Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

domingo, 11 de abril de 2010

SONIDOS..., en "Diario de homo".


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   No era un sonido, era un canto, el canto de un ave que llegaba desde el cielo…, allá en las Tierras Altas cuando yo era pequeño, un niño que se distraía levantando piedras con la puntera de sus zapatos ortopédicos, buscando escorpiones y escolopendras, contemplando a veces como las hormigas sorprendidas se afanaban en guarecer a sus larvas en los túneles subterráneos, observando ese mundo oculto que se desarrollaba bajo ellas, siempre húmedo y escondido…, aunque el calor del estío resecase el pasto que había brotado con la primavera.
    Pero a veces, apartaba mis ojos de la tierra y miraba hacia el cielo porque lo había oído, había escuchado el canto de aquel ave, que emitía sus trinos y silvidos desde las alturas y no desde las ramas de los pinos, de los algarrobos o de los olivos. Entonces me ponía las manos alrededor de los ojos, como formando una visera o una especie de prismáticos imaginarios y buscaba por el cielo, a veces con nubes dispersas, a veces cubierto y otras despejado y cegador. Buscaba a esa avecilla y sonreía cuando la localizaba suspendida en el aire, aleteando y lanzando sus trinos, quieta allí arriba, como flotando…, hasta que dejaba de batir sus alas y se dejaba caer, se precipitaba en picado, acelerando…, como los halcones que Félix Rodríguez de la Fuentela Tierra”. Yo seguía con la mirada y excitado aquella caída libre, imaginando que se abalanzaría sobre un ratoncillo o sobre otra ave mas pequeña. Y justo cuando estaba apunto de tocar tierra, remontaba y se posaba sobre alguna piedra elevada, sobre algún promontorio…, pero jamás sobre ningún ratoncillo ni sobre ninguna otra ave. Era una alondra y aquella era su danza..., yo no lo sabía, pero continué buscándola en el cielo cada vez que la escuchaba y continué siguiéndola con mis ojos durante aquellos espectaculares picados. me mostraba todos los viernes en “El Hombre y
    Continué, durante mi infancia, con mis correrías por los pinares de las llamadas Tierras Altas, cuando apenas están a algo mas de 160 de altitud, pero para mi era el bosque, la naturaleza, lo mas parecido a lo que veía entusiasmado todos los viernes por la noche. Continué descubriendo sonidos, el canto ronco de los alcaudones, el curioso arrullo de los abejarrucos cuando volvían de África, el graznido serio de los cuervos…, cuervos gallineros como los llamaba mi abuelo materno, el ulular de las abubillas, las llamadas de las aves nocturnas mientras me acurrucaba entre las mantas. Mas de una vez me asomé a la ventana a buscarlos y alguna vez descubrí sus siluetas posadas sobre los cables del tendido eléctrico.
   Es curioso, han pasado muchos años, décadas y esos sonidos me siguen haciendo sonreír, me siguen haciendo levantar la vista buscando a las alondras…., aunque muchas veces desisto porque me duele el cuello o porque me mareo, también sigo buscando a los abejarrucos o quedándome quieto cundo escucho el repiqueteo de algún picapinos. La primera vez que lo escuché fue entre los altos eucaliptos de la Font del Marge…, imagino que me quedé quieto, moviendo levemente la cabeza, orientando las orejas hacia el bosque, pero ya no recuerdo si volví a oírlo. 
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Es un sonido esquivo, fugaz, escaso y cada vez que lo oigo me siento un afortunado, me llena de alegría. La última vez lo escuché junto a Joa, creo que fue la primera vez que lo percibimos juntos.
   La Font del Marge fue mi primer santuario, remontar las cuesta desde el monasterio de Porta Coeli con mi primera bici de montaña, una Conor, era una proeza para mi. Llegaba hasta allí arriba resoplando y rellenaba el bidón con el agua que manaba de aquel pequeño caño…, alegre y satisfecho. 
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Me sentaba y bebía en silencio, observaba los eucaliptos y escuchaba el zumbido de las abejas y de las avispas revoloteando sobre el reguerillo de agua que atravesaba el camino y que discurría hacia el enmarañado barranco. 
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A veces, en días de viento oía como las altas y flexibles copas se rozaban entre ellas, como el viento zumbaba, como emitía sonidos, como susurros y como una vez arrancó una corteza que se precipitó al suelo rebotando entre las ramas. Escuché los chasquidos y la vi caer…, pero enseguida se confundió entre los restos de la hojarasca…, la hojarasca que también me sorprendía en mis excursiones por los pinares.
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   Escuchaba aquellos crujidos y me quedaba quieto, atento, escuchando y alguna vez los conseguía ver…, eran los lagartos ocelados que tomaban el sol y escapaban cuando me descubrían, se internaban entre las coscojas o entre los algarrobos, por eso escuchaba como pisaban las hojas muertas. Sobre la pinocha no se les oía, las frágiles agujas muertas apenas si sonaban bajo las patas del lagarto…, pero a veces eran serpientes las que reptaban escurridizas, podía ver como sus cuerpos desaparecían entre los mismos arbustos o entre los huecos de los roquedos…, entonces el asustado era yo, me quedaba quieto y luego me alejaba ante aquel miedo ancestral instalado en nuestros genes y transmitidos entre aquellos homínidos que siempre tuvieron miedo de ellas, de las serpientes.
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   Pero en los paseos casi al anochecer los sonidos cambiaban, de niño no lo podía hacer. La noche en el campo me daba miedo, los pinares perdían su verde, sus formas, se tornaban en algo oscuro que parecía fundirse con el cielo…, entraba en el chalé con mi inseparable Cometa, una carabina de aire comprimido del 4.5, la dejaba en alguna esquina del comedor, al alcance de mi mano o siempre a la vista. Entonces jugaba con mi hermana Mónica o veíamos la tele junto a mis padres…, fuera, la noche seguía inundándolo todo con su negrura y con los gritos de las aves nocturnas y finalmente amanecía en las llamadas Tierras Altas, muy cerquita de la Sierra Calderona.
    Años después, décadas después, el crepúsculo dejaría de asustarme, hubieron años en los que me provocaría cierta tristeza, como pesar…., por con el tiempo voy viendo el anochecer como algo normal, casi como un respiro cuando el día declina, cuando los ánimos se acallan y uno desea relajarse, terminar y dormir. Pero es cuando ellas se llaman unas a otras, cuando las nocturnas lanzas sus voces agudas que recorren el pinar silencioso y me erizan la piel.
   Fue una de esas tardes de marzo en las que subía desde Valencia con Run-run, terminé pronto y aún me dio tiempo a pasear a Norton y a Mia. El sol ya se ponía por detrás de esas confieras que comenzaban a mudar el verde por el oscuro, por el negro. El momento en el que los pajarillos callaban y hablaban los mochuelos y las lechuzas. Me quedé quieto, sentí un escalofrío y estuve escuchándolas, miré hacia los árboles y no las pude ver, pero seguían ahí, fantasmagóricas, ajenas al ojo de homo que todo quería escrutar, saber, distinguir, identificar, estudiar.
  De nuevo percibí la calma y continué caminando, viendo como los perros entraban y salían del monte, viendo como sus pelajes también perdían sus colores negros y marrones y se convertían en huidizas siluetas. Escuchando como atravesaban las ramas bajas, los arbustos…, como eran ellos quienes hacían crujir la hojarasca.
   Seguí caminando, dejándome envolver por la el anochecer, sintiendo como el bosque se rozaba contra mi al atravesar el pequeño barranco…, Mia y Norton eran ya dos espíritus de la naturaleza, confundidos con las sombras, con las matas, con el monte.
   
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     El silencio era un sonido, el que percibía y sigo percibiendo a veces en el campo.
   
   Ahora y desde los albores de la humanidad, desde que el alba sorprendía a algún homo tallando una piedra en África…, clac, clac, clac…, cesaba aquel sonido primigenio y nuestro ancestro observaba la pieza.
  Amanecía, se iluminaba la sabana y también mi habitación en las Tierras Altas, solía levantarme pronto para intentar cazar con mi Cometa algún gorrión, algún estornino…, en aquellos días tomaba Cola-cao con leche…, ahora es el aroma del café torrefacto el que ha acompañado mis últimos amaneceres en el campo, a mediados de marzo. Recuerdo que uno de esos días me recibió un maravilloso coro de estorninos, sus trinos llegaban de todos los rincones, se mezclaba con el gorgojeo de la cafetera y yo sonreía viviendo ese momento de calma, de paz, de intimidad antes de que mi padre se despertase, antes de que el sol comenzase a elevarse, antes de que los mirlos se guarecieran de nuevo en la espesura…, fue mágico, como lo fueron aquellos silencios, aquella calma que en si misma era un sonido, hace unos 8 años, cuando los viernes subíamos a las Tierras Altas, mis padres se quedaban en el chalé, aún se valían por si mismos y yo salía a dar una pedalada corta, pero me alejaba lo suficiente para rodar entre pistas silenciosas y calladas, tan calmadas que mas de una vez me paraba y trataba de percibir algo en aquella ausencia de sonidos estridentes.
   Sentía placer, una extraña dicha y la percepción de un algo que nunca logré reconocer o asimilar, fue una de aquellas tardes cuando me pregunté aquello de “¿Cuánto tiempo podré seguir llevando esta vida…?”, a mi me gustaba aquella sencillez, aquella rutina. La respuesta llegaría unas semanas después con el ictus de mi padre…, después ya nada fue igual y aquella vida la viví hasta aquel momento.


    

9 comentarios:

Ángel Zamora dijo...

Mi madre suele decir: "En una vida hay muchas vidas..." Nunca se sabe...

Abrazos.

Pedro Bonache dijo...

Hola Anzaga..., como siempre, comentarios cortos, frases que incitan a pensar..., creo que tu madre se referia a las edades, a como vemos la vida según crecemos y envejecemos, según maduramos, según desaprendemos lo que aprendimos creyendo que era lo que debiamos aprender, a como las circunstancias nos timonean.
Un abrazo.

ClaveDeSol dijo...

Tus escritos siempre tienen la facilidad de hacer recobrar la calma. Pero es normal si te rodeas de naturaleza... apacigüa el ánimo y transmite paz.

Me ha gustado el valor que le otorgas al silencio. No es fácil darle la importancia que se merece a día de hoy, con esta cantidad de ruidos y estímulos por todos lados. Valorar el silencio y aprender de él, ayuda a conocerse mejor a uno mismo, a los demás y a tu entorno.

Siempre absorviendo aprendizaje de la cotidianidad, del día a día, de los mínimos detalles... y sacando el mejor lado de las cosas. Buena percepción de la vida. Chapó!!

ClaveDeSol dijo...

Tus escritos siempre tienen la facilidad de hacer recobrar la calma. Pero es normal si te rodeas de naturaleza... apacigüa el ánimo y transmite paz.

Me ha gustado el valor que le otorgas al silencio. No es fácil darle la importancia que se merece a día de hoy, con esta cantidad de ruidos y estímulos por todos lados. Valorar el silencio y aprender de él, ayuda a conocerse mejor a uno mismo, a los demás y a tu entorno.

Siempre absorviendo aprendizaje de la cotidianidad, del día a día, de los mínimos detalles... y sacando el mejor lado de las cosas. Buena percepción de la vida. Chapó!!

Pedro Bonache dijo...

Y mira quien habla del silencio, una mujer que se hace llamar ClaveDeSol...¡¡¡¡.
Hola Mar, tienes razón cuando hablas de la enorme cantidad de estimulos con que nos bombardean..., llega un momento en el que ya no sabes que quieres ni quien eres..., creo que por eso la calma del bosque o del amanecer no enriquece, no se, creo que es el unico momento en que puedes escucharte a ti mismo y a tus necesidades reales.
Un beso chiquilla.

Mª Carmen Callado. dijo...

Es lo que tiene ser del bosque...Y lo acabo de escribir en ese otro bosque de tus paseos.
El recorrido que siempre haces por tus recuerdos es de una nitidez tal que los haces presente. Como si el tiempo no hubiera pasado y tu vida no cambiara con aquel ictus. Describes tan claro tus vivencias que no parece existir distancia ni ausencia entre el tiempo y la mente.

Yo también tengo una hermana llamada Mónica...que casualidad...y, como bien dices, debo ser una homínida sin remedio...me asustan a muerte los reptiles, hasta el punto que no puedo ni escribir el nombre...siento pavor...Espero que en mi bosque no aparezcan más allá de las lagartijas.

Es un placer pasear por este tu bosque que está animadísimo con tanto bichejo. Creo que alguna vez volverás a sentir ese "un algo" de nuevo, ese algo lleno de silencios y calma. A esos gorgojeos de cafetera y estornino.
Un besico.

Pedro Bonache dijo...

¿Sabes Lara...?, dicen los neurologos que los recuerdos se fragmentan en el cerebro y que cada vez que los evocamos vuelven a recomponerse..., pero no siempre igual, pero lo que creo que si se recuerda con nitidez son las sensaciones y los sentimientos. Recuerdo ese sosiego de los silencios y ese gozo fugaz con los cantos de las aves..., ese es un recuerdo vívido, tanto que lo anhelo y descubro que no siempre uno esta receptivo. No se si será la edad o las circunstancias, pero me aterra dejar de percibir todo eso, toda esa naturaleza
Y otro besico para ti, tamborilera.

Josep Julián dijo...

Hola Pedro:
Suscribo los comentarios anteriores. Siempre que escribes involucras al lector que acaba pedaleando, bebiendo de las fuentes o espantando lagartijas a tu lado.
También percibo ese miedo siempre latente a perder ese mundo que está tan cercano de tu casa en términos de distancia. Parece que evoques paisajes remotos a los que uno sabe que quizá no regresará nunca.
Las Tierras Altas forman parte de tu vida y entonces es seguro que nunca las perderás por muchas cosas que te pasen y muchas otras que te aten, siempre estarán a un tiro de piedra para que tú te puedas perder en ellas, camuflarte en ellas, sentir como homo más que como Pedro. Es tu universo. Para otros, esos universos se recrean de espacios lejanos o que no existen, pero no es tu caso, así que eres un afortunado. No deberías tener miedo a perderlos sino a no poder disfrutarlos siempre que, en el fondo, creo que es lo que te pasa.
Y hablando de otra cosa ¡¡ya han llegado!!.
Un abrazo.

Pedro Bonache dijo...

Hola Josep..., intuyo que ya has alzado los ojos y los has visto. Bien, bien..., ellos no entienden de pasaportes, de ofertas de viajes en internet, de facturacion de equipajes....
Pues si, quizás esa infancia en las Tierras ALtas me marcó mas de lo que imaginaba, me desconecté de ellas durante la juventud y ahora, cuando me acerco a la cincuentena regreso como el emigrante que finalmente sonrie entre las callejas de su pueblo, las de siempre, las de piedra..., en fin, que puede que al final me invade la nostalgia, la soledad, cierta amargura..., pero como dicen, siempre queda uno mismo con sus recuerdos y sus pequeños placeres, que al final decides disfrutarlos tu solo, en tu mundo..., del que quizás no vuelvas a salir.
Un abrazo Josep.