abejarrucos multicolores, a los lagartos ocelados, llamados aquí “fardatxos”..., pero a los vencejos los veía desde el ventanal del comedor, no hizo falta que mis padres comprasen aquel terrenito, yo entonces no lo sabia, pero ellos volaban desde Sudáfrica, entre mayo y junio y atravesaban la península, desde el sur de África hasta la vaquería de la calle Torres de Valencia.
Mientras yo dormía, ellos lo hacían a casi 2000 metros de altitud, flotaban, sin apenas batir las alas, en silencio, suspendidos en la atmósfera, en un vuelo casi perpetuo, permanente, misterioso y alejado de homo hasta que descendían alborotando, buscando a la pareja de siempre, al nido que construyeron el año pasado y al que regresaba primavera tras primavera.
Sus chillidos me hacían asomarme al ventanal, les seguía con la mirada y los veía volar sobre las uralitas, fintar, hacer quiebros y piruetas al pasar entre la alta chimenea y el lateral de otro edificio, atravesar el mar de antenas de televisión que llenaban de postes y tirantes las azoteas o batir sus alas en forma de pequeñas guadañas hacia el ventanal, acelerar como balas, lanzar sus trinos y girar a menos de un metro de aquel niño que miraba tras los cristales o asomado, apoyando su cabeza en las palmas de sus manos. Entonces retrocedía asustado y durante unas décimas de segunda podía ver esos cuerpecillos de plumaje apretado, estilizados y negros, sin colores ni adornos..., y era capaz de reconocerlos, no eran golondrinas, eran vencejos, los había visto en el álbum de cromos y sabía que podían llegar a volar a más de 190 kilómetros por hora.
Cuando esperaba a entrar en el colegio, también los veía, señalaba sus vuelos y comentaba a sus amigos que eran vencejos y que podían volar a casi 200 por hora, pero aquellos niños no terminaban de creérselo y decían que no eran vencejos, que eran golondrinas, que esos pájaros eran golondrinas.
Y a él le extrañaba porque la mayoría de esos amigos también se coleccionaban los mismos cromos..., entonces ¿no leían nada de lo que ponía por la parte de atrás...?.
Entonces levantaba la barbilla hacia arriba y volvía a seguirlos con la mirada hasta que abrían las puertas del colegio..., pero unos ojillos negros continuaban observando esos vuelos acrobáticos y nerviosos, precisos y ágiles. El polluelo asomaba la cabecita y los veía, no perdía de vista a su madre y daba unos cortos y torpes pasitos hacia la entrada del nido..., construido con restos con briznas de hierba, con pedacitos de papel, con hilillos, con trocitos de plástico..., que sus padres habían cogido al vuelo, atravesando las corrientes de aire ascendentes que hacían volar aquellos objetos ligeros y que después habían pegado a la pared, o bajo la cornisa del edificio con su propia saliva.
La madre llegaba y con sus diminutas patas, pegadas al cuerpo, con una tibia cortísima y rematada en una pequeña garra, adaptada a los vuelos casi perpetuos, pero dotadas de una elevada capacidad prensil y capaz de asirse con fuerza al borde del nido..., regurgitaba la comida, el pollo la tragaba y su madre volvía a dejar el nido.
El volvió a seguirla con la mirada, atento, sin perder detalle de ese batir de alas, observando como abrían la cola cada vez que daban un giro cerrado ante la pared de algunos de aquellos edificios...
... perdiendo velocidad y acelerando después hacia un cielo luminoso y azul. A veces la perdía de vista y otra de esas siluetas estilizadas pasaba ante su nido lanzando trinos, envuelto en el aleteo de otra bandada que alborotaba en esa calle que amanecía..., los miraba ladeando su cabecita, asomándose y recreando en su cerebro aquellos movimientos, sus neuronas se excitaban y enviaban señales electroquímicas de una dendrita a otra, de una célula nerviosa a otra..., aprendía a volar sin batir ni una sola vez esas alas prodigiosas, simulaba en su mente esas trazadas, las persecuciones, los juegos que no dejaba de ver desde el refugio. Sus pequeños y resistentes músculos se llenaban de sangre, de nutrientes que los iban fortaleciendo pero sin moverlos ni una sola vez. Lo veía todo con las alas pegadas al cuerpo..., las primeras luces del día o el nublado, o las gotas de agua, como trazos grises que caían ante sus ojillos escrutadores y que se precipitaban contra los tejados, contra las uralitas, contra las fachadas..., aún pudo ver la pasada rápida y veloz de su madre, lanzó unos de esos agudos chillidos y vió como se elevaba entre los edificios, mas allá de las púas y postes que llenaban las azoteas, la vió convertirse en un puntito negro, oscuro, cada vez mas pequeño hasta que desapareció de su vista..., todos habían desparecido, el bando se alejaba de la lluvia, de las bajas presiones que habían subido corriendo la costa desde el estrecho de Gibraltar hasta el levante valenciano, la masa de aire frío girando a izquierdas había cubierto el cielo eliminando todos los insectos, el plancton aéreo del que se alimentaba el bando..., en el cielo solo habían nubes grises, cúmulos, lluvia y viento..., pero ni un vencejo, tampoco sus padres.
Una gota de agua penetró en la hoquedad abierta en la fachada de ladrillo cara vista y le alcanzo en el pequeño pico, agitó la cabeza y retrocedió hasta el fondo, bajó sus parpados, se acurrucó y las señales nerviosas que llegaban desde su cerebro hasta los nódulos que pulsaban esas descargas sobre los músculos del corazón..., comenzaron a retrasarse, a enlentecerse, a ralentizarse, a distanciarse entre si hasta que las fibras cardiacas comenzaron a contraerse y estirarse cada vez mas despacio, desde las 90 pulsaciones hasta las 70, bajando a 50, a 40..., descendiendo, sumiendo al joven vencejo en un sueño a 20 pulsaciones por minutos, al tiempo que su cuerpo descendía desde los 36 grados a los 22, la sangre se concentraba en las vísceras, en los órganos vitales..., y el ave esperó, dormida, ajeno a la lluvia, al hambre, a los focos de los automóviles que iluminaban la lluvia durante la noche, ajenos a las vibraciones que llegaban a través de esos ladrillos con los que homo construía sus hogares.
El bando volaba atravesando la borrasca, las alas en guadaña cortaban el aire y los propulsaban sin que las gotas de agua empaparan su plumaje negro, resbalaban sobre él y los vencejos se alejaban de las bajas presiones, buscaban el borde de esas isobaras imaginarias, buscaban las nubes de diminutos insectos que la borrasca había desplazado..., a 20 kilómetros, a 30, a 70, a 80 y hasta los 100, después, vieron el amanecer, las ultimas líneas de nubes, las ultimas cortinas de agua.
Los rayos del sol iluminaron el plumaje, lanzaron sus trinos y abrieron sus cortos picos, pero anchos de comisuras y cubiertas de unos finos pelitos en los que los insectos comenzaron a quedar atrapados a decenas. Atravesaban las nubes, giraban a derechas, a izquierdas, caían en picado o remontaban atravesando, surcando unos cielos que resplandecían luminosos tras las lluvias de los últimos cuatro días..., fueron virando de nuevo hacia las nubes, pero ascendiendo cuando llegó el ocaso, subiendo hasta los 2000 metros de altitud, de nuevo vieron ese horizonte incendiado, sus plumas reflejaron esos rayos anaranjados y lentamente fueron dejando de batir sus alas, de 10 movimientos por segundo hasta los 7. Se fundieron en la noche silenciosamente, volando, flotando, suspendidos en el aire..., hasta que la franja de fuego volvió a emerger desde un horizonte curvo, espectacular y hermoso, el de un planeta que resplandecía en el oscuro cosmos.
Azul y marrón, entre mares, océanos y continentes, entre manchas blancas con forma de espiral que dejaban la tierra y se adentraban en el mediterráneo, despejando los cielos y viéndolos llegar, descendiendo desde las alturas hacia los bosques de hormigón que se alzaban, entre calles, avenidas y antenas de televisión. Llegaron alborotando, lanzando sus trinos, sus chillidos..., el polluelo alzó sus parpados y poco a poco su corazón comenzó a aumentar de latidos, la sangre fue aumentando de presión, de temperatura, irrigando todas arterias, sus capilares y las mismas pupilas que la vieron irrumpir en la entrada de la hoquedad, abrió su pico, convulsionó su garganta y el joven vencejo tragó hambriento. La madre se dio media vuelta y volvió a volar, a elevarse, a romper los bancos de plancton aéreo, a descender, a volar entre las fachadas y a posarse en el nido..., decenas de veces hasta que el polluelo se asomó con un tamaño algo superior al de sus padres, con unas reservas de grasas que le permitirían volar sin posarse durante los dos años siguientes, volaría a África y regresaría a Europa dos veces sin parar, durmiendo volando, comiendo volando, soñando volando, hasta que encontrase a su pareja, entonces se posaría para fabricar el nido que utilizarían año tras año, verano taras verano...
Vió a su madre, llegaba a toda velocidad..., pero no se posó, viró y remontó el vuelo, la vió hacerlo pegada a las fachadas, esquivando los cables..., siguió observando al resto de la bandada..., y dio unos pasos, sacó medio cuerpo fuera y saltó..., jamás había desplegado sus alas, jamás las había batido, jamás había salido del nido..., pero su musculatura se extendió vigorosamente y las preciosas alas se abrieron, durante décimas de segundo frenaron su caída y después comenzó a batirlas con una potencia extraordinaria, sintió como se elevaba, como alcanzaba las azoteas, como atravesaba las antenas y como seguía ascendiendo hasta que derivó a derechas, perdió altura, enfiló la calle y lanzó sus trinos volando sobre la cabeza de un homo que le apuntaba con un objeto plateado capaz de fijarlo inofensivamente en una pantalla..., homo miró esa ventana y sonrió, era una bonita imagen, el plano de un ave que posiblemente era pariente de aquellos vencejos que ese mismo homo veía desde una ventana, sobrevolando las uralitas de la vaquería, alrededor de la chimenea de la fabrica de curtidos, hace mas de 35 años...
7 comentarios:
Muy bonito relato. Creo que yo no hubiese hecho mejores fotos de los vencejos con la cámara que utilizaste. De los vencejos digo, porque la foto de que tienes de Europa despertando.... te tuviste que subir a una escalera muy alta para hacerla, no? jejejeje. Es una broma.
Recuerdo que en casa (cuando vivía con mis padres) me gustaba tumbarme en mi cama y boca arriba, mirar el cielo en primavera viendo pasar las nubes y seguir los vuelos e los vencejos con la vista. Era muy relajante.
Ahora encuentro menos tiempo para hacerlo, pero sigo haciéndolo. Quizás más lo de observar nubes y buscar formas en ellas. Un bonito entretenimiento.
Esperaba ansioso tu comentario Goyo, como el alumno que entrega su redaccion a la maestra de literatura esperando que le guste, esperando su parecer..., pero bueno, metí esa foto desde el espacio para ilustrar lo que veía en mi mente. Goyo yo escribo, bueno mejor dicho, describo las imagenes que recrea mi mente, no escribo creando literariamente.
Dices que te tumbabas y mirabas el cielo, a los vencejos..., en mi calle nadie habia reparado en ellos hasta que me vieron correteando de madrugada apuntando hacia las fachadas de sus propias viviendas. ¿Tanto nos ha trastornado la vida en la ciudad que ni siquiera vemos a los vencejos...?. Bueno, esta claro que si, lo gracioso es que al tercer día esos mismos vecinos tambien miraban hacia arriba y querian ver las fotos que tomaba en mi nueva y obsesiva actividad..., mientras la carpinteria permanbecia abierta pero sin nadie trabajando..., claro, si trabajo solo ¿quien coño iba a trabajar...?
Hola Pedro: No es la primera vez que entro en tu página pero sí que dejo un comentario. Me parece que es lo mínimo después de que tú lo hayas hecho en la mía.
Lo primero que quiero decir es que escribes muy bien, y te lo dice alguien que tambièn lo hace semiprofesionalmente. Tienes muy buen ritmo y logras que los demás veamos las imágenes que nos propones sin tener que mirar las fotos. Has hecho que vuele como un vencejo, que duerma en el aire, que encuentre a mi polluelo en su nido. Eso no se logra fácilmente.
El otro día leí el post anterior a este y también me gustó mucho. A pesar de que son largos, las historias enganchan.
Bueno, lo dicho. Muchas felicidades, amigo carpintero.
Bueno Josep, verte por aquí me llena de orgullo y verte ahí, de seguidor, en esa foto al aire libre, me vuelve a hacer sonreir, halagado. Te voy a confesar que cuando estuve ojeando tu blog sentí como si un enorme abismo nos separara, yo aquí hablo de naturaleza, de mis manias, de mis paseos en bici, busco la parte ancestral de nuestro cerebro, trato de alejarme del neocortex y bucear hacia esos otros tres cebreros que la evolucion guardó uno sobre el otro..., mientras que tu desarrollas a tope ese mismo neocortex, pero creo que hay sitio para todos, para cruzar información y puntos de vista, para que entre unos y otros nos ayudemos a descubrir nuevos caminos mentales y espirituales.
La vida no es tan larga como creemos..., y si estamos aquí es para tratar de crecer, para sonreir mas, para ser mas comprensivos, para en un ultimo aprendizaje entregarnos a los demás renunciando a nuestro egoismo.
Un saludo Josep e insisto, me gusta mucho mas esa foto que la que utlizas en tu perfil del blog.
Hola Pedro :
Soy Celia Boluda , leyendo tu relato me he imaginado volando y escuchando esos lamentos que enuncian los vencejos.
Es muy fácil transportarse con tus escritos , incluso son tan ilustrativos que visualizo cada palabra , y al igual que con los haikus japoneses , me incitan a pintar.Gracias.
Te esperaba Celia, tu hermana me habia dado alguna pista..., ¿sabes?, no me extrañes que visualices mis palabras, a Goyo le dije lo mismo que te voy a decir, yo imagino imagenes, secuencias..., y despues las describo, igual es por eso que se percibe esa "imagen" originaria, com si fuese el catalizador de ese relato literario.
Ah, las fotos estan hechas en nuestra calle, me atreveria a asegurarte que esos mismos vencejos que vemos y oímos en nuestro barrio, son los hijos de aquellos que tambien escuchabamos cuando eramos pequeños.
Creo que nunca me habian echado un piropo como el tuyo. Que yo te incite a pintar me hace derramar alguna lagrima y me conmuve..., quizás porque no puedo evitar pensar en tu padre y en lo que a él le parecerian estas lineas que escribo cuando puedo y tu propia trayectoria artistica.
Un beso Celia.
Hola de nuevo Pedro:
Ya ves que todos tenemos golpes escondidos... y menos mal, porque si no seríamosm sumamente predecibles. A mí también me gusta más mi foto al aire libre que con cara de sello pero, en cierta forma, estoy obligado a ello por razones profesionales.
Gracias a María hemos cruzado puentes en las dos direcciones y eso nos enriquece.
Hasta pronto, en cualquiera de las dos orillas.
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