Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

viernes, 14 de octubre de 2011

Ultima entrega de "El VERANO DE LOS PERROS FLACOS"

Bueno, realmente no es la última entrega, pero creo que será mejor seguir escribiendo ya en la intimidad hasta terminarla. Creo que ya he sobrepasado el ecuador del relato y cada vez me veo mas cerca de terminarlo, de haber conseguido dar vida a los personajes y a los galgos, a los vencejos y a la liebres..., en fin, de haber dado rienda suelta a mi imaginación.

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El galgo blanco.

Alberto asomó la cabeza por la ventanilla del BMW y vio a Alejandra y a Elena despidiéndole desde la terraza, él también sonrió, saludó con la mano y subió el cristal, puso primera y aceleró con suavidad, cambió a segunda y lentamente recorrió la calle de la urbanización hasta parar en un cruce. Miró al frente, después a la derecha, a la izquierda y vio llegar a un corredor, lo reconoció de semanas anteriores, vestía un pantalón corto negro, una camiseta blanca y una gorra roja. Pasó frente a él con un trote lento y pesado, subió a la acera y continuó pegado a los espesos setos que tupían las vallas de los chalets, de los unifamiliares, de los complejos de apartamentos.

Desapareció de su campo de visión y durante unos instantes permaneció parado escuchando el amortiguado ralentí del motor, observando el cruce y mirando al frente, a la derecha y a la izquierda hasta que movió su mano y toco uno de los pequeños botones de la radio integrada en el manillar. La voz de un locutor comenzó a oírse en el habitáculo. Alberto sonrió y activó el navegador, la pantalla se iluminó y seleccionó la ruta “OFICINA”, una línea azul giró a la izquierda y una voz anunció el giro, puso primera, giró hacia ese lado y sonrió.

La flecha virtual fue deslizándose sobre el asfalto, guiando a la berlina blanca que aceleraba por el carril de incorporación hasta rodar entre decenas de coches y camiones que circunvalaban Madrid, a la urbe que poco a poco se iba perfilando envuelta ya en la calima, envuelta en una bruma, en una franja que cortaba el azul de un cielo que poco a poco se iba iluminando, decolorado con la luz de un sol que emergía solitario y ardiente, luminoso, que apartaba la noche y que descubría el hábitat artificial de homo ante los ojos de Alberto, ante el vuelo rápido de los bandos de vencejos que nadie veía.

Lanzaban sus agudos trinos y batían sus alas o planeaban como flotando o trazando círculos, descendiendo desde las alturas y volando sobre los viejos barrios de la ciudad, entre los bosques de antenas de televisión que surgían sobre las azoteas y buscando a sus polluelos entre las grietas o bajo las tejas de los edificios antiguos. Vivían en el aire, por encima de la tierra y de esas azoteas, por encima de los áticos y envueltos en la calma de las alturas, sintiendo el eterno zumbido del viento contra sus cuerpos menudos y afilados. Permaneciendo eternamente en ese espacio casi sin límites, el vuelo continuo muy por encima de homo o el vuelo rápido y acrobático entre las fachadas de los edificios, entre los aleros, entre los balcones, por encima del espeso follaje de los arces que aportaban un aire fresco, un respiro natural a la avenida saturada por el tráfico y repleta de luces rojas y verdes, de sonidos y de gases.

Alberto paró en el semáforo, miró la pantalla del navegador y lo apagó. Volvió la vista al paso de cebra y observó el paso lento de una anciana, las zancadas de un joven que movía la cabeza al ritmo de sus auriculares y con los vaqueros arrugados cayendo muy por debajo de la cintura, el caminar decidido de un hombre trajeado que hablaba por un teléfono móvil, a una madre que cruzaba rápido tirando de la mano a su hijo pequeño, un perro blanco que movía sus largas patas con un ritmo pausado, como si las rayas del asfalto fuesen un escenario en el que mostrar la musculatura apretada y tensa contra una osamenta que marcaba su piel desde dentro, insinuando las costillas que envolvían el amplio pecho y que se estrechaba hasta un estómago encogido, pequeño, casi comprimido en una cintura de la que partían unos cuartos traseros abombados y poderosos. La cabeza alargada, enjuta, fina, delicada y las orejas enroscadas contra el cráneo…, el galgo se quedó quieto, giró la cabeza y sus ojos azules le miraron.

Se quitó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y salió del coche. El galgo le vio llegar y reculó tensando la correa y estirando su cuello, se encogió de atrás, metió el rabo entre sus patas y apartó la mirada.

- Tranquilo… -susurró Alberto, extendiendo su mano y tratando de tocar al animal pero volvió a asustarse, a retroceder nervioso y angustiado, a tirar de la correa que volvió a estirarle de la garganta.

- ¡Oiga, espere un momento…¡.

El joven que lo sujetaba le acarició el lomo, lo tranquilizó un poco y fue tirando de él hasta llegar a la acera, hasta la sombra de los arces. Alberto le siguió y trato otra vez de acercarse al galgo.

- Oiga, oiga…

Sintió que le tocaban el hombro, se giró y miró al joven, era alto y con el rostro cubierto por una barba pelirroja bien recortada, igual que su cabeza casi afeitada por completo.

- Quite el coche de ahí que van a empezar a pitar.

Alberto volvió la cabeza hacia la calzada y se encontró con las miradas de los conductores, escuchó algunas voces, algunos insultos y el primer bocinazo cuando la luz cambió a verde.

- Espere un momento, por favor –rogó y corrió hasta el coche, arrancó con un acelerón, viró bruscamente a la derecha y frenó sobre el carril del autobús, activó los cuatro intermitentes y cruzó la avenida sorteando a los automóviles, a las motos, a los gritos…, hasta que volvió a encontrarse con aquellos increíbles ojos azules.

- Espere…, igual no se deja tocar –le advirtió el joven-…, intente agacharse y que sus ojos queden a la altura de él, igual así se deja.

Alberto flexionó las rodillas y apoyó una en el suelo, el galgo volvió a mirarle desde ese afilado hocico que terminaba en una trufa rosada.

- ¿Cómo se llama…?.

- Mossul.

- Ven Mossul, ven…

Alargó la mano con la palma abierta hacia arriba y con un leve temblor haciéndola oscilar. El galgo le miró, agachó la cabeza y avanzó tímidamente, paso a paso y con el cuerpo tenso, alargando el cuello y acercando su hocico hasta que Alberto pudo percibir el aliento caliente en su mano, después una lengua asomó entre esas comisuras y le lamió. Alberto se acercó un poco más y posó su mano en el cuello del lebrel, revivió el tacto del pelo, la piel caliente y descubrió la cicatriz rosada que asomaba bajo el collar. La rozó con sus dedos y notó los estertores de aquel galgo blanco que se sacudía en el aire colgado por el cuello y que removía las ramas del pino. Aquel crujir del árbol, aquellos gañidos y un olor que se liberó de entre sus neuronas, que le llenó los pulmones y que le revolvió el estomago, volvió a oír aquellas carcajadas, aquellas risas enloquecidas. Después recordó el griterío de los vencejos de aquel día y como echó de menos pasear con Paul y con sus galgos aquella mañana, lo recordó todo como un estallido de relámpagos surgido entre sinapsis y descargas eléctricas, entre chispazos en la oscuridad de su bóveda craneal, que conseguían atravesar las placas de grasa que lentamente iban aislando las conexiones de ese entramado, de esas ramificaciones en las que habitaba la vida, el sentido, el ser, la identidad, la existencia, el pasado, el presente, el yo.

9 comentarios:

Joa dijo...

¡Ayyyy, que ya me iba a hacer el montaje para leerla! Je, je, nunca dejé de ser un lector clásico que "exige" finales cerrados (falta de madurez lectora), aunque los he leído y apreciado de todo tipo.

Pedro Bonache dijo...

Mas quisiera yo haberla terminado, Joa..., bueno pero te puedo decir que tengo el final escrito, aunque ese final tiene dos variantes,pero llegado el momento decidiré.

Tapestry Workerman dijo...

Hola Pedro.
Pues cuando te decidas por el final, que no sea el del mayordomo sanguinario ;)
Lo que sí estaría bien es que una vez finada la obra, la publicaras en .pdf y la colgaras para descarga de los ávidos lectores.
En mi contra te diré que aún ando en la conversación de índole pacifista de Elena con sus padres... pero veo que te pillo en un par de semanas, o tres.
Bueno, ya nos irás contando.
Un saludo.

Pedro Bonache dijo...

Tranquilo Tapestry, lee a tu ritmo y respecto a lo de colgarla en pdf, realmente es la unica opción, pero de momento lo importante es no desfallecer y continuar dando vida a los galgos y a las liebres.
Un abrazo Tapesry.

Joa dijo...

Puedes poner los dos; no será la primera vez. El juego con el final es una de las diferencias (en mi opinión la más importante en la categoría de la acción) entre la novela clásica y la moderna. No se trata de buscar un final impactante, eso es lo que busca el lector clásico o acomodado, sino a negárselo. ¡Ay, que se me olvida que no estoy en clase!

Pedro Bonache dijo...

Pues yo te escuchaba como un alumno embelesado.

Mª Carmen Callado. dijo...

Pues como buen escritor, sabes parar a tiempo las entregas por capítulos, para tenernos enganchados en la espera del otoño sobre el verano de los galgos. En vez de pdf, creo que lo mejor será que la publiques, porque engancha y promete. Así que, ánimo. Ya irás diciendo.

Pedro Bonache dijo...

Ainssss..¡¡¡ Lara..., pero como soy un bocazas y tu me has dado pie..., pues con el otoño de la novela llegará su final.

Joa dijo...

La anterior se parece más a lo que entendemos por "final". El tiempo que he estado leyendo he pensado mucho en cómo influye este canal en la obra (Ahora tengo dos principios para "EL paseador de perros": uno daría un relato, el otro un diario virtual) Una vez que publicas la cosa ya no puedes jugar con la disposición del relato... Y más cosas varían. ¡Interesante horizonte!