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La extinción de la vida, de los recuerdos.
- Tu padre me lo dijo una de esas madrugadas en las que desayunábamos en el balcón del apartamento, sabes que el siempre se despertaba pronto… -y su madre dejó pasar unos instantes, unos segundos recordando aquellos últimos años de lucidez, cuando compraron un apartamento en la playa, sencillo, pequeño y barato, pero con vistas al mar, al gran azul que con los años cautivaría la mirada de su padre hasta que se perdió como en esa inmensidad que durante el día era azul y que por la noche se fundía con el firmamento-…, que le gustaba mas el mar que los llanos de la meseta y que le encantaría esparcir en él sus cenizas en él cuando muriese, decía que allí estaba la vida y que de allí salió la vida, entonces daba un sorbo al tazón de café y decía que si con la cabeza, decía que lo había visto en uno de esos documentales que daban por la tele, después se bajaba a pescar con sus nuevos amigos y así, poco a poco, se olvidó de que fue guardia civil, incluso llegó a pasear sin camisa por el barrio, con lo mirado que era él.
Un hombre de tierra adentro que terminó junto al mar…, pensó Alberto y que llegó a conocerlo un poco, recordó una de aquellas primeras tardes en el hospital, cuando el Alzheimer parecía dormirse y mientras se recuperaba de la rotura de cadera tras una caída, después de andar desorientado durante varias horas. Su padre miraba con interés hacia la ventana, en un momento dado una formación en v de aves surgió volando como a cámara lenta.
- Ya vuelven… -murmuraría su padre- el mundo está mal, ahora las gaviotas comen en los vertederos de basura, a kilómetros tierra dentro y por la tarde regresan a dormir a los astilleros…, así todos los días…, me gusta verlas, van y vienen…
Y la quilla del yate había cortado esas mismas aguas, aún calmas y mansas en la madrugada impregnada con el salitre y la humedad marina. Habían visto amanecer navegando hacia un lugar en el mediterráneo en el que esparcir las cenizas de su padre. Alberto había contemplado a su madre, vestida de negro, sujeta a la barandilla de la embarcación y mirando hacia ese horizonte que poco a poco se iluminaba. Alejandra, su mujer se había sujetado a él y sus dos hijas, Elena y Lucia habían arropado a la abuela hasta que los motores dejaron de sonar y el barco fue navegando silenciosamente hasta quedar al pairo, en silencio, esperando a que la pequeña urna biodegradable con forma de ánfora fenicia se hundiese lentamente.
Vio llorar a su madre, vio llorar a sus hijas, sintió a Alejandra más dulce y cariñosa que nunca. Miró hacia esas aguas que poco a poco se iban volviendo azules y no pudo creer que todo había terminado ya, que todo hubiese terminado así. Solo quedaban los recuerdos de quienes podían recordar…, su padre perdió hasta esa capacidad, perdió su identidad, perdió sus recuerdos, perdió su vida, la realidad del entorno, la capacidad de comunicarse, de reír y de sentir.
Solo somos mente, solo somos neuronas…, llegaría a pensar Alberto durante aquellos meses. El mundo, los sentimientos, las sensaciones, la percepción, la noción del yo…, todo estaba en ellas, en las neuronas. Todo surgía en esa bóveda craneal a oscuras, como mimada y acunada en la oscuridad del refugio de hueso, como una abeja reina, como una hormiga reina a la que alimentan sus súbditos. Todos los sentidos, la vista, el tacto, el olfato enviando sus señales a él, al cerebro, a ellas, a las neuronas, el resto eran fibras, músculos, tendones, huesos, tejidos, sangre, humores…, un prodigio biológico pero muy distante de ellas, de las neuronas y sus redes de conexiones, del cerebro y su neocortex, de los restos de esos anteriores cerebros que conservábamos ahí, del cerebro reptiliano, del cerebro de las aves y de los paleomamíferos…, el pasado evolutivo estaba ahí, en esa oscuridad del cráneo.
Lentamente fue viendo la línea de la costa cada vez más próxima hasta que el vaivén marino desapareció al desembarcar y pisar de nuevo en tierra firme, regresó, el bullicio, el tráfico, el deambular de los turistas por los paseos marítimos. Escuchó las risas, la música que sonaba en las terrazas y unos días después ya vió a sus hijas sonreír ante la pantalla de sus ordenadores, sintió a su mujer como en los últimos años, mas preocupada por las hijas y su trabajo que por él mismo…, pero eso no se lo podía recriminar en esos momentos, Alberto comenzaba a percibir la vida, el día a día de una forma distinta, aún estaba confundido desde la muerte de su padre y desde el descubrimiento de su infancia olvidaba, desde el recuerdo de aquel verano de los perros flacos…, pero quedaba muy distante y ni siquiera a su madre le apetecía contarle mas cosas, era como si esas continuas tormentas de recuerdos que ensayó junto a su padre la hubiesen extenuado hasta dejarla sin fuerzas para volver a narrar las vidas de otros, aunque fuese la de su propio hijo, pero aún así solía sonreír y decía.
- No te preocupes que yo me acuerdo de casi todo…, tu me lo contabas todos los días cuando volvías a casa, ese verano con tu amigo Paul y sus galgos lo viviste tu, Alberto.
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