Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

sábado, 4 de abril de 2009

Sierra Calderona, hace 1500 años.

El pinar emitía silbidos y trinos, nubes de estorninos revoloteaban formando manchas en el aire, sobre la planicie rodeada por viejas montañas, de perfiles suaves y desgastados..., lanzaban sus trinos y descendían hacia las masas de coniferas o hacia los prados cubiertos de monte bajo, de pasto amarilleado..., llegaban desde los lejanos olivares y picoteaban sobre las semillas, contra los insectos que trepaban por los tallos o sobre los grillos que se movían torpemente entre las brozas...,




...sin verlo, sin ver esas pupilas grises que les acechaban, inmóviles en el rostro del gato montes..., la cola serpenteando y la mirada fija en esas siluetas negras, en esa que parecía distraída hurgando con el pico entre unas piedrecillas, hasta que las patas traseras le catapultaron hacia delante y el estornino desplegó sus alas, toda la bandada se elevó bruscamente y el felino saltó con las zarpas por delante, se contorsionó suspendido en el aire y un revoltijo de plumas surgió en torno a su cabeza, los colmillos atravesaron el cuerpecillo del estornino y las afiladas garras desgarraron el pequeño buche repleto de olivas..., el gato aterrizó sobre sus cuatro patas y trotó ágilmente mientras la bandada de estorninos se guarecía ruidosamente en los pinares cercanos. Dejó el prado y se internó en la espesura, entre las espinosas matas de coscojas..., desapreció a través de un estrecho túnel abierto entre las ramas bajas, sujetó el cadáver con las garras y fue mordiendo, mascando y tragando, relamiéndose, desgarrando, arrancando las plumas a mordiscos y resoplando.
Las cimas refulgieron recibiendo los últimos rayos de sol y ningún humano vió como se apagaban, como se volvían azuladas y como la masa de pinos enmudecía, como se volvía en una forma sinuosa oscura, sin trinos ni silbidos..., tan solo las primeras llamadas de las lechuzas, de los duques o de los mochuelos..., sonaron en la planicie, algunos aullidos desde la espesura, desde lo saltos..., las hicieron enmudecer.
El gato alzó la cabeza y atisbó con sus pupilas hacia arriba..., pudo distinguir la silueta del gran búho..., y se quedo quieto, esperó a que la rapaz desplegase las alas y atravesase el bosque silenciosamente, con un batir de alas fantasmagórico..., cuando lo perdió de vista se movió y trotó por la linde del pinar sin que sus almohadillas emitieran el mas mínimo sonido..., se detuvo y escarbó con las zarpas delanteras, después colocó sus cuartos traseros sobre el agujero y defecó. Se dio media vuelta, olisqueó sus heces y con las mismas zarpas las cubrió de tierra. Miró a su alrededor y sus pupilas dilatadas vieron en la noche, observó, miró a un lado y a otro y un fulgor iluminó la noche en la distancia. Durante un breve instante el bosque se descubrió sin colores, sin verdes, sin detalle..., la planicie se iluminó y el retumbar del relámpago llegó un poco mas tarde..., el gato se encogió y sus orejas se orientaron, parpadeó y las leves vibraciones alcanzaron sus oídos..., escuchó el trote de la manada y reconoció las siluetas de los lobos atravesando el herbazal, siguiendo el rastro de los mismos ciervos que el había visto, un rato antes, desde una de sus atalayas.
Otro destello, los ojos del gato miran la gigantesca chispa, agacha las orejas y llega el estampido..., se mueve nervioso y su pelaje rayado se pierde en la oscuridad..., chap, chap, chap..., empiezan a caer, no se ven en la noche cerrada, en la ausencia de luz artificial, de luz natural, no hay fuegos humanos que brillen en la negrura de la solitaria serranía. Las gotas de lluvia impactan en el bosque, en la planicie, sobre la tierra marcada por las zarpas del gato montes, deshacen poco a poco los estrechos surcos abiertos por las uñas, van mojándola, empapándola, penetrando hasta llegar a las heces, hasta las semillas del olivo sin digerir..., llueve, es un murmullo incesante, algún trueno, sigue lloviendo y las aciculas se agitan con las gotas, el agua resbala por los tallos, discurre ruidosa entre las torrenteras, los líquenes y musgos sorben el liquido..., llueve sobre las cimas, resbala sobre la roca y se revalsa en algunas pozas, se filtra entre las grietas, discurre hacia las entrañas de la sierra y gotea, chorrea hacia las cuevas, hacia los enormes huecos, en las entrañas oscuras que van recogiendo esa lluvia que se derrama ahí fuera, al otro lado de esas masas pétreas forradas de líquenes verdes, anaranjados...
Y amanece descubriendo unos perfiles oscuros, los contornos de las cimas, las siluetas que poco a poco se van llenando de luz, algunas envueltas en brumas, en nieblas atrapadas en el pinar o en los roquedos. La luz se divide en haces, en rayos que atraviesan el follaje entre las ramas y entre los troncos, reflejándose sobre las gotitas de agua que cubren las hojas, haciéndolas destellar, brillar como cristales puros, instantes antes de evaporarlas, de hacerlas flotar en forma de mansas nubecillas que se dispersan lentamente y que se elevan entre el pinar.
Las sombras se acortan y la planicie se ilumina, una línea de luz avanza hacia donde la penumbra se retira y calienta la tierra desnuda, blanquecina pero aún suelta y húmeda..., se agrieta y el joven tallo empuja desde abajo, emerge tierno y lleno de energía, se despliega y recibe sus primeros rayos de sol..., el gato montes lo escucha, oye ese leve e imperceptible crujido de la tierra al separarse, los chasquidos del tejido vegetal al elevarse, al crecer, a ir endureciendo esa corteza aún tierna que protege su fino tronco de las uñas del viejo y cojo montes..., clava sus zarpas y arquea su cuerpo estirando los tendones, se relaja, orina y vuelve a encaramarse en la cómoda roca, ligeramente cóncava desde la que ha contemplando la planicie y al joven olivo desde los últimos años..., cuando perdió la pelea y el joven macho le mordió en una de las patas traseras, desgarrando los mismos tendones que le propulsaron hacia esa bandada de estorninos. La misma que contempla desde su escondrijo en la solana, recordando, soñando y tensando aún sus músculos, haciendo serpentear su peluda cola..., pero sus pupilas se contraen y deja escapar un leve aliento, se acurruca y cierra los ojos dejando que el sol inunde su pelaje rayado y limpio, con cicatrices y mataduras pero aseado, brillante y áspero, salvaje como la serranía hace 1500 años...



Sierra Calderona..., mediados de marzo de 2009.



Doy un sorbo al café tocado de leche condensada y miro por la ventana de la cocina..., amanece despejado, la claridad delata un día sin nubes, limpio, encalmado..., como todos los de esta semana fallera en la que nos hemos subido aquí, a los pies de la Sierra Calderona, escapando del estruendo, de las explosiones, de las disco-móviles instaladas debajo de casa, del griterío de las personas bebidas y degradadas..., aquí escucho el canto de algunas avecillas y los gañidos de Mía y Cecil jugando en la cocina, Norton me ha visto ya vestido de ciclista y se ha tumbado con la mirada perdida, apoyando la punta del hocico en las baldosas, esperando a que me marche.

Me termino el “bombón”, acaricio la cabeza del galgo y salgo del chalé, la manada me sigue pero dejo al pequeño Cecil dentro de la casa, Mía y Norton son demasiado grandes y podrían hacerle daño si no hay nadie delante..., cojo la bicipalo por el manillar y camino hasta la valla.

- Luego vengo Norton, luego vengo Mia.

Abro la puerta, salgo y cierro antes de que la perrita se salga y monto sobre la bici, encajo las calas en los pedales y con un par de vueltas de las bielas empiezo a rodar hacia la pequeña pinada que veo cuando tomo café y miro por la ventana de la cocina, la atravieso por una sendita que conozco desde que tenia diez o doce años y salgo a la vía de servicio.

Ruedo en solitario, apenas si hay tráfico y tampoco ciclistas, en todos estos días que he estado saliendo a la montaña me he cruzado con pocos, bueno, el martes me encontré con Enrique Gardó y un amigo de él. Enrique es un sesentón, un prejubilado, enamorado de la sierra, un hombre con muchas vivencias, un erudito, un antiguo empleado de banca que es capaz de colgarse una pesada mochila en la espalda, repleta de restos de comida que irá dispersando por los rincones de la Calderona, lugares en los que zorros y algún que otro visón acudirán comer..., mientras él, lee placidamente la prensa del día, mientras las horas vuelan y las sombras le dicen que pronto anochecerá, entonces suele caer en la cuenta de que tiene que volver a casa...,para Enrique no existe esa premura que ya empieza a agobiarme..., la ruta de hoy es algo mas larga y dura de lo habitual, quiero ir allí..., y miro por encima de las cimas gemelas del Gorgó, a poco mas 900 metros de altitud...,



Las veo aún azuladas y distantes, aún sin que el sol las acaricie. Al otro lado de esa línea de crestas, de vaguadas y de collados, se abre una planicie, una pequeña llanura a unos 400 metros de altitud en la que reposa, apoyada contra un murete de piedra..., la olivera Morruda, un venerable olivo al que se le atribuyen unos 1500 años de vida..., pero está allí, al otro lado de esas montañas que siguen iluminándose poco a poco.

Paso junto a la casa de Patricia, salto el quitamiedos, vuelvo a montar y ruedo ya sobre tierra, hacia uno de mis rincones favoritos, hacia esos peñascos alzados ante los meandros secos y gravosos del barranco..., ruedo por el caminillo y pierdo de vista las montañas, el pinar se echa encima y cuando salgo al claro vuelvo a verlas, pero mas cercanas, con mas detalle, desde distintos ángulos..., y parecen otras, como maquilladas por un sol que sigue alzándose, trazando líneas de luz sobre ellas, desplazando sus sombras, evaporando el rocío..., todo ante mis ojos, mientras vuelvo a sentir el fresco de la pequeña hondonada que atravieso, casi siempre húmeda, ahí donde el charco permanece durante muchas semanas después de pasadas las lluvias, con las huellas de los neumáticos impresas en él y con la vegetación creciendo pegada a la estrecha pista forestal casi en desuso.






Giro a izquierdas, subo un par de piñones y el camino se rompe en pedazos de piedra gris que parecen bailar sobre el camino, parece que corran a meterse bajo las ruedas..., la bicipalo se encabrita, me inclino un poco hacia delante y no dejo de pedalear..., consigo remontar, gano la cresta y otra vez paso sobre otro lecho seco..., es el camino de siempre.

Alcanzo la pista principal y giro a izquierdas, voy recuperando la respiración y rodando hacia el Portixol, aunque yo y mi hermana le llamamos “La Prueba del Hombre”, y abreviado “el Hombre”, y todo porque hace años montamos una excursión a la Font de la Gota. Venia JJuan, mis dos sobrinos y Raúl, un amigo de ellos y vecino del chalé. Encaramos la subidita, poco a poco fuimos llegando al final y estábamos ahí esperando cuando apareció Raúl, jadeante, con la cara roja y sudoroso..., cuando pudo hablar me dijo.

-El hombre sube andando.

El hombre era JJuan, mi amigo Chus..., pero hoy voy solo, siempre es así ¿no?, envié un mensajito a Santi por si me quería acompañar pero no ha contestado..., giro el puño derecho hacia abajo y el cable tira del cambio y lo desplaza hacia la rueda, los eslabones rozan la corona superior, se engancha y trepa a otro piñón, resoplo y sigo subiendo. Dejo la sombra del pinar y el sol de la mañana me da por la derecha, ya asoma por encima de las lomas pero aún no llega al fondo de los valles, que se abren a ese mismo lado, cubiertos de un monte bajo espeso y denso..., trazo el viraje a izquierdas y luego a derechas. La pista ahonda en la montaña, se elevan las paredes del desfiladero y regresa la sombra, sigo ascendiendo sobre la tierra blanquecina y la estrechez parece aliviar la pendiente, ya voy viendo el final del camino, la luz del sol al fondo y corono con la respiración algo acelerada, unas pedaladas mas y dejo que la bicipalo ruede por inercia sobre una tierra, ahora roja como todo el rodeno que aflora entre vetas y estratos.








Ya estoy en esas montañas que veía azules, como planas y dibujadas sobe el horizonte. Perdido entre sus sombras y sus luces..., ahora a la sombra de sus peñascos, rodando entre casitas levantadas en medio de un collado privilegiado, rodeado de bosques y de montañas, de peñascos que se elevan iluminados por el sol, eternos, siempre ahí, a los ojos de todos los que desean mirarlos, con las pupilas o con los telescopios de campo. Como aquel ornitólogo aficionado con el que me encontré un día. Vigilaba esas montañas buscando las puestas de un par de águilas perdiceras que nidificaban entre los cortados todos los años..., poco a poco pedaleo hacia ellas, sin hacer ruido, pasando desapercibido, con la respiración ya acompasada, trazando los virajes que me dice la pista, volviendo a sentir como baja la temperatura y moviéndome de nuevo entre las paredes que encajonan el barranco de la Gota. De nuevo una mirada al riachuelo de aguas estancadas y veo sus pozas, una capa de color amarillo las cubre, es el polen de los pinos, que flota y tiñe los horizontes de un curioso color entre verde muy claro y amarillo, del color del azufre..., escucho la llamada de algunos pajarillos, el murmullo de los neumáticos, mi respiración otra vez mas acelerada, el camino no deja de subir entre cascotes de rodeno sueltos o entre laminas que asoman como esquinas..., pero la montaña es así.

El sol se cuela a través de la sierra, entre sus cortados y me da en el rostro unos metros antes de atravesar el vado..., vuelvo a girar el puño del cambio y la pista se levanta ante la rueda delantera.



















Vuelvo a inclinarme sobre el manillar y voy ascendiendo, salvando un desnivel del 14%, el corazón se acelera, abro la boca y aspiro el aire de la serranía, noto como me molesta en la garganta, esta algo frío pero mi organismo necesita ese oxigeno para combinarlo con la glucosa y generar energía, la misma que calienta mis piernas y que mueve los músculos cardiacos, los mismos azucares que navegan en el torrente sanguíneo acelerado que asciende hasta mi cerebro, irrigándolo y aportando el oxigeno y el combustible para que las neuronas continúen transmitiendo información, ordenes, acciones, correcciones milimétricas sobre cada uno de los cientos de miles de haces musculares, de tendones y ligamentos que forman el entramado de mi organismo, de mi cuerpo..., decodificando la información que llega desde el nervio óptico, el mismo que ve esa rampa rojiza que se levanta, que me frena entre baches y piedras sueltas..., pero llega la información desde el cerebro de cómo moverme, de cómo inclinarme..., un organismo vivo en medio de la serranía, remontando por un cañón cubierto de monte bajo, de pinos y de matorrales espinosos, con restos de algunas rusticas vivienda levantadas sobre sillares de rodeno. Un ciclista que va remontando el estrecho camino, cubierto con una ropa de extraños tonos marronaceos, sobre una bici que parece camuflarse en el entorno silencioso y solitario. Sigue pedaleando, viendo sobre la pista las huellas de jabalíes o de otros ciclistas, rastros marcados, dibujados en el barro endurecido..., a veces levanta la cabeza y mira a los lados, al frente..., como buscando algo, como deseando sentir algo y jadea, sigue pedaleando, no puede dejar de mover los pedales y contrae su rostro en un extraño gesto de premura, de ansiedad..., no de fatiga, respira algo forzado pero no asfixiado, suelta la mano izquierda del manillar y se toca la rodilla de ese lado..., durante algunas pedaladas la deja ahí, encima de la rotula, como tratando de sanar el dolor con su propia energía.

Y llega a la línea del sol, lo nota en su espalda y unas décimas de segundo después su piel empieza a rezumar diminutas gotitas de sudor..., se deja caer hacia una torrentera, la remonta y se percibe un leve “clack”, ha cambiado de piñón y encara una curva a izquierdas, casi gira por completo y vuelve a mirar hacia abajo.










Hacia el valle que esta apunto de remontar por completo..., se siente orgulloso durante unos instantes, se siente bien y sigue pedaleando, ascendiendo, ganando altura en medio de esas montañas que antes veía en la distancia, oscuras, azuladas y con pinceladas de fuego cuando el sol ya despuntaba..., vuelve a cambiar de piñón y se endereza un poco, percibe alguna molestia en la espalda pero se relaja, sonríe ante el charco que atraviesa.

- El charco eterno..., -murmura para si, mientras echa una ojeada al pinar de repoblación que ocupa las faldas del Gorgó, ya a 730 metros de altura. Relaja el pedaleo y observa de nuevo el entorno, los tonos rojizos del rodeno aflorando allá donde mira, el pasto de altura crecido bajo los pinos, los bosquetes de abetos y a su derecha los dos caminos que enfrenta, sube por el de la izquierda, otra vez remontando, virando a izquierdas y encontrándose con unos parajes hermosos, con masas de coniferas que crecen mirando a levante, a la cara oriental y húmeda de la serranía, la que recibe los vientos marinos, sus nubes bajas y sus brumas.

El camino se inclina y el ciclista se levanta, se poya con los muslos en el sillín y coloca sus dedos índices sobre las manetas de freno, baja un par de piñones y girando el puño izquierdo hace que la cadena se suba al plato grande. Acelera un poco, virando a izquierdas y de nuevo sonríe ante los escabrosos y distantes horizontes de la Sierra de Espadán...,

















Le gusta esa visión, esas montañas que se superponen en distintos tonos de azules, intensos, medios y tenues, casi difuminados..., y junto a él, a su derecha, echas rápidas miradas, a los valles y desfiladeros, a las montañas que despiertan cubiertas de pinar, al relieve salvaje y a la vez tranquilo de unos entornos bellos y serranos, naturales, apenas transformados por homo o si lo fueron, ya abandonados y recuperados por la misma serranía.

Vuelve la vista a la pista forestal, sigue bajando, perdiendo altura, ganando velocidad, frenando y encarando los virajes. Los impulsos nerviosos vuelven a viajar desde su cerebro hacia los brazos y los músculos tiran de ellos hacia la derecha, hacia la izquierda, esquivando las piedras, los surcos que rompen el camino, las roderas que abren profundas cicatrices en el carril..., otro viraje a derechas y la rampa se eleva, crac, crac..., cruje el puño del cambio y cambia de plato y de piñones, sus piernas se mueven con mas agilidad y va remontando a la sombra de las lomas. Vuelve a mirar y observa el paisaje solitario, desierto pero lleno de vida, oculta a sus ojos..., pero sabiendo que está ahí, en la espesura, bajo las piedras, en la misma tierra poblada de microorganismos, bajo la corteza de los pinos, en la madera muerta...., sigue remontando, corona y de nuevo en descenso, otra vez bajando por la cara contraria a la que ha subido, vuelve a levantarse, a sonreír contemplando el entorno sin apenas rastro de ocupación humana, alguna casita en ruinas, campos circundados por muretes de piedra cubiertos de líquenes..., y el camino que se bifurca, gira a la izquierda y los pinos proyectan sus sombras contra el camino, percibe como la temperatura baja, como el ambiente se refresca y como la pista se descarna, como emergen lomos de roca gris, pedazos rotos con las heladas que llenan la trazada y siente como esa bici repleta de pinturas rupestres, de mamuts, de cebras y de bisontes..., se estremece, vibra, rebota..., frena, gira, cruza sobre el lecho de otro barranco y dos conejos cruzan de lado a lado como dos tiros..., vuelve a sonreír y piensa en Norton..., pero vuelve a pedalear, saliendo del cauce y volviendo a trepar virando a izquierdas, escucha ya los ladridos y reconoce la valla de la casita levantada en el mismo corazón de la serranía. Tres o cuatro pastores alemanes cruzados ladran encaramados a la malla metálica y le ven pasar.

El ciclista afloja un poco, sale del hondo y ya de nuevo bajo el sol y se abre hacia su derecha, encarando el manillar hacia su izquierda, en ese lado remonta bruscamente un estrecho camino que hay que conocer, que hay que saber que está ahí para no dejarlo atrás y equivocarse de ruta..., sube un par de piñones y pedalea ágilmente inclinándose hacia el manillar, que ya se levanta trepando sobre la pendiente. Da un par de bandazos y sigue remontando, murmura algo, como un soplido y sonríe..,, ha logrado tomar el desvío sin echar pie a tierra.

Los pinares se van retirando y se abren campos labrados, atravesados con mangueras negras de riego por goteo y poblados por jóvenes olivos y por almendros...,observa las terrazas, separadas por los típicos ribazos de piedra seca, sin argamasa entre las piezas trabadas por aquellos artesanos que levantaban los muretes en la soledad de la serranía, durante días, de sol a sol y descansando ante las fogatas, a la sombra de los pinos o de los olivos adultos..., el ciclista los mira, observa los miles de piedras deliciosamente colocadas unas junto a otras, ve como los musgos y líquenes las han ocupado y recrea su imaginación, le sorprende que nadie los haya tocado desde entonces, que permanezcan ahí desde hace veinte años, cuarenta, cincuenta, ochenta..., él no lo sabe, le satisface comprobar que nadie los ha mancillado con pintadas o con la imagen de algún político en campaña pegada sobre ellos.

Escucha el sonido de un pequeño tractor y poco a poco deja de pedalear, echa pie a tierra y descubre una pequeña nube de polvo que se eleva entre los bancales, mira a su alrededor y hacia las montañas..., entonces la ve. El águila se eleva trazando círculos, planea observando, silenciosa, acechando por encima de las cimas ocupadas por los pinos o por el monte bajo..., y el ciclista se siente un privilegiado, se siente especial, percibe que algo le vincula a ese entorno que le envuelve y que al tiempo le da miedo. Le gusta ese momento, la visión de la majestuosa rapaz, el estado de soledad y de incomunicación, de mutismo..., pero siempre termina inquieto y nervioso, apremiado por esa premura que no logra dominar ni aislar..., vuelve a montar, echa un último vistazo al cielo sobre la serranía y la ve perderse tras las montañas.

Encaja las calas y sigue rodando entre esos campos trabajados, por ese camino estrecho y antiguo que va virando a derechas, bajando y volviendo a remontar. Mira hacia el monte que crece a los lados y lo siente salvaje, puro, enmarañado, casi impenetrable, no ve las marcas blancas y amarillas de los PR, tampoco las rojas y blancas de los GR, no hay cartelitos que le indiquen donde está pero el si lo sabe y siempre que hace esa ruta se siente orgulloso de haberla abierto el solo y guiándose por el mapa militar de 1:50000.

Recuerda que aquella primera vez preguntó a unos cazadores, continuó pedaleando, rodando sobre aquellas pistas que estaban fuera de las rutas habituales tanto de ciclistas como de senderistas..., era uno de esos rincones de la Calderona oculta, de una serranía muy cercana a la ciudad pero aún con lugares casi puros, naturales, agrestes y duros..., como las rampas que iba venciendo, una tras otra, salvando en transversal los pequeños valles que se sucedían uno tras otro hasta que ganó uno mas y se dejó caer, trazó un viraje a izquierdas y descubrió una planicie rodeada de viejas montañas, de perfiles suaves y desgastados..., la misma que vuelve a abrirse ante sus ojos..., sonríe tranquilizado y escucha los trinos y silbidos de algunos estorninos mientras pedalea hacia la inmensa y chaparra copa de la olivera Morruda, hacia la venerable olivera que permanece ahí, donde él la esta viendo desde hace mas de 1500 años.





Deja el camino de tierra y ese monte bajo que parecía acecharle queda a sus espaldas, recorre unos metros sobre asfalto hasta que las sombra milenaria le acoge, desmonta, apoya su bicicleta contra el murete, junto al anciano árbol y observa esa planicie que le rodea, a poco mas de 400 metros de altitud y tras unos 22 kilómetros de pedaleo. El también se apoya contra el murete, bebe agua y observa el grueso tronco, sus hendiduras, sus pliegues, sus hoquedades, las olivas negras que aún da y que se esparcen sobre la tierra, resecas, mezcladas entre la hojarasca marchita, entre el pasto crecido a su alrededor.







El ciclista coloca la cámara digital sobre un pequeño trípode y apunta hacia la olivera, activa el temporizador y corre hacia el tronco, se sienta y mira hacia el piloto rojo que parpadea hasta que el obturador cruje.






Se levanta y visiona la foto, observa su expresión y se siente extraño, se observa a si mismo y se pregunta si siempre tiene ese aspecto serio apagado, como tenso y al mismo tiempo fatigado y sin ilusión, con el miedo y la ansiedad, con la premura siempre rondándole..., impidiendo que esté disfrutando de ese entorno que le rodea, de la calma, de la naturaleza..., vuelve a mirar hacia ese tronco que se funde con el muro, que se vence sobre él como el anciano que reposa en un banco o en una esquina...,pero no consigue conectar, no consigue escuchar como hace uno años los sonidos de la primavera, no logra percibir ese fresco distinto de marzo...,unos días atrás si, cuando subió al mirador de l´abella, pedaleando al amanecer y disfrutó de las vistas.

Vuelve a beber, encaja el botellín en el soporte y tira de la bicicleta prehistórica hacia el tramo asfaltado, monta y empieza a pedalear, nota los cuadriceps algo entumecidos, como agarrotados y su rostro vuelve a ensombrecerse, tiene miedo a la cuesta que queda por delante, sabe que tiene que subir hasta algo mas de 730 de altitud, tiene que coronar el mismo alto que hace un rato, cuando salía del barranco de la Vigueta y se enfrentaba a esos dos caminos, cuando el rodeno afloraba a las faldas del Gorgo, en torno al refugio de Tristan y la Mina.

Va rodando sobre el asfalto que conduce a la Masia de Ferrer, ve la serrana edificación levantada en la planicie, rodeada de campos y de un cercado, distingue varios caballos y se desvía a la izquierda, sale del asfalto y la pista de tierra se levanta a la sombra del pinar..., crac, crac...,vuelve a cambiar de marchas, engrana los piñones altos y pedalea suelto, con esa misma expresión de agobio, de preocupación que manifestaba bajo la olivera..., le asusta el camino que queda por delante.






Y siempre ha sido así, desde que era un niño, un adolescente o un joven..., un miedo profundo a los retos, a la competición, a los obstáculos naturales que la vida iba interponiendo en su camino..., esta solo en medio de la serranía, al otro lado de esas montañas azules que desde su infancia veía como la frontera del mundo conocido..., sigue pedaleando, vira a derechas, llanea unas decenas de metros y por delante ve como la pista deriva a derechas, como va ascendiendo, buscando las cimas, las alturas de la Calderona..., resopla y mira sus rodillas oscilantes, el giro del plato de 32 dientes con los eslabones pasando continuamente, uno tras otro, uno tras otro..., y recuerda una de las ultimas salidas del otoño con sus amigos “Los Osos”, pedaleaba sobre esa misma pista, pero con bastantes kilómetros mas en sus delgadas piernas, Fernando y Carrascosa le seguían y él se encontraba bien, movía las bielas con alegría y poco a poco les iba sacando metros..., pero no podía creerlo, estaba volando sobre la Calderona, sus cuadriceps alimentados con la dieta del cazador-recolector durante los dos últimos meses le estaban subiendo sin problemas. De vez en cuando miraba hacia atrás con disimulo y veía a sus amigos mas lejos..., entonces le asaltó el miedo. El no podía ir tan bien, no podía estar “crujiendo” de esa manera tan humillante a sus colegas, a esos que todos los años le repasaban a él con sus ligeras bicis de 4000 euros. Le entró el pánico y cambio al plato pequeño, imaginó que estaba a punto de sufrir una pájara y decenas de calambres, se imaginaba varado a un lado del camino y a sus perseguidores rebasándole entre risitas y cachondeo..., pero no pasó nada, rodó algunos metros con el “molinillo” y volvió a cambiar al plato mediano, volvió a mirar hacia atrás y no les vió, seguía ascendiendo, salvando las rampas de grava gris o los últimos repechos de tierra rojiza...,esa misma que se alarga ante él y que va salvando confundido ante sus propias limitaciones mentales, ante las barreras que él mismo levanta.

A su derecha se abre otra pista, es la Jabonera y trepa hacia los molinos de Gatova, vuelve la cabeza y mira hacia esas montañas, ve como la pista parece levantarse en una pendiente brutal, la ve serpentear, retorcerse entre el pinar hasta coronar..., pero el ciclista sigue a la izquierda, parece mas tranquilo, se encuentra bien, apenas si ha jadeado y sigue moviendo los pedales cuesta arriba, hacia las peculiares masas de abetos que rodean el refugio, ya distingue sus troncos y su ramaje en forma de pagoda oriental.






Sigue pedaleando y sonríe, alcanza la loma, la cima y cambia al plato grande, da unas pedaladas bajo la sombra de las coniferas y empieza bajar, se cruza con unos ciclistas, los primeros que ve en todo el día, va girando a izquierdas y ante su rueda delantera se abren tres caminos, al frente hacia la Font del Poll, el de arriba a la izquierda es el que ha tomado una hora antes para ir a la Morruda y el de la derecha es el mismo por el que ha subido..., se desvía hacia ese lado y vuelve a atravesar el charco, ese remanso de agua enfangada que lleva ahí todo el invierno..., los neumáticos se hunden hasta las llantas y sonríe imaginando la vida microcelular que se desarrollará en él, a los espíritus del bosque que habrán bebido de él, a las aves que habrán capturado mas de una gruesa lombriz atraída por la oportuna humedad, por esa laguna estacional que ocupa la pista forestal, que algunas veces ha visto congelada, con su agua resquebrajada en placas o liquida como ahora, expuesta a un sol que con sus rayos atraviesa su superficie y alcanza su poco profundo lecho. Destellan los pequeños granos de tierra, sus minerales removidos con el paso del ciclista..., en una sopa, en una crema, en un remanso líquido en el que hay vida..., casi como cuando surgió hace 3500 millones de años, en charcas, en humedales, en simples charcos como ese que ha dejado atrás y que lleva ahí casi toda la estación invernal, esa en la que la soledad se adueña de esos montes, el silencio, el letargo...

El ciclista levanta la barbilla, mira hacia los parajes que se van abriendo ante él, mira el valle que remontó a las primeras horas de la mañana y lo descubre hermoso, lleno de sol, algo turbio con los mismos brillos que desprenden las aciculas, con el vapor que poco a poco se eleva desde los hondos...,




Y vuelve a tener ese anhelo de contarle a todo el mundo lo que está viendo, lo que está viviendo, lo que está sintiendo..., cree que todo ese mundo siente y percibe como él..., pero poco a poco va comprendiendo que no es así, posiblemente solo él vea lo que está viendo..., y puede que demasiado deprisa, encima de una bicicleta que va cogiendo velocidad cuesta abajo...., presiona con sus dedos sobre la maneta, las zapatas tardan unos instantes en evacuar el agua del charco que moja la llanta y pierde algo de velocidad...,vuelve a mirar a esas masas de pino que cubren las laderas como una bulbosa alfombra y le regocija la idea de que en unos instantes pasará junto a ellas, por ese caminucho que trepa por el fondo del valle, o que desciende, como en esos momentos. Ve una superficie verde, como homogénea, como toda por igual, como inmóvil..., pero también sabe que no es así. Hace algo mas de una hora, cuando ascendía lentamente podía ver sus troncos, sus ramas, las piedras, las huellas de los jabalíes sobre la tierra mojada..., pero aún así, dejaba de ver mucho.

A veces piensa que incluso cuando corre a pie por los pinares que rodean el chalé de sus padres, no lo ve todo..., pero empezó a ver algo en julio del año pasado, cuando paseaba a Norton acompañado por su amiga Patricia..., recuerda esos momentos y vuelve a sonreír, a cada dos pasos su amiga se agachaba y rozaba con sus manos la pinocha, acariciaba delicadamente cualquier hierba o las recolectaba para clasificarlas. La identificaba, murmuraba sus propiedades..., las examinaba entre sus dedos y el ciclista se veía apartado, dejado de lado por un montón de pequeñas plantas, de pequeños brotes, de florecillas silvestres que nadie ve..., entonces tiene la certeza de que algún día dejará de hacer bici de montaña, posiblemente andará, acompañado por Norton y Mia en estas mismas montañas, pero aún así él seguirá en movimiento y la naturaleza quieta sobre sus tocones, afianzada a sus raíces. Ni aún así podría percibir sus sutiles ritmos, debería de parar, debería sentarse y observar, quedarse quieto..., solo así podría percibir el movimiento y la pausa, la calma y el ritmo de la serranía, de ese entorno que suele mirar con avidez porque sabe que lo dejará atrás y que volverá a la ciudad, seguirá siendo humano y no un animal...,eso es algo que a veces repite mentalmente, en su intimidad....,se dice a mismo como un demencial mantra...,”dejar de ser humano, ser un animal...”, pero él sabe lo que quiere decir, lo que quiere expresar...,desear ser un animal para poder percibir la montaña como ellos, para estar un poco mas cerca de ese estado ancestral y primigenio..., instantes antes de la creación, de la aparición de ese neocortex que nos hizo humanos...,vuelve a frenar y desvía su mirada hacia los surcos y roderas que erosionan la cerrada curva..., le recorre un escalofrío..., hace unos años se cayó en esa misma curva...,titubea, hunde la rueda delantera en una de la grietas, balancea el cuerpo y sale hábilmente, traza el giro y sigue descendiendo, vuelve a frenar, a tomar otra curva a derechas, las suspensiones se vuelven a contraer y a expandir..., la pista forestal parece bailar ante sus ojos, pero realmente son ellos, sus ojos los que bailotean en sus orbitas con los rebotes de la bicicleta..., pero siguen viendo y descubren el pedregal de rodeno que surge por delante, el mismo que remontaba inclinado sobre el manillar y jadeando..., pero ahora es al revés, retrasa el cuerpo un poco por detrás del sillín, posa los índices sobre las manetas y llega la primera piedra, el primer impacto de los cientos que se van sucediendo, sacudidas, vibraciones y torsiones que recorren todo el chasis de aluminio, pequeñas ondas de choques que recorren los tejidos orgánicos del ciclista, sus músculos, sus cartílagos..., y sigue bajando, descendiendo por la estrecha pista que parece perderse bajo las laderas, por debajo de las cumbres que cada vez se elevan mas, que crecen a medida que pierde altitud.

Deja atrás unas casitas, atraviesa unos bancos de arenisca y cambia al plato mediano, remonta un par de rampas y vuelve a notar las piernas algo agarrotadas..., el descenso largo las ha relajado demasiado pero vuelven a hacer girar las bielas, alcanza la parte alta de los repechos y vuelve a dejarse caer, girando a derechas y dejándose a la izquierda el desvío hacia la Font del Berro. La misma pista rota y pedregosa que remontó al empezar, se desploma ahora hacia la lechada de hormigón que cubre el fondo del vado..., lo atraviesa y percibe el frescor en la umbría de la Gota, a su derecha ve fugazmente las charcas que permanecen húmedas casi todo el año y a su izquierda las paredes de roca cubiertas completamente por la vegetación, por pinos colgados en los pequeños balcones, del rodeno oscurecido por los líquenes, por esa humedad que llena de un verdor vivaz el estrecho cañón.

Deja atrás la Font de la Gota y encara un tramo recto en el que el sol se cuela, como curioso, como asomándose a ese mundo de sombras, de frescor..., mira por delante y descubre a otro ciclista, pedalea haciendo eses, en su espalda abulta una mochila y de su mano derecha pende una bolsa de plástico por la que asoman varios panes. Un perro le sigue y el ciclista parece gritarle, amenazarle. Una barba blanca rodea su mentón..., le ve echar pie a tierra y volver a levantar una de sus manos hacia el perro.

- ¡Que te vayas, coño...,que no te doy mas comida, hombre...¡

El ciclista reconoce esa, voz, la barba canosa y la suspensión delantera mono brazo de la Cannondale.

- ¡Enrique...¡, que casualidad, nos volvemos a encontrar... -saluda parando

- Hombre, Pedro.

Enrique Gardó sonríe, desmonta y deja la bolsa de los panes en la tierra, tiende su mano hacia el ciclista y vuelve a sonreír.

-Aquí me tienes echando la bronca al pesado este -se queja señalando al perro. Un mezcla de pastor alemán con algún pariente lejano de Rotweiler, pero dócil y sumiso. No aparta su mirada de Enrique y aguanta su bronca sin inmutarse. Se sienta sobre los cuartos traseros y recibe dos manotazos en el recio lomo negro.

- Nada, míralo, amor incondicional hacia mi..., le acabo de dejar casi un kilo de carne, se lo ha zampado y le ha dado tiempo a seguirme hasta cogerme y ahora llevo ahí mas comida para otros bichos y el cabrito este viene detrás y se la come..., se llama Chiki.

Y Chiki se levanta y apoya sus patas delanteras sobre el culotte negro, sus almohadillas quedan impresas y Enrique vuelve a protestar.

-Me cago en la leche, que te vayas hombre, que te vayas a casa..., nada, no hay manera..., ah Pedro, quería hablar contigo, tengo un amigo que está muy vinculado con el tema medio ambiental y también es un enamorado de esta sierra, está en contra de los PAIs y esta escribiendo un libro sobre la sierra..., pero de todo en general, botánica, fauna, ocupaciones humanas...,y pecando de atrevido le he dado tu telefono, se llama Pepe Sáez y le he dicho que has escrito dos libros y que te conoces todos los rincones de la Calderona..., ¡coño Chiki, que me dejes...¡ -protesta Enrique Gardó tratando de limpiarse las huellas del perro sobre sus pantalones de lycra negros.

El ciclista sonríe halagado y mueve la cabeza, mira hacia la pista forestal, apartando la mirada, como avergonzado.

- Buenooo..., si que me has vendido caro, Enrique... ¿y como se te ocurre decirle que he escrito dos libros...?, luego, si nos conocemos se llevará un “chafón”... y eso de que conozco todos los rincones... ¿sabes...?, no se que me pasa pero cada vez hago las rutas mas cortas y siempre las mismas..., bueno hoy me he alargado hasta la olivera Morruda en un alarde de valentía.

Las sonrisa de Enrique desaparece entre su barba blanca y arruga la frente.

- ¿Qué no es verdad que has escrito dos libros...?

- Hombre, verdad es, desde luego..., aunque reposan olvidados y como bajo tierra.

- Yo le he dado tu telefono porque creo que tu opinión le va a servir para el suyo, tu tienes una visión muy personal de todo esto..., mira y ya hemos quedado para este martes, le voy a llevar a las ruinas donde vivió Esteban “el maño”..., ¿no te suena...?.

El ciclista niega con la cabeza.

- Pues fue un personaje -continua Enrique- ¡coño Chiki, déjame ya, ostia...¡, lo que te decía, que estuvo viviendo muchos años aquí en la sierra, era un enamorado de ella y de la soledad. Tenia una casita allí arriba -y señala hacia el valle que el ciclista acaba de bajar- cuando llegas a Tristan y tiras a la derecha, hacia la Masia del Coronel.

- Coño, hoy he bajado por ahí.

- Pues tenía una casita, muy sencilla, humilde y casi vivía del trueque, explotaba de vez en cuando una pequeña cantera de piedra, que vendía a algún pequeño constructor que subía desde Serra o Náquera, tenía algunos perros y una escopeta, de vez en cuando cazaba un jabalí y tenia para comer durante unas semanas. Yo solía visitarle, me echaba en la mochila alguna bolsa de azúcar, café, aceite..., y se lo daba a cambio de charlar con él, de estar ahí acompañándole un rato...,era una persona esplendida, pero se rompió una pierna allí arriba y la familia aprovechó para llevárselo a Serra. Mientras se curaba hicieron algunas gestiones y le consiguieron un sencillo puesto de trabajó como basurero..., empezó a trabajar y unos cuarenta días después falleció.

- Joder..., imagino que de tristeza... ¿quién puede sobrevivir a eso...?,a que te saquen de aquí a cambio de un estribo en el que sujetarte en la parte de atrás del camión de la basura.... -murmura el ciclista observando la pista forestal, el pinar que les rodea, las montañas que les envuelven..., sintiendo la calma y el silencio que les acompaña en la charla, percibiendo en su piel el calor de un sol que ya se eleva por encima de las cimas, de los perfiles viejos y desgastados de la Sierra Calderona..., un relieve verduzco, a la vista del águila que planea por encima de ellas y de homo, los ve allí abajo, con solo ladear su cabeza emplumada, los ve en medio de un mar de líneas, de sombras y de luces, de grietas, de barrancos, de bosques..., y mas allá, en los limites de sus vuelos, el auténtico mar, una inmensidad azulada que destella y que sobrevuela cuando migra desde África hacia la Sierra Calderona, como cientos de aves, como miles, que se mueven de un extremo a otro de la Tierra en busca de comida, de calor, de compañera, de compañero..., durante millares de kilómetros, a lo largo de épicas rutas que aprendieron de una sola vez, de un solo vuelo..., naturaleza viva, extraordinaria, fascinante, ancestral, primigenia.




















































































































































































































































































































































































































































































































































































































































3 comentarios:

María de Herem dijo...

Te seguí desde el blog de Punset. Me gustó lo que dijiste. Me gustó lo que encontré aquí. Saludos .~)

Pedro Bonache dijo...

Me alegra mucho lo que me dices, Maria de Herem, de hecho creía que este comentario sería de algun amigo o amiga, echandome la bronca por lo largo de este post..., pero va y me encuentro con tus agradables palabras.
Espero que vengas mas veces, de todas formas nos seguiremos viendo por el blog de nuestro amigo Punset,¿no...?
Un saludo, Maria.

Noe SLopes dijo...

Eiiii compi, que pasa? Mas de dos meses sin escribir nada!
Como va todo? Espero que todo esté bien y esa pausa solo sea un "ataque de oso" y dentro en poco vuelvas a escribirnos.

Un abrazo.