No queda mucho espacio para ver el cielo desde mi calle en Valencia, pero levanto la cabeza y lo veo luminoso, con nubes que navegan y que a veces ocultan el sol, que a veces se vuelven grises y plomizas como las de ayer pero que no llegan a deshacerse en lluvia, ellas siguen navegando y vuelve a asomarse el sol…, no lo dudo más y decido sacar a la Flaca de su rincón en la carpintería y montar.
Pasan unos minutos de las tres de la tarde, el sabor del arroz al horno aún inunda mi garganta pero después de un día de lluvia encerrado en el piso tengo ganas de salir a rodar…, monto y recorro la calle sin prisas, virando al final a izquierdas, de nuevo a ese lado…, sigo pedaleando, atravieso el viejo cauce del Turia convertido ahora en un serpenteante vergel, repleto de pinos, de palmeras, de chopos, de arbustos, de rincones húmedos y verdes, a menudo silenciosos y solitarios. Ya sin vegetación de ribera, ya sin las aguas transparentes de ese río que atravesaba la ciudad hasta el mar y en el que pescaban desde barbos hasta rollizas anguilas, muy cerca de mi barrio…, algo que aún me sigue pareciendo extraordinario, casi increíble. De mi infancia recuerdo el viejo cauce del río como una tierra peligrosa, aún puedo ver el agua resbalando por el azud y a Juan Antonio, uno de mis amigos, el mas audaz y valiente, lo recuerdo delgado, de piel morena y muy ágil…, era capaz de caminar sobre el verdín sin resbalar, era capaz de trepar entre los sillares de los altos muros que encajonaban el río pero que fueron insuficientes para contener la brutal riada del 57, aquella inmensa ola de lodo saltó los pretiles inundando muchos barrios de la ciudad. No la viví, tan solo recuerdo el cauce del río como una especie de acequia maloliente, de aguas turbias, de riberas sucias y ocupadas por altos macizos de cañas. Mi padre solía cortar algunos manojos y después, en la carpintería las limpiaba, las enderezaba sometiendo sus fibras al calor de las cenizas, después la seleccionaba por calibres, remataba los extremos con cilindros de latón…, y finalmente pescaba con ellas en el Puchol o en el Perellonet.
En el despacho de la carpintería aún quedan algunas de ellas, puede que por eso, siempre que pedaleo junto al barranco del Carraixet me hipnotiza la visión de esos mares de cañas.
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Y las tengo ante mis ojos, poco a poco voy aflojando la pedalada después de atravesar el nuevo polígono industrial de Bétera, llamado de L`Horta Vella, después de salvar un par de rotondas y después de que los nuevos viales me hallan conducido hasta el barranco. Echo pié a tierra frente a uno de esos macizos y observo como el viento de levante, el mismo que hinchaba las velas en los lienzos de Sorolla, el mismo que secaba aquella ropas al tiempo que el salitre se entrelazaba en sus hilos…, mueve las largas y estrechas hojas, puedo escuchar como rozan entre si, como chasquean y como sus espigas se comban soltando pequeños hilos que vuelan sin que nadie los vea…, mas allá descubro las conocidas cumbres de la Calderona como azules y otras verdosas y mas vivas bajo los haces de un sol que se asoma caprichoso cuando las nubes dejan algún hueco, cuando se separan durante unos instantes y puedo percibir su luz calida, pero ya algo débil, ya mas tímida, como las ultimas llamas de un fuego que languidece con los días mas frescos, cortos y húmedos del otoño recién llegado.
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No puedo evitar contemplar emocionado el barranco, esa rambla, ese lecho repleto de cantos rodados, de bancos de arena, de manchas enormes de guijarros…, entre matas de baladres y otros arbustos cuyos nombres desconozco, pero veo vida ahí donde la naturaleza tajó como una cicatriz, como un enorme reguero por el que periódicamente corre el agua embravecida, fugaz, rojiza, teñida con el rodeno y la tierra roja arrancada a la sierra Calderona cuando las lluvias torrenciales descarnan sus laderas…, durante miles y miles de años. Me hipnotiza ese río inmóvil, mudo, sus burbujas ni remolinos, sin truchas ni barbos nadando a contracorriente, sin eclosiones de insectos al atardecer, sin las inmersiones audaces y fascinantes de los martines pescadores…, como ocurre aguas arriba en el Turia. Veo un lecho ahora seco pero lleno de vida, la intuyo bajo sus piedras, entre sus arenales y a veces, como este verano, sobre alguno de sus enormes cantos rodados. Descubrí la silueta del conejo sobre unas de esas piedras, quieto, inmóvil ante los primeros resplandores del sol…, sonreí al haber descubierto su pequeño y sutil perfil, encogido y orejudo, mientras daba pedales sobre la Flaca, me imaginé caminando por el lecho junto a Norton, me imaginé el lance imposible del conejo huyendo y de mi medio galgo lanzado a la carrera sobre esos lechos pedregosos del hermoso barranco de Carraixet, a veces imagino esas mismas carreras en alguna llanura manchega, a veces me imagino a mi mismo caminando sin mas destino que el de la siguiente liebre, del siguiente episodio de mi vida…, y sigo pedaleando hacia ella, hacia la Sierra Calderona, salgo a la altura de la antigua caseta de la Cruz Roja y voy remontando el suave repecho que lleva hacia la base de la OTAN, alcanzo la rotonda, viró hacia Porta Coeli y pedaleo sobre la vía de servicio, a la altura de la base me salgo a la carretera y la brisa marina parece empujarme, noto como la Flaca se mueve con facilidad y observo los campos de naranjos a mi derecha, el bosque mediterráneo a mi izquierda, tras las alambradas. Un bosque casi virgen de algarrobos y pinos, de matas de esparto que forman como planicies doradas, de espesas coscojas…, escucho el graznido seco de las urracas, la rodadura de las estrechas ruedas, la resonancia del carbono…, y siempre es así.
La carretera se alarga, traza suaves curvas…, ya no hay coches aparcados, ni semáforos, tampoco las fachadas de los edificios ni vías del tren que cruzar…, ya dejé atrás las calles de Burjasot y Godella, la ciudad…, ahora echo una mirada a los caballos del picadero, la misma brisa me trae el olor peculiar y durante unos instantes mis ojos se encuentran con los suyos, me gusta…, y sigo dando pedales tranquilo, remontando, dejando el firme bueno justo a la altura del desvío hacia el sanatorio y rodando sobre el asfalto bacheado y ondulado que sigue ascendiendo hacia Porta Coeli, hacia la Cartuja, hacia el camino de las Canteras. Son las raíces de los pinos las que abomban la carretera, de los mismos pinos que crecen junto a ella y que me relajan. Las lomas y cimas de la Calderona están ahora mas cerca, han cambiado sus formas y veo con mas detalle sus vallejos, sus umbrías, sus cortados, su vegetación que vira a verdes vivos o verdes apagados cuando las nubes se interponen ante el sol vespertino.
Voy aminorando y paro en el aparcamiento del Pla de Lucas, no hay nadie y el silencio me llena de calma, solo escucho el viento, el canto de alguna avecilla o de nuevo las voces roncas de las urracas saqueando los contenedores de basura…, pero el lugar rezuma calma, paz, tranquilidad…, es tan distinto a la ciudad que acabo de dejar y me vuelve a sorprender el hecho de que sea tan fácil salir de la urbe y asomarte a la naturaleza dando pedaladas, una tras otra, sin hacer ruido, sin contaminar, usando tu propio cuerpo, sintiéndote con fuerzas suficientes para rodar relajadamente…, tan solo anhelando este premio, este sosiego, estas visiones.
Vuelvo a montar, giro a derechas y ruedo ya sobre el Camino de las Canteras, la luz filtrada por las nubes inunda el asfalto, un asfalto que antaño estaba sombreado por los pinos que lo flanqueaban…, ahora, solo veo sus tocones aserrados, los restos de virutas esparcidos por el suelo desbrozado, veo sus troncos apilados, muertos, desprovistos de sus ramas, mudos, sin que la brisa los haga hablar. Veo las laderas desnudas tras el desmonte, tras los cortafuegos abiertos en otro intento político de demostrar al público que la Calderona importa…, política efectista pero torpe y ciega. No puedo evitar pensar en la multitud de lugares casi inaccesibles de esta serranía en la que habitan endemismos valiosos, en la que se refugia la fauna mas valorada…, en esos encalves no se ha hecho anda, no se han abierto cortafuegos que es donde los fuegos corren y mas daño hacen…, pero claro, si esos trabajos se hubiesen realizado en el corazón de la sierra nadie los habría visto, el padre de familia que viene a pasear al Pla de Lucas, con su mujer y sus hijos no lo habrían visto, pero si que ven los enormes cortafuegos abiertos a ambos lados de la carretera…, mejor no seguir pensando en la estupidez y en la inmoralidad sin limites de quienes nos gobiernan, mejor volver la vista al bosque que vuelve a asomarse al Camino de las Canteras, aquí aún no han llegado las motosierras, lo harán en unas semanas, me imagino.
Ruedo en silencio, a solas…, incluso la rodadura sutil asemeja un estruendo en medio de esta calma, sigo remontando, clack, clack, clack…, subo coronas para trepar por encima de las viejas naves de usadas para el cultivo de champiñones, voy remontando y echando miradas a mi derecha, se ve e llano allí abajo, algunos islotes de sol, algunas brumas, el cielo como emborronado y siento de frente el viento marino.
Después el breve descenso, suspiro, recupero el aliento y me tumbo en los virajes sin pedalear…, no tengo prisa, me siento bien…, y entro en la garganta, en el húmedo estrecho, en el pequeño cañón en el que crece el musgo, los líquenes, en el que los pinos y los cortados ocultan para siempre la luz del sol…, recuerdo como el hielo y la nieve se acumuló el invierno pasado sobre los viejos y pequeños pretiles de rodeno del puentecito, allí resistió la escarcha la amanecida y me obsequió con destellos, con brillos aquel domingo invernal.
Encaro el último repecho, me levanto del sillín y pedaleo relajado, aprovechando para estirar un poco los músculos, para relajar la espalda baja, ruedo pegado a los taludes rojizos, teñidos por el rodeno, veo la pinocha caída, los rugosos troncos del pinar, esos chalets silenciosos, cobijados a la sombra del bosque y de la propia montaña, encaramados en sus laderas y como adormilados con los primeros frescos otoñales. No hay nadie tomando un café en sus terrazas, no hay nadie barriendo esa misma pinocha y el agua de las piscinas esta quieta, tan solo movida por la brisa del mar que hasta aquí remonta briosa a partir del mediodía, jornada tras jornada, día tras día…, hasta que llegan los vientos del norte que soplan de tierra adentro hacia el mar.
Conozco a unos de los dueños, son vecinos de Valencia y ya están mayores, Vicente aún conduce…, pero es el ciclo natural, casi como el de las estaciones, pero en homo no se repiten, nacemos en la primavera, crecemos y vivimos en el verano, en el otoño maduramos y somos capaces de ver en la distancia, también somos capaces de volver esa mirada hacia atrás y de ver nuestras vidas pasadas…, y en el silencio invernal nos calmamos, buscamos ese rincón seguro, la ultima brasa, el ultimo carbón antes de regresar a ella, a la Madre Tierra.
Corono el alto, suspiro y vuelvo a dejarme caer, cambio al plato grande, percibo el traqueteo del asfalto resquebrajado y roto por las heladas, voy trazando las curvas, percibiendo ya el aroma de la leña quemada escapando por alguna chimenea y enfilo la recta que lleva a la carretera, veo la señal de STOP convertida en un santuario, veo su foto, su imagen…, aminoro y paro frente a ella, frente a la imagen de Jonathan. Después aún descubro sobre el asfalto una mancha oscura, irregular, alargada, envuelta por el trazo de un spray plateado…, sus amigos le recuerdan.
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De nuevo vuelvo a mirar la fotografía de un jovenzuelo que no tenia ni dieciocho años, veo sus rasgos finos, sus facciones suaves, aún por madurar, aún por reflejar los problemas y los pesares de la edad, veo la imagen de la ilusión, de las ganas de pedalear, de competir, de gozar de las bicis y de los amigos. De esos amigos de la peña Btt La Pajara de Xirivella que lo acogieron como al hijo de todos ellos…, me contaron después que algunos de ellos no pudieron soportar el golpe de la muerte, que se hundieron sintiéndose culpables por haber pedaleado junto a él, por haberle contagiado la pasión por los pedales, por el asfalto, por la tierra de las pistas forestales cuando hacían montaña…, también la pasión por la vida, pero la muerte es inasumible, la muerte así, violenta y artificial te rompe el corazón, te golpea profundamente y te lanza al abismo.
Alguien ha hecho una pequeña bicicleta con hilo de cobre y la ha dejado ahí, alguien ha colgado un par de crucifijos…, incluso la brisa parece dedicarle un recuerdo en medio de este silencio, murmura entre las ramas de los pinos…, yo la escucho, percibo el silencio, trato de vivirlo, de no olvidar este momento. La imagen de Jonathan permanece ahí, junto a los viejos olivos silenciosos y con sus troncos cubiertos de musgo…, en un lugar hermoso, entre el paso silencioso y continuado, a veces espaciado de ciclistas, algunos jóvenes como lo fue él y otros viejos y cansados pero que no dejan de hacer el Camino de las Canteras, que no dejan de subir al Oronet o al Garbí, que sienten que cada año les cuesta mas pero que saben que cada año puede ser el ultimo…, y posiblemente alguno de ellos mire a Jonathan como lo estoy mirando yo en estos momentos y diga murmurando envuelto en su propia soledad.
- Si era un xiquet.
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Y volverá a pedalear lentamente, sintiendo sus rodillas entumecidas y la espalda anquilosada, recordando a otros compañeros que también dejaron sus vidas en la carretera hasta que las rampas le hagan jadear y se incline hacia el manillar en un ultimo esfuerzo por vivir, por coronar…., una vez mas.
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