La tarde, el paseo, el silencio del campo.
La merienda era un bocadillo de jamón y queso, recordó el sabor intenso, el olor, el sabor del pan, la mirada satisfecha de la abuela mientras ella sumergía una pasta en un enorme tazón de café con leche.
- Ay, se me olvidaba –murmuró la abuela, fue a la cocina y regresó con una botella de Pepsi-cola, la dejo frente a él y sonrió.
Alberto se quedó mirando a la botella, masticando y formando la primera sonrisa allí en el pueblo, en ese verano lejos del mar y de sus amigos, de las meriendas compradas en los supermercados, de las correrías sobre la arena ardiente de la cama, de las miradas furtivas a los bikinis, a la piel enrojecida, a los cuerpos de las mujeres que yacían sobre sus toallas, al contacto con sus amigas cuando se bañaban en el mar..., todo era tan distinto, incluso el calor, allí en el pueblo era mas intenso que en la orilla del mar, le resecaba la garganta pero se sorprendía de no haberse levantado empapado en sudor de la siesta.
Aquella primera tarde se pasó deprisa, se entregó al paso de las horas acompañando a sus padres a darse una vuelta por el pueblo, les vió saludando a casi todos con los que se cruzaban o entrando en las casas dando voces. No llamaban al timbre como en Madrid o como en la playa, entraban en aquellas casas como de piedra, tirando de un cordel o girando la llave y en todas ellas habitaban ancianos y ancianas y aunque cada una de aquellas viviendas tenía un olor distinto todas estaban envueltas por un aire tranquilo y pausado.
Recordó que cenó en una de aquellas casas, recordó las charlas de los adultos y después la noche.
Levantó los ojos y se sorprendió ante un cielo estrellado y más oscuro que ese que veía allí en la costa. Apenas si habían farolas en las callejuelas del pueblo, tampoco habían viviendas iluminadas, tampoco las aceras repletas de coches ni ese ruido sordo y denso de los bares y discotecas.
Siguió caminando de la mano de su madre, sintiendo algunos escalofríos y algo de miedo en medio de aquella oscuridad, de aquella calma, de aquella ausencia de luz y sonidos. Hasta que reconoció la voz de su abuelo surgiendo de una silueta oscura que se movía por el camino, aún fue capaz de reconocer las voces de algunas de esas personas que habían visitado por la tarde, charlaban sin levantar la voz, como sin querer molestar a alguien, a esas mismas tierras, a los llanos y a las lomas que les rodeaban casi tan negras como ese cielo estrellado.
Le dió la sensación de que todos los del pueblo estaban allí, paseando junto a los campos, charlando sin poder verse las caras bajo la tenue luz de unas estrellas que destellaban mucho mas que las de Altea durante la noche, aunque allí nunca veía las estrellas, sus ojos iban de mesa en mesa de las terrazas, cuando cenaban fuera del apartamento, buscando a alguna de sus amigas, habia tanto que mirar…, pero allí en el pueblo todo era distinto, todo era mas lento y silencioso, sin embargo se sintió algo cansado.
Se dejó caer en esa cama que crujía, se giró y vió un pedazo de noche por la ventana del altillo, vió de nuevo esas estrellas y escuchó el canto de un ave, era como un pitido que se repetía cada pocos segundos. Aún tubo fuerzas para asomarse al ventanuco, sintió el aliento frío de la noche rozar sus mejillas y miró hacia donde escuchó de nuevo esa llamada, pero algo se movió en la callejuela en penumbra, estrecha y en la que apenas si cabían dos personas cogidas de la mano.
- Es una lechuza
Reconoció la voz de un niño, como un ser misterioso que recorría la calleja envuelto en siluetas oscuras y estrechas que parecían flotar a su alrededor.
- ¿Cómo lo sabes…? –voceó Alberto y sintió un escalofrío cuando la débil luz de la pequeña farola incidió en las pupilas de los espectros, las cabezas se volvieron hacia el ventanuco y la silenciosa rehala de lebreles incendió sus ojos hacia él.
Retrocedió asustado pero aún pudo oír la respuesta.
- La conozco.
Se asomó de nuevo pero ya no vió nada, tan solo la calleja desierta, en calma, serena, entre penumbras…, no podía creer que no hubiese nadie por la calle en una noche de verano, también le extrañaba la ausencia de ruido, de ese sonido sordo y denso, rítmico de las discotecas que no dormían nunca, salvo al medio día, allí en la orilla del mar.
En el pueblo todo eran tan distinto…, incluso se despertó muy pronto en medio de esos chillidos agudos que aparecían y desaparecían
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