Están ahí, habitando nuestro cerebro…, los recuerdos, los momentos, las sensaciones. Cada retazo de nuestra vida reciente dormido en las neuronas, en el tejido cerebral hasta que los evocamos y formamos esa imagen de lo que vivimos, de lo que sentimos.
Dicen los neurocientíficos que no hay una zona cerebral especifica para esos recuerdos, nos cuentan que cuando deseamos revivir esos eventos, nuestra mente busca esa información fragmentada y la recompone para nosotros, entonces sonreímos con ese pasado o derramamos alguna lagrima, podemos cabecear con ese recuerdo que es distinto a la ultima vez que lo evocamos, y también a la antepenúltima, nunca es el mismo recuerdo, la misma visión, las mismas sensaciones…, salvo cuando es un aroma.
Nos siguen diciendo los científicos que como los aromas no varían, la leña quemada siempre huele a leña quemada, el tomillo siempre huele a tomillo, la lluvia sobre la tierra siempre huele igual…, recordar, mirar hacia atrás, como buscando algo mejor o como deseando no olvidar nada.
Recuerdo mi estado de animo de la semana pasada, recuerdo que subí con mi madre a las Tierras Altas, después llegó mi sobrino en bici y por la tarde, ya con la noche asomando empezó a llover.
El canto de las lechuzas.
Me acosté de nuevo a solas, con la cama vacía de mi padre a mi derecha y cuando apagué la lamparilla suspiré.
Oí ducharse a mi sobrino, a mi madre caminando hacia su habitación, pensé en papá y pensé, dije mentalmente, sintiéndolo muy dentro de mi…, “uno menos en el clan…”.
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Recuerdo que amaneció un sábado brumoso y fresco y con la tierra húmeda. Después del café y antes de montar sobre la Bicipalo saqué a pasear a Norton y a Mia, la perra se lanzó sobre los charcos y Norton entre el monte bajo, al poco los dos estaban empapados y corrían dejando tras ellos un agradable aroma a tomillos y a romero. El mismo que percibo cuando cojo la afilada cabeza del galgo y la pego a mi nariz, me gusta aspirar con fuerza y sentir el olor del animal y del bosque impregnado en su manto bardino.
Las nubes bajas, la niebla, las brumas, el enorme velo.
Recuerdo que pedaleé por las pistas de siempre, cuatro semanas después de la ultima rodada por la serranía. Esperaba sentirme alborozado, ansioso…, pero pedaleaba ensimismado y lanzando miradas temerosas al cielo gris y encapotado.
Recuerdo que fui remontando, echando de menos a los lirios azules, ya no surgían en las cunetas con sus vivos colores y observando a una serranía húmeda y silenciosa, callada como en los días invernales. A unas montañas que se entregaban a las caricias de las nubes bajas, de la niebla, de las brumas, de un enorme velo que llegaba desde el mar y que mudamente trepaba hasta las cumbres y bajaba por sus laderas buscando los hondos, los vallejos, los rincones.
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Recuerdo las imágenes difuminadas al subir hacia el castillo de Serra, de nuevo ese silencio y el vuelo de un ave entre el pinar envuelto en esas mismas nieblas.
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Escapando de las nubes.
Puedo evocar esos momentos, el descenso desde el castillo de Serra, sus curvas, sus baches, el traqueteo de la Bicipalo y el sol atravesando esa humedad ambiental, los alientos del mar.
Puedo recordar el descenso por el barranco de potrillos y el aroma intenso de la tierra húmeda, de las aromáticas, puedo revivir el color amarillo de las florecillas silvestres o el rosa intenso de la yerba de San Pedro…, cuando me agaché en medio de un delicado prado crecido entre la tierra pedregosa y blanquecina del Pla de Lucas, las nubes han quedado allí, en las montañas que se asoman al mediterráneo, en la cumbre de Rebalsadores, en el Garbí, en la mola de Segart…, en medio de mis sentidos confundidos.
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Recuerdo que esta semana, mientras rodaba sobre asfalto con la Flaca, me confundí de estación. Mientras atravesaba el vado del barranco de Carraixet por el polígono de L’Horta Vella de Bétera, me recorrió un escalofrío, eché una mirada a la charca, aspiré ese olor de agua estacada, de hierba húmeda y miré hacia el cielo. Los cirros se alargaban como rasgando unas alturas gélidas, sin brillo, mortecinas y el sol caía como filtrado, tibio…, como en esas mañanas de principio de invierno o finales del otoño, como esos días que van anunciando que el verano ha pasado. Por unos instantes me pregunté si realmente había ocurrido eso, si el verano ya había pasado y yo no había sido consciente. Traté de recordar lo que había hecho en ese verano y es cuando me di cuenta de que realmente aún estaba en junio.
Pedaleé observando la carretera, los arcenes, esas cunetas, los paisajes de siempre…, hasta llegar a Valencia, a mi calle, a la puerta de la carpintería. Alcé los ojos y busqué a los vencejos, me dio la sensación de que ellos también volaban un poco confundidos en ese cielo que recordaba al otoño, a los días agradables de invierno. Escuché sus trinos y unos cuantos de ellos atravesaron la calle, remontaron y los perdí de vista, deseando que en su proxima pasada se fijaran en la caja-nido que les he colgado en mi balcon…, regresó el silencio, abrí la puerta y encontré el taller tal cual lo había dejado.
Me fui desnudando en el despacho y vi las cañas de pescar de mi padre, me pregunté si esos recuerdos aún andaban por mi mente o si mis neuronas los habían dejado perder, estaban ahí, pero quedaban tan lejanos que incluso dudé de que fuesen reales, me dio la sensación de que para bien o para mal solo existía el presente, el minuto de antes o el minuto que acababa de comenzar.
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