Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

viernes, 7 de mayo de 2010

YA NO CRECEN LAS AMAPOLAS MORADAS EN LA CARTUJA DE PORTA COELI.


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   Es una batalla, se que desde hace unos siete días mi organismo lleva luchando contra algún invasor que se desplaza entre mis venas, entre mis arterias, por mi capilares, tratando de escapar de la persecución de mis glóbulos blancos, de mis defensas…, solo escucho el clamor de la lucha en forma de un zumbido permanente en mis oídos y en forma de una presión que empuja las paredes de mi cráneo hacia fuera…, tanto que me duele la cabeza y deforma mis pensamientos, tanto que surgen ideas extrañas, conceptos sobre la muerte y la vejez, sobre la realidad de nuestra finitud, sobre todo de la mía, de lo pasajero de la juventud y de la salud en si misma. Sobre la velocidad con que pasan los días, los momentos…, y de nuevo sobre la muerte, sobre su sonrisa fría bajo esa capucha en la que resplandece una tenue claridad cadavérica tan real que me hace replantearme la vida, mis pensamientos, mis actitudes, mis reacciones…., pero tan solo soy capaz de sentir la necesidad de esos cambios.
   Esas ideas vienen y van como los vencejos que ya han regresado a mi calle, esa en la que nací y viví, en la que jugué y sobre la que camino desde mi casa hacia la carpintería. Sonriendo tímidamente y alzando la vista hacia el cielo, hacia la estrecha franja de cielo que veo entre las fachadas de siempre y entre algunas nuevas. 
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Veo sus estilizadas siluetas surcando un cielo límpido y vuelvo a sonreír, unos instantes antes de que mis ojos se humedezcan…, imagino su viaje desde África, pienso en los que habrán muerto por el camino sin que nadie se haya apercibido de ello, puede que los ejemplares mas viejos, o los jóvenes inexpertos y poco fuertes. Pero ya están aquí, ya han regresado, como los ciclos de la vida, el 
nacimiento, la infancia, la juventud, la madurez, la vejez…., 
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  El final de una vida repleta de ciclos, de periodos que se repetirán sin que nos demos cuenta, siempre ignorantes y muy pocas veces observadores de lo mas pequeño, de lo aparentemente insignificante…, como las frágiles pero grandes amapolas moradas que hace unos años descubrí entre los campos de la cartuja de Porta Coeli, entre los montes de Charchan y la Gorisa, en el barranco de Potrillos.
    He vuelto a descubrirlas, pero no allí, ha sido en las Tierras Altas…, el miércoles monté sobre Run-run y piloté la pequeña custom 125 hasta allí, hasta esas Tierras Altas. Norton y Mia salieron a la carrera hacia los pinares y yo paseé por la pista forestal sintiendo algo de calor y observando los asfódelos en flor, las matas de esparto espigadas, escuchando el zumbido de las abejas, contemplando los pinos, las piedras del camino, los agujeros excavados por los conejos al anochecer o de madrugada…, paseando por el mismo camino de siempre…., con el zumbido resonando en mi cabeza, tosiendo de vez en vez.
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   Ya de vuelta me encontré con ellas, con aquellas amapolas moradas pero creciendo entre los cuatro naranjos que tenemos en las Tierras Altas, entre un herbazal vivaz y fresco, creciendo lozano y sano sobre una tierra sin pesticidas ni plaguicidas, sin venenos pulverizados contra ellas, contra las mal llamadas “malashierbas”.
   Fue mi hermana Mónica las que trajo algunas de ellas para decorar fugazmente la mesa…, hace años, cuando florecían en las tierras de la cartuja, y esas que ahora florecían para mi, eran sus hijas, crecían entre otras rojas y entre las espigas de las gramíneas.
   Sonreí observándolas y me sentí bien, tanto que tuve una ilusión, el deseo de que llegase el sábado para montar sobre la Bicipalo y buscar aquellas tierras del monasterio donde florecían las grandes amapolas…, me gustó tener una ilusión, las ganas de volver a pedalear en la Calderona tras la ultima salida entre nubes bajas y brumas, bajo la llovizna.
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 Arrinconando las neuronas…, pedaleando sobre la Bicipalo.
 
       El sábado de madrugada pisé el pedal y Run-run arrancó dócilmente, los vencejos ya volaban entre las fachadas, volví a observarlos y me coloqué el casco, monté, quité el caballete y clanck…, se engranó la primera y rodé sobre la custom hacia las Tierras Altas, hacia las cumbres de la Calderona que ya veía a través de la visera ahumada y a 100 kilómetros por hora, sintiendo la vibración en las estriberas, envuelto en el ruido del monocilíndrico y arrinconando a las neuronas que me advirtieron del peligro que corría montando en moto…, después el silencio del pedaleo sobre la tierra, sobre el barro de la ultima lluvia y mi sonrisa cuando descubrí al zorro cruzando la pista que comenzaba a virar a derechas buscando las primeras rampas del Portixol o de la Prueba del Hombre, como a mi me gusta llamar a la cuesta de tierra blanquecina y que se elevaba y remontaba bajo el sol del amanecer, ya demasiado alto para que el raposo que buscó su escondrijo en la espesura
   Recuerdo el aroma del café al pasar entre las casitas ilegales construidas en plena serranía, a los pies de los farallones en los que suelen anidar las amenazadas águilas perdiceras, entre los espesos pinares que se salvaron de los incendios de los años noventa…, el aroma del café que muchas veces me alegra cuando entro en el chalé después de pasear con Norton y Mia y lo encuentro silencioso, sin nadie habitándolo, con la silla de ruedas de mi padre quieta junto a la ventana, con el sol inundando el comedor y la cocina, ahí donde reposa el poso de café que me he hecho yo mismo antes de darles el paseo, antes de volver a Valencia después de rodar por la serranía, después de regar los naranjos, las dos moreras, el seto de prunos, las jardineras que solía cuidar mi madre.
   El aroma del café en la serranía…, pero que quedó por detrás, que se desvaneció entre los olores del bosque de madrugada, entre el olor de mi propio sudor cuando iba remontando por la Vigueta como tantas veces, en silencio, con el plato de 22 dientes engranado, jadeando y trepando entre las montañas que encajonan la pista sinuosa y a veces rota, pedegrosa, húmeda…., como siempre, como tantas veces he descrito, como tantas veces la he visto, siempre con la peculiar luz, siempre con sus mismos arbustos, con su misma tierra rojiza, con su garganta a la izquierda de la ascensión…., ¿y que podría contar….?, me preguntaba mientras trepaba en solitario, ¿qué he vuelto a ver los surcos de las bicis en el barro…?, ¿que me he vuelto a encontrar con ese charco perpetuo, como las nieves de las montañas míticas, como los hielos de los glaciares…?
   La curva a derechas, muy cerrada, cortada por roderas y grietas…., ya alcanzando la cima y el sol, sin ver como brillan las primeras gotas de sudor emanando de mi piel con los primeros calores de la primavera pero sabiendo que están ahí
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   Recupero el aliento y observo el pinar, el entorno, siento la calma, el canto de algunos pajarillos…, escucho como aquella vez pero no oigo al pájaro carpintero y su repiqueteo. Y sigo pedaleando, como siempre echando miradas a mi derecha, contemplando el valle por el que he ascendido, viendo el horizonte encajonado y la pista que serpentea como una cicatriz deforestada en medio de la vegetación que brota después de un invierno de lluvias y nieves.
    La visión que se repite siempre tras cada ascensión por ese camino tortuoso que nunca es fácil, que siempre acelera mi corazón y que tantas veces he descrito…, estas vistas, estos parajes, estas percepciones que se van acumulando no se en que lugar. 
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Una florida mata de romero que también parece mirar complacida hacia la garganta del barranco, los romeros que se elevan olorosos, algunas sabinas que sobrevivieron a las glaciaciones, el pinar, los alcornoques de gruesas cortezas y el homo que pedalea y que vuelve a contemplar otra cadena montañosa cuando corona la Mocha y se asoma al otro valle, cuando ve la pista que desciende zigzagueando hacia la Font del Poll, hacia la Prunera o que se eleva hacia el macizo de Rebalsadores o Monte Armenia, como gustaban llamarlo a los monjes de la cartuja.
    Se deja caer por ella y la cadena trepa al plato grande, vuelve a pedalear y como tantas veces las turbulencias murmuran en sus oídos junto al rumor de los neumáticos sobre la tierra, a veces blanquecina o rojiza, a veces reseca y cuarteada, otras húmeda, mojada con el agua que escapa del abrevadero del Poll.
   Hay más ciclistas en la fuente y un año después, una primavera mas se encuentra con la Btt de Moncada, al rato, mientras bebe descubre un rostro conocido que acaba de llegar al puesto de control después de terminar la crono escalada que todos los años celebra la peña. Ella suelta la bici, da unas zancadas y tose inclinando su cuerpo, vomita algunos hilos de saliva mientras otro ciclista la ayuda a incorporarse y la acompaña en un paseo para que vaya recuperando el aliento, el resuello después del esfuerzo.
   El ciclista que monta la bici con el color de la tierra sabe quien es, se llama Olatx. Al final, cuando ella logra bajar la pulsaciones se ven, ella sonríe y se dan dos besos en la mejilla, charlan un rato, saludan a Arcadi, después se despiden y el ciclista vuelve a montar, vuelve a pedalear y a remontar hacia el cruce de Rebalsadores…, a media semana tuvo la ilusión de buscar las amapolas moradas que descubrió años atrás en unas tierras escondidas en el barranco de Potrillos…, aunque la ilusión se disipó unas horas después de haberle hecho sonreír, pero él deseó no olvidar que tuvo esa ilusión…, y trata de pedalear hacia ellas, de remontar la rampa que lleva hasta el cruce con otra pista que sigue ascendiendo hasta la cima del Monte Armenia.
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      En descenso hacia Serra, viendo el mar entre el Sierro y la Mola de Segart, el Rincón de la Miseria, el barranco de Potrillos.
 
   Vuelvo a pedalear en solitario, recuerdo el rostro de Olatx, el diminuto piercing en su nariz, su sonrisa, su juventud y la ilusión que le hacen pedalear y correr hasta casi desfallecer…, recuerdo su mirada y su sonrisa aquel día al terminar la carrera de montaña en Gata de Gorgos…, y siento que la he defraudado…, resoplo y echo una mirada hacia la pista que gira derechas, elevándose y buscando la cumbre de Revalsadores, doy unas pedaladas mas, engrano los 44 dientes del plato grande y el camino se desploma, se inclina al tiempo que vuelvo a pedalear y a lanzarme cuesta abajo hacia Serra.
    Enseguida dejo a mi derecha la Font del Llentiscle, atravieso el reguerillo y la Bicipalo se sigue estremeciendo con las piedras, con los surcos, con las marcas y relieves de la pista forestal que continua su descenso entre amplias curvas y entre vistas que poco a poco surgen envueltas en una luz intensa pero difusa, reflejada por la mancha plateada de un mediterráneo que se asoma entre los picachos, entre las lomas repletas de pilar, bajo las inclinadas laderas del Sierro, que se eleva a mi izquierda, mas allá de la declinada Mola de Segart, ya en tierras del Santo Espíritu, mientras la serranía sigue perdiendo altura hacia el mar y al tiempo que yo sigo bajando, trazando las curvas, echando rápidas miradas a los taludes de roca marronacea que se levantan a la derecha y de nuevo mirando hacia ese mar que surge fugaz entre la línea del monte, del bosque…, en la distancia luminosa y turbia.
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 .   La jara crece al borde de la pista y el barranco desciende al otro lado de su flor azulada hacia una maraña de vegetación espinosa y dura, ahí en los hondos por donde se mueven los jabalíes y donde se pierden los zorros cuando el sol se eleva demasiado.
   Ya he pasado el desvío hacia la Font de la Prunera, también el brusco giro a izquierdas que te lleva a las faldas del Sierro para después preguntarte si deseas subir hasta la cumbre del pico o descender por pista hasta donde la carretera de asfalto corona el llamado Oronet…, pero yo me salgo por otro camino, roto y que se precipita entre roderas y agujeros, todo el rojo, teñido con el rodeno que aflora entre las aliagas y los algarrobos que pueblan las terrazas levantadas entre muretes de piedra, entre ribazos que contienen la tierra que homo reponía sabiendo que era terreno ganado al monte, a la montaña.  
    Dejo la tierra y ruedo sobre un asfalto que ahora vuelve a remontar, a ganar altura, a bordear los muros del Monte Armenia, las paredes que poco a poco y entre algunas casas van encaramándose hacia la cima del macizo que ahora mismo no veo, que no distingo. Naturaleza que va creando farallones, bosques, rincones y lugares que homo nombra y bautiza…, como el Rincón de la Miseria…, miro y no veo nada a lo que asociar el nombre, solo veo la curva a derechas, la rampa que me obliga a engranar los 34 dientes en la rueda trasera y a inclinarme hacia el manillar…, jadeo y vuelvo a mirar ahí donde la Miseria…, y solo veo una senda que aparece y se esconde entre las coscojas, entre el brezo y las aliagas, entre tomillos y almendros huérfanos, entre pinos colonos llegados desde el monte y entre algarrobos que derraman sus frutos sobre sus propias hojas marchitas sin que aquellos braceros los recojan…, el silencio y mi respiración remontando el camino, sonriendo cuando mi corazón se serena, cuando el aire entra con mas facilidad en mis pulmones y cuando gano el repecho y me asomo al borde del camino.
   De nuevo esa visión que conozco, de nuevo la visión de los extensos y espesos pinares ocupando el valle por el que discurre el barranco de Potrillos, entre Charchan y la Gorisa…, esas cumbres siempre están ahí y los horizontes que contemplo también. Parecen las mismas pero imagino que no lo son, imagino que los pinos que las cubren han perdido algunas de sus agujas, que han nacido nuevas, que son distintas las aves que anidan entre sus ramas, que las lluvias han removido la hojarasca y la pinocha, que las nieves tronzarían alguno de sus brazos…, imagino que la visión tampoco es la misma, imagino que mis ojos ya no ven como hace una semana, como hace varios meses, como hace algunos años…, aunque aún siguen viendo, aunque aún siguen enviando información hacia ese cerebro que también procesa la señales que le llegan desde los oídos, que interpreta los extraños sonidos que provoca el viento en mis orejas cuando desciendo hacia esas amapolas que hace años descubrí en las tierras de la cartuja.
    Desaparece la calma que me envolvía cuando observaba, cuando miraba desde el alto que lleva a la Miseria o a la cima de Revalsadores por senda…, solo siento el golpeteo de la cadena, las vibraciones de la Bicipalo, el gruñido de los neumáticos rodando sobre la pista forestal, de nuevo rojiza, amplia y que va perdiendo altura, que pica hacia el fondo del valle a la sombra de las montañas por la que desciende, que derrama parte de su agua subterránea a través del estrecho caño de la Font de Potrillos y que se bifurca a la derecha, en un viraje cerrado que me obliga a frenar, a parar a la Bicipalo para poder girar, para volver a dejarme caer por un estrecho camino que cae hacia el fondo del barranco, que se descarna con las lluvias y que muestra lomos de roca, bancos de gravas, de piedras sueltas…, me levanto, retraso un poco mi cuerpo y sigo el descenso mientras las suspensiones se comprimen y se expanden, mientras me muevo a un lado y a otro de la Bicipalo, mientras los neumáticos se manchan con el polvo rojizo al tiempo que se deforman cuando las llantas se inclinan, cuando freno y se desplazan las masas, los pesos…, sin dejar de descender entre escalones de rodeno que surgen como estratos rompiendo el tortuoso camino, rajado por un par de profundas roderas contra las que se hunde la horquilla delantera…, hasta que voy frenando, hasta que voy echando miradas a los campos que comienzan a abrirse a mi derecha, mientras descubro la silueta de la cartuja de Porta Coeli, pétrea y luminosa, serena y reflejando sobre sus muros la luz del sol.
   Echo pié a tierra y se hace el silencio, llega la calma, la ausencia de movimiento brusco, de velocidad…, 
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y busco  las amapolas en el mar de hierbas que crecen hasta las ramas bajas de los olivos, que crecen salvajes y repletas de vida bajo el sol al que miran miles de flores amarillas, de margaritas silvestres que refulgen sin que ninguna amapola morada ose a robarles la luz, sin que ninguna frágil amapola logre despuntar entre el correoso herbazal…, no se porque imagino la riqueza de la sabana africana tras las lluvias, la explosión de brotes, de tallos que los herbívoros devorarán bajo el acecho de los predadores…, percibo el canto de varias avecillas, el zumbido de cientos de insectos y no se porque imagino la algarabía del dosel selvático, el grito ensordecedor de los monos aulladores, las sombras voladoras, las siluetas escurridizas entre el follaje, las cortinas de lluvia durante los monzones, los relámpagos como incidiendo en la sopa primigenia…, de nuevo el silencio, de nuevo las llamadas de las aves, el vuelo hacendoso de las abejas, el destello de los hilos de la araña, los ojos compuestos de la vigilante mantis, el latido acelerado de las lagartijas al sol, el trasiego continuo y nervioso de miles y miles de hormigas que se mueven bajo el herbazal, alrededor de las culebras y víboras que reptan entre las hierbas o que reposan al sol…, incluso ellas, las frágiles flores amarillas parece que me miran sin miedo, incluso las flores de los enormes cardos parecen mirarme, parecen adivinar mi sorpresa ante sus casi dos metros de altura, ante la carnosidad de sus hojas y la belleza morada de sus flores…,
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 Incluso el liquen silencioso y mudo, serio y de pocas palabras escucha el parloteo de las flores amarillas, que parecen lucir sus pétalos y sus colores, sus aromas y sus estrechos talles ante el rugoso liquen que permanece pegado a la piedra, también callada, muda, inmóvil en el tiempo, en ese lugar, ante mis ojos que siguieron buscando las amapolas moradas en aquel inmenso espacio de vida que bullía ante mi mismo.

  
  

6 comentarios:

Mª Carmen Callado. dijo...

Nunca he visto amapolas moradas, pero la facilidad con qué describes tus miradas a lo que te rodea, incluso las retrospectivas llenas de nostalgia son, junto a las bellas fotografías que nos regalas, un viaje real junto a la bicicleta de color tierra, lleno de olores y sabores... Y la visión de unas amapolas difíciles de encontrar.

Es todo un placer leerte.
Un besico, hombre de la bici.

Pedro Bonache dijo...

La verdad Lara, es que me apenó no encontrar las amapolas, pero me animé al sentir toda aquella vida al aire libre, ese despertar despues de recordar esos mismos parajes bajo tenues nevadas, entre nubes bajas o en medio del silencio invernal.
Y gracias por tus letras y sentimientos..., invitan a seguir escribiendo, a seguir pedaleando pese a todo.
Y besets..., como se dice en valenciano.

Ars Natura dijo...

Roemeria hybrida es el nombre que los científicos dan a la amapola morada. En mi pueblo también las he visto.

Pedro Bonache dijo...

Genial Goyo, como me gusta que dejes tus comentarios tan bien documentados y tan didacticos.
Para mi es un placer verte por aquí yque nos conozcamos, aun que sea virtualmente
Un abrazo Ars.

amapolamorada dijo...

Yo he visto una amapola morada
ES PRECIOSA

Pedro Bonache dijo...

Bienvenid@ Amapolamorada...,son divinas y este año si que han salido en la Cartuja, ha sido un hermoso espectaculo...¡¡¡¡¡.