Julio buscó al ratonero entre las piedras y
lo vio justo en el momento en el que daba un salto, un brinco que durante unas
décimas de segundo lo dejó suspendido en el aire como si fuese una gacela
asustada en la sabana africana.
Moset aterrizó sobre sus cuatro patas y
empezó a ladrar de manera rápida y nerviosa hacia el majano, agachando la
cabeza, gruñendo y al tiempo retrocediendo asustado.
Tula, Nela, Coca y Nati salieron
catapultadas, dejaron la sombra del pino y pasaron rozando a julio, levantaron
una polvareda y sonrió viéndolas entregadas a esa carrera desbocada hacia los
ladridos de Moset.
Esa
era una de las imágenes que le llenaban de gozo, era uno de esos momentos
íntimos, intensos, solo suyos y que compartía con la sierra Calderona como
compañera inseparable de sus paseos y de su propia existencia. Se sentía un
testigo excepcional, un privilegiado que podía viajar en el tiempo hacia atrás,
cuando en la Naturaleza solo se percibían los sonidos que ella emitía, como el
chirriar tenaz de las cigarras y los ladridos nerviosos de Moset y de las
perras, unos ladridos que enmudecían cuando la brisa de levante era capaz de colarse entre el
pinar y de remover la piel muerta del monstruo, como si cobrase vida
súbitamente.
Incluso Julio se quedó quieto cuando descubrió
la larga piel de la serpiente, ya partida en algunos pedazos, pero interminable
y ancha, gruesa y escalofriante.
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