Si rozaba los cristales dobles de los enormes ventanales podía llegar a percibir la vibración que llegaba desde las grandes avenidas de la capital, si entreabría los vidrios ascendía el rumor intenso del tráfico y penetraba el aire espeso y caliente, cargado de humos, de vapores, de gases…, los alientos de una ciudad inmensa que para Alberto se había convertido en una especie de ente vivo al que alimentaba con las campañas publicitarias que él diseñaba.
Si se asomaba a esos ventanales dejaba volar la creatividad y casi era capaz de volar y entrar en cada uno de esos edificios, casi era capaz de espiar a sus habitantes, de escucharlos, de entrever sus necesidades y de intuir que nuevas necesidades podía desarrollar para ellos. Casi podía despertarlos del letargo, del aburrimiento…, con un anuncio en televisión, con una cuña en la radio, con una valla publicitaria, con mensajes y campañas el universo paralelo de Internet…, y lograba despertarlos, así hasta que el consumo descendía apenas unos puntos y sus clientes exigían una nueva andanada de estímulos.
Se fijó en las enormes nubes que crecían por encima de las azoteas, por encima de las torres de comunicaciones, por encima de las torres de negocios y le dio la sensación de que a esas enormes masas de vapor jamás podría venderles nada, las vió tan libres como condenadas a desaparecer después de la tormenta, las vio tan independientes que ni siquiera eran las mismas tras cada parpadeo. Crecían sobre Madrid ajenas a todo y aliadas con el calor del verano.
La visión permaneció ahí, la ciudad como un matraz, sus habitantes como carnaza anónima sometida a la experimentación y a la manipulación de unos pocos. Y al otro lado del cristal, el vencejo cruzó con un batir de alas nervioso, de alas estrechas y recurvadas como pequeñas guadañas negras, comenzó a descender hacia los arces que crecían en los jardines de la avenida, su silueta se perdió entre el gris del asfalto, entre el verde del follaje, entre los colores de los automóviles, entre el paso de las motos…, y alguien golpeó con los nudillos la puerta de cristal traslucido.
- Pase Carmina.
Una mano con algunas arrugas entreabrió la puerta y se asomó una mujer algo mayor, quizás demasiado mayor para ser la secretaria de uno de los ejecutivos de la agencia. Carmina era pausada y metódica, eficaz y sabia del comportamiento humano, de los mayores y de los jóvenes, de los niños y de los ancianos.
- Me avisan de que hay un señor en recepción que pregunta por usted, dice que desea trasmitirle el pésame por la muerte de su padre, se llama… -consultó una pequeña libreta y volvió a mirarle- Paul Renart.
El encuentro.
La visión fue surgiendo mientras las puertas del ascensor se abrían silenciosamente, deslizándose sobre sus guías mientras el humano permanecía en pié esperando a que la maquina lo bajara de su altar a diez pisos por encima de la urbe, se sintió ridículo…, y supo instantáneamente que quien le esperaba era ese hombre que permanecía en pie sujetando un casco integral, vestido con ropas en tonos ocres y marrones y mas alto y mas delgado que él.
Y aquel mismo hombre le había visto salir del ascensor y sonreía, incluso comenzó a caminar hacia su encuentro. Alberto fue reconociendo esos rasgos que los años habían desdibujado, que la intemperie de la meseta parecía haber resecado. El pelo muy corto y duro, como el de aquellos perros flacos, la tez bronceada, las facciones angulosas, los labios muy finos, la barbilla alargada, la nariz recta y aquella mirada sincera, pura y aquellos ojos que pese al paso de esos mismos años permanecían tan vivos como los de aquel Niño Cazador.
Alberto lanzó su mano hacia él, percibió el apretón enérgico, cálido y apretó los labios, apretó la mandíbula y sintió una opresión en la garganta, la misma que le había torturado durante los días siguientes a la muerte de su padre, sintió un escalofrío y respiró profundamente. Cerró los ojos sin soltar aquella mano y los vió correr, recordó el sonido de sus patas golpeando los páramos, la silueta encogida y alargada, aquellas zancadas como relámpagos y aquellos ojos oscuros de los galgos a la carrera.
- Hace muchos años –dijo Paul.
Alberto abrió los ojos y lentamente fue liberando la mano.
- Tantos que los había olvidado.
- Yo no pude olvidar ese verano, fuiste el único amigo que tuve en el pueblo y pensé que volverías al verano siguiente…, pero bueno, me quedé con ellos…, con los perros flacos como les llamabas al principio de llegar.
- Los acabo de ver.
- Lo se…, sigo con ellos ¿sabes…?, bueno, el caso es que me enteré del fallecimiento algo tarde, pero en aquellos días tampoco podía desplazarme y como esta semana tenía que venir a Madrid pues me decidí a pasar.
- No puedo creer que aún te acordases de mi padre –confesó Alberto.
- En el pueblo se sintió mucho, todos se acordaban de cómo era y de cómo les ayudó cuando los robos de galgos, a cambio de nada.
- Eso me lo tienes que contar…, por favor acompáñame a mi despacho.
Alberto se encaminó hacia las escaleras y Paul volvió a sonreír.
- He leído en el directorio que tu despacho está en el décimo ¿no..?.
- Ah bueno…, no se, la verdad es que no tienes aspecto de usar ascensores…, bueno, perdona es que estoy un poco…
- Tranquilo, vamos en el ascensor que de vez en cuando viene bien que alguien te eche una mano.
- Dios, creo que hace años que no subo unas escaleras.
- No será para tanto.
El ascensor comenzó a elevarse sin ruidos, sin crujidos, evitando la fuerza de la gravedad.
- Hace tiempo que vivo ajeno a lo natural y rodeado de tecnología… -murmuró Alberto- me he dado cuenta después de la muerte de mi padre, bueno realmente antes, cuando empezó la enfermedad y mi madre empezó con lo de las tormentas de recuerdos.
La cabina se detuvo muy poco a poco, con delicadeza, se abrieron las puertas y recorrieron los pasillos hasta llegar al despacho de Alberto.
- Carmina, que no nos moleste nadie por favor.
La secretaria sonrió y echó una mirada a ese desconocido que caminaba sin hacer ruido sobre las brillantes losetas grises, que miraba a su alrededor moviendo sutilmente las pupilas y que dejó un rastro, un olor peculiar cuando pasó junto a ella.
Alberto se hizo a un lado y Paul caminó hasta los ventanales, también observó los cúmulos que crecían por encima de artificial horizontes de hormigón y siguió con la mirada el vuelo rápido de un pequeño bando de vencejos. Sonrió y los vió ascender hasta perderlos de vista.
- Y este es mi despacho…, desde aquí me parece que soy el dueño de Madrid…, o por lo menos eso me lo parecía hace unas semanas.
- Es normal que pienses así, yo he pasado muchas horas subido en los picos o en los lomazos mirando a mi alrededor y sintiéndome muy bien.
- Si…, ¿ pero alguna vez te has sentido dueño de todo eso que veías…? –inquirió Alberto, acercando al ventanal dos butacas anatómicas deslizantes- aquí sentado y mirando el pulso de Madrid he parido muchas de mis ideas pensando que tenía derecho sobre toda esa gente, derecho a pensar por ellos y a decidir que era lo mejor para sus vidas.
- Estas vistas son muy distintas a lo que yo suelo ver…, desde luego nunca me he sentido dueño de nada pero si que he visto a caciques locales, a gente de dinero sentarse en los porches de sus fincas y contemplar la tierra complacidos, ver sus dominios hasta el ultimo horizonte…, y ellos si que eran dueños de todo lo que podían abarcar con la vista.
Alberto se volvió hacia él.
- Bueno…, imagino que cuando has dicho que seguías con ellos te referías a los galgos, ¿no?, es que me han venido a la mente de golpe, y… la pregunta del millón…, ¿a que te dedicas…?.
Paul sonrió y se sentó lentamente, flexionando las piernas y sin sujetarse en los apoyabrazos, Alberto le imitó dejándose caer y continuó observándole.
- Pues después de ver a tu padre solucionando el problema de los robos decidí hacerme guardia civil, después conseguí entrar en el Seprona y andar todo el tiempo por el campo y las montañas encima de mi moto, con los años logré el traslado a la meseta, a cincuenta kilómetros del pueblo, pensando que todo sería mas fácil pero resulto que volví a encontrarme con los mismos problemas, gente con dinero que estaba por encima de la Ley, denuncias que nunca llegaban a cursarse y mas de una amenaza, llegar a acojonarme entre cuatro gorilas del este hartos de liquidar a gente allí en la vieja Europa y que aquí se sentían como psicópatas en un parvulario.
Los chillidos agudos fueron capaces de atravesar los gruesos vidrios con cámara de vacío y el bando de vencejos volvió a cruzar como flechas negras ante ellos…, Alberto vió como Paul volvió a sonreír sutilmente y a mover los dedos de su mano derecha, un gesto leve y comedido.
- Ahora soy guarda de algunas tierras, la gente del pueblo me conoce y me han dado su confianza, también sigo con la labor de mi madre, recojo los galgos que me encuentro abandonados y los que la gente ya no quiere…, sigo pasando todo el tiempo en el campo, encima de la trail o caminando con la manada hasta que me vence el sueño…, es una pasada Alberto, pero todo sueño tiene su despertar.
- ¿A que te refieres…?.
- No se si sabrás que el pueblo tiene un término muy amplio, antes se cultivaba mucho pero poco a poco las tierras se han ido abandonando, también se ha ido despoblando…, ahora si que ya no hay niños por allí, aunque algunos me siguen llamando Niño Cazador.
Paul sonrió y movió la cabeza.
- Tengo una foto que te hizo mi madre, estas rodeados de tus perros flacos…, y como bien has recordado yo los llamaba así, no sabia que eran galgos –confesó Alberto.
- Algunos de los que tengo aún son de aquel linaje…, un linaje mítico –murmuró Paul.
- Recordé hace poco que la primera vez que oí esa palabra fue aquel verano…, ¿y que ha ocurrido para que despiertes de ese sueño…?.
- Aún no ha ocurrido realmente…, el alcalde es un vendido y ha ofrecido el pueblo para instalar una planta de tratamiento de residuos, un enorme vertedero por llamarlo por su nombre y no me parece justo…, el pueblo es un paraíso a su manera, el río Viejo sigue llevando agua, los chopos siguen dando sombra en verano y las noches son tranquilas, los ancianos pasean tranquilos y el ritmo de la vida aún es natural. El pueblo nunca ha pedido nada a nadie y durante muchos años las administraciones se olvidaron de él…, pero allí siguió la vida sin hacer daño a nadie…, y lo he visto tantas veces, eliges un lugar tranquilo para vivir y tarde o temprano alguien te lo quiere arrebatar de una manera o de otra, a veces el mismo estado con sus expropiaciones, otras los promotores urbanísticos…, y siempre ganan ellos, pero esta vez he decidido no recular.
- Ese tipo de instalaciones siempre supone dinero para el municipio, puestos de trabajo, un futuro para el pueblo…, ¿no…?. –sugirió Alberto.
Paul cabeceo y su mirada se fue hacia los cúmulos que poco a poco se iban expandiendo, perdiendo grosor y deshaciéndose en una lejana llovizna, en un difuminado de nubes murientes que se confundía con los gases y humos recalentados de la urbe, de Madrid. Volvió a sentir lo mismo que tantas otras veces en sus días de campo, la contemplación de las tormentas, de la lluvia, de las nevadas, de las nubes como encalladas entre las montañas…, y sintió como esos cúmulos morían después de elevarse amenazantes y envalentonados.
- Es curioso… -susurró siguiendo con los ojos una nueva pasada de los vencejos- eso mismo dicen ellos, pero lo curioso es que esa planta estaba destinada a otros terrenos, bastante cerca de Madrid, de hecho debía de gestionar parte de las basuras de aquí pero alguien presionó para cambiar el lugar…, no se quien ni porque, alguien con peso y poder, por eso estoy aquí, estoy haciendo algunas averiguaciones sobre la titularidad de los terrenos en el pueblo y creo que podré pararlos. Si algún verano te decides a volver por allí puede que vuelvas a recordar lo bien que lo pasamos y la magia de aquel lugar, la magia de su simpleza…, no se, recordarías la noche en la Charquilla, la noche de las estrellas fugaces junto al dolmen, cuando se nos cruzó el matacan o cuando visitamos al hombre de tierra, cuando bailamos con los rayos y todas aquellas travesuras.
- He recordado la noche en que te vi con los galgos, realmente era mi primera noche y estaba bastante enfadado…, el pueblo parecía un lugar muerto comparado con la playa…, pero me sigue torturando el hecho de haberme olvidado de aquel verano…, pero ahora que has comentado todos esos recuerdos…, parece que voy rescatando esos días.
- Me alegro…, Alberto, tengo que volver al pueblo, cada día que paso en la ciudad envejezco un año.
- Pues entonces yo ya debo de ser un anciano comparado contigo…, antes de marcharte me dejarás tu número de teléfono y tu correo ¿no…?, no quiero que ahora que nos hemos vuelto a ver volvamos a estar otros treinta y cinco años sin saber nada el uno del otro.
- Son muchos años.
- Suficientes para olvidar que uno fue niño una vez.
- A veces pienso que podemos seguir viviendo porque aún queda algo en nosotros, ya de mayores, de la ingenuidad del niño perdido, algo de la imaginación, algo de esas ganas de vivir, de reír y de jugar.
Alberto sonrió y volvió a fijarse en la forma en que Paul se levantaba de la silla, sin apoyarse en los reposabrazos, tensando sus piernas armoniosamente. Salieron del despacho y Alberto señalo con la barbilla las escaleras.
- Creo que es el momento de empezar a hacer ejercicio.
Comenzaron a bajar las escaleras, a flexionar las rodillas, a enderezarlas…, y a Alberto le dio la sensación de estar en otro edificio, de andar explorando rincones misteriosos, de ser un rebelde, se sorprendió del silencio entre piso y piso, se regocijó con las miradas sorprendidas de algunos ejecutivos que esperaban los ascensores mansamente y volvió a estrechar la mano de Paul cuando montó sobre su trail, hasta ese momento Alberto no sabia lo que era una trail y ahora la tenía ante sus ojos, era una moto que igual podía rodar por asfalto que por tierra, que podía callejear, lanzarse por una autovía o serpentear por un sendero…, así se lo había explicado Paul.
Le vio calarse el casco integral y sintió la bocanada caliente de los escapes gemelos de la BMW cuando arrancó, Paul se recolocó la pequeña mochila de piel sobre la espalda y bajó de la acera, giró la cabeza y se despidió con la mano, después aceleró y una marea de coches le envolvió entre sus carrocerías y sus gases, entre sus humos y su rodadura, entre el sonido de sus motores…., pero aún así aún pudo oír el agudo chillido de las guadañas voladoras.
Levantó la cabeza y los vio descender desde las alturas de su edificio, picaron sobre el y volaron sobre el trafico hacia el mismo lugar por el que había desaparecido la trail.
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