Alejandra, Elena y Lucia.
Deseó fumar antes de subir al duplex, salió del garaje privado y mientras caminaba entre los senderos de piedra, encendió el cigarrillo. Unas lamparillas a ras del césped iluminaban los recovecos del jardín comunitario. Hileras de setos se alzaban a los lados de los caminitos y terminaban en la piscina o en unos bancales de naranjos que a las sombras de la noche parecían vivos pero que a la luz del día dejaban ver las quemaduras de la nieve y de las heladas del clima continental.
Aspiró el humo, lo dejó escapar por la nariz y oyó el chapoteo de algunos vecinos en la piscina, las conversaciones de personas que habitaban otros bloques de apartamentos, el rumor lejano de las carreteras.
Observó lo que le rodeaba, sombras y perfiles, siluetas, las fachadas de otros bloques de apartamentos, los tejados a dos aguas de algunos chalets, las siluetas de los pinos y el cielo de un color encendido, contaminado por cientos de miles de farolas que dejaban escapar la luz hacia un firmamento en el que no podía distinguir demasiadas estrellas.
Volvió a aspirar el humo y pensó en el accidente, pensó en los padres de los muertos, en sus familiares, en sus conocidos…, en lo que pudieron ver unos segundos antes, en lo que pudieron hacer unas horas antes, en lo que pudieron hacer la noche anterior.
Apuró el cigarrillo, lo dejó caer sobre las losas de piedra y se encaminó hacia el duplex.
Miró de reojo el ascensor y subió a pié los dos pisos, abrió con las llaves y sonrió al comprobar que sobre la cómoda del zaguán estaban los llaveros de Alejandra y de Elena, Lucia estaba en Estados Unidos.
Escuchó sus voces y caminó guiado por la conversación de las dos mujeres, se movió entre la decoración ligera y elegante del duplex, entre colores grises y blancos, entre oleos y acrílicos de marcos sutiles que decoraban unas paredes lisas. Observaba, miraba, sentía como si fuese la primera vez que estuviese allí, contemplaba el salón como si lo acabasen de decorar y vió los sofás de líneas angulosas y con patas de acero pulido, los ventanales amplios y luminosos que daban a la terraza en la que solían cenar o preparar alguna barbacoa, el mobiliario en tonos wengué, las escaleras en haya, con barandillas de barrotes cromados y cosidos entre ellos con cables trenzados.
Se quedó quieto en el umbral de la puerta, paseando la mirada sobre ellas, sobre el amplio dormitorio-estudio de Elena.
- Jo papá, parece que es la primera vez que entras aquí –bromeó Elena.
Alberto sonrió y cabeceó, siguió observando la estancia, los carteles que ocupaban gran parte de las paredes…, cayó en la cuenta de que hablaban de ecología, de paz, de solidaridad, vio las estanterías repletas de libros, de torres repletas de cd,s, percibió las ilusiones, los anhelos emergentes de su hija, el deseo de vivir, de hacerse oír, de protestar ante lo que ella consideraba injusto o dañino para los hombres o para la naturaleza.
Elena sonreía sentada sobre su silla de estudio con ruedas, se apoyaba en la mesa, junto al teclado y cruzaba las piernas. Vestía unos cómodos y frescos pantaloncitos cortos de un azul muy pálido y una camiseta de tirantes con media docena de ballenas dibujadas en ella. Un fondo marino iluminaba la pantalla del ordenador, era como una ventana abierta al océano en medio de aquella habitación que destilaba vida. Y Alejandra, su mujer, arqueaba las cejas, arropada entre los brazos estrechos y curvados hacia fuera de un sillón orejero estilo Art Decó, ella misma lo había recuperado de un contenedor de basura, lo había restaurado y retapizado con una tela de color pistacho. Reposaba en él, con las piernas recogidas y con los cabellos negros esparcidos sobre sus hombros estrechos, sobre su pecho menudo. Toda ella era estrecha, no muy alta y espigada, como una de aquellas espigas de trigo que Alberto descubrió por primera vez aquel verano de los perros flacos. Morena de piel, de ojos marrones, apenas si tomaba el sol y siempre lucia ese color de piel natural. Elena era de piel mas clara y sus cabellos relucían entre un castaño muy claro que viraba a casi rubio en el estío, sus facciones eran muy suaves, no tan angulosas como la de su madre y su hablar demasiado aplomado para su edad, sus gestos demasiado modulados para su edad y su voz densa, equilibrada…, como toda ella.
Alberto sonrió.
- Igual es que me gusta mas que nunca lo que estoy viendo…, ¿de que hablabais…?.
- Le preguntaba a mamá si se puede cambiar el mundo, si vale la pena intentarlo.
- Uf…, si fuésemos unos ciento cincuenta en todo el planeta si se podría –respondió Alberto. Pasó a la habitación y se inclinó hacia Alejandra, la besó en los labios y durante unas décimas de segundo observó su piel, vio las arrugas, los pliegues, algunas canas entre su melena. Después se acercó a su hija, la besó también y percibió la misma juventud que había percibido en el conserje del edificio, la elasticidad de la piel, la tersura, la limpieza del blanco ocular. Y se tumbó en la cama de su hija.
- ¿Por qué ciento cincuenta…?.
- ¿No has oído hablar del número de Dunbar? –replicó Alejandra.
- No, pero ahora mismo lo busco en San Google.
- No hace falta que lo busques ahí, mejor te lo explicamos entre tu madre y yo –dijo Alberto- Robin Dunbar es un antropólogo que desarrolló una teoría y después una ecuación, tras estudiar las comunidades de chimpancés, llegó a la conclusión de que el numero de individuos que pueden relacionarse bien sin que haga falta una estructura de poder tipo piramidal es de unos ciento cincuenta, para humanos. Lo curioso es que está directamente relacionado con el tamaño de nuestro neocortex, a mayor tamaño, mayor puede ser ese número de individuos. Viene a decirnos que los humanos nos movemos bien a nuestro aire dentro de ese numero, nos socializamos bien sin necesidad de políticos ni policías, pero a mas gente empiezan los problemas, nuestro cerebro ya no procesa bien tanta cantidad de personas, imagino que cae la atención, la empatía, el verdadero interés por la amistad…, no se.
- ¿Quieres decir que según ese antropólogo solo podemos tener ciento cincuenta amigos…? – preguntó Elena.
- Pues casi, como dice papá, podrás tener conocidos, podrás intentar mantener el interés por esa amistad, mantener esa empatía…, pero llega un momento en que esas emociones ya son difíciles de procesar y provoca una fatiga que se manifiesta en una elevada tensión, por ejemplo, en un agobio permanente por intentar atender a todos.
- ¿Y que hago yo con mis quinientos amigos del Facebook…?.
- Te sobran cuatrocientos cincuenta…, -murmuró Alberto.
- Yo creo que ese número ya está desfasado…-reflexionó Elena- hablar de un circulo de ciento cincuenta personas cuando la globalización es una realidad alucinante, fijo que nuestro neocortex solo da para esa cantidad…, pero la informática y los ordenadores están aquí para llegar donde no llega nuestra mente…, a él nunca se le olvidan los cumpleaños –aseguró tamborileando con los dedos sobre el teclado.
- ¿Y crees que gracias a él podrás cambiar el mundo…? –preguntó Alejandra.
- Ya está cambiando mamá, los estados ya no pueden impedir que la gente esté informada…, no se, de política o de temas sociales, la información corre por la red y cada vez será mas rápida y en mayor cantidad.
- A un flujo positivo siempre le acompaña un flujo negativo… -musitó Alberto desde la cama de Elena- …, la tecnología actual llegó gracias a nuestro cerebro, solo gracias a él, el resto de nuestro cuerpo sigue siendo igual que hace un millón de años…, huesos, sangre, músculos, tendones, pulmones, estómago…, aunque los implantes artificiales son cada vez mas sofisticados…-su voz sonaba diferente, casi somnolienta- por cierto, hoy he tenido una visita sorpresa, una persona que cree que aún se puede cambiar el mundo pero con sus manos…, bueno, el mundo no creo pero si donde vive, si su mundo…, y que según él, claro que vale la pena intentarlo…, ¿no preguntabas eso, hija mía…?.
- Bueno, ahora no te quedes sopas en mi cama y dime quien es, papá.
- Se llama Paul Renart, pero mucha gente del pueblo le llamaba Niño Cazador.
- Paúl.., el Niño Cazador… -murmuró Alejandra. Se levantó y fue descalzando a Alberto de sus náuticos, había percibido el cansancio en su tono de voz, la fatiga acumulada después de trabajar durante las noches y al final de la jornada. En esa calma nocturna era cuando surgía la creatividad, las ideas, los elementos de arranque que al día siguiente presentaba entre su equipo de creativos. Le vió distinto entre la almohada de su hija, sobre las sabanas.
Elena miraba a su madre, observaba como daba un masaje ligero y delicado a los pies de su padre y como volvía a sentarse, a encogerse como lo haría una amiga suya, en el sillón que ella misma restauró.
- Es increíble –se sorprendió Alejandra- Paul Renart…, tu amigo olvidado de aquel verano de los perros flacos.
- ¡Es verdad…!, ya decía que ese nombre me sonaba –exclamó Elena.
- ¿Pero que estáis diciendo…?, ¿de que le conocéis…?, si hasta yo le había olvidado si no llega a ser por mi madre que me lo recordó en sus tormentas de recuerdos.
- Pues de eso mismo lo conocemos, cariño –susurró Alejandra- Elena y yo estuvimos alguna vez en esas tardes y escuchábamos a tu madre recordar ese tiempo pasado como si lo estuviese viendo en una película allí mismo, como si hubiese sido la tarde anterior o la semana pasada.
- Pues ya no me acordaba… -musitó Alberto- joder, a estas horas ya estoy demasiado espeso, ha subido a mi despacho, hemos hablado un rato y me ha recordado alguna de las cosas que hicimos juntos…, las tengo aquí apuntadas en un papel.
Buscó en los bolsillos del vaquero, desplegó la media cuartilla y leyó en voz alta.
- La charquilla, el dolmen y las estrellas fugaces, el matacán, cuando bailamos con los rayos, cuando visitamos al hombre de tierra…, y se supone que yo estuve en todas esas correrías.
- ¡Guauuuu…!, papá eso suena genial, bailar con los rayos, el hombre de tierra…, nos lo tienes que contar.
- Desde aquí ya estoy viendo las estrellas –murmuró Alberto, aún dejado caer sobre la cama de su hija, con las manos apoyadas en su propio pecho y contemplando el universo fluorescente pegado al techo de la habitación. Ya había anochecido y la lamparilla de estudio iluminaba tenuemente el dormitorio.
- Un amigo al que le gusta la astrología me ayudó a pegar las estrellitas, representan un cielo auténtico.
- Eso parece…,-respondió con un hilo de voz y vio como una línea blanca surgía por una esquina, como un diminuto sol surcando la noche y dejando su rastro blanco.
- ¡Mira otra…¡ -señaló excitado el Niño Cazador.
2 comentarios:
Entrar a lomos de una imaginaria custom para disfrutar leyendo a Bici-homo-carpintero-motero y enamorado de la prosa descriptiva.
Grandes pedaleos he dado sentada en el sofá, que bien pudieras haber tapizado, mientras disfruto del veraneo de los perros flacos.
Seguiré, claro.
Besicos hombre de buena madera.
Ama del Bosque, que ya te echaba de menos..., intentaré que ya no pedalees mas y que corras junto a esos galgos que vuelan sobre las llanuras de tu tierra.
Y besinos..., como diria Ulpita.
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