La manada y yo hemos amanecido tranquilos, escuchando los silvidos de los estorninos y el canto delicado de los mirlos, percibiendo la claridad del amanecer y viendo desde la cama las alargadas hojas del eucalipto y la picuda copa del cedro.
En el salón comedor las cortinas estaban echadas, madre tiene verdadera obsesión por echar las cortinas cuando ahí fuera llega la noche, se siente inquieta, se siente observada por la oscuridad del campo y me ruega que eche las cortinas, me recuerda a Neville blindando las ventanas cuando llegaba el crepúsculo de la humanidad.
Pero ya ha amanecido, abro las cortinas y sonrio a la luz, la noche ya no está.
Me preparo el café bajo la mirada atenta de Mía, que se ha sentado a la mesa y que en un descuido me ha robado el ultimo pedazo de bizcocho. Me pregunto si ella también tomaria café, si algun día terminaré con toda la manada sentada alrededor de la mesa, es posible.
Salimos a dar el paseo, la manada trota y yo percibo una calma increible, no escucho sonidos producidos por humanos, tan solo mis pisadas sobre la tierra y a los pajarillos que cantan, que lanzan sus trinos delicados y armoniosos, alegres y dichosos.
Soy capaz de distinguir la monótona llamada de la abubilla, la algarabia poco talentosa de los gorriones, las roncas conversaciones de las urracas y las melodias de esas otras avecillas que veo y escucho pero que no soy capaz de identificar, pero al jilguero si, al jilguero lo reconozco facilmente.
Seguimos dando el paseo, disfrutando de esos coros hasta que reconozco las llamadas de las ultimas aves nocturnas, una charla entre autillos y mochuelos, unas llamadas que poco se parecen a los cantos de las avecillas ilusionadas con la primavera.
Unas voces inquietantes que surgen desde esa espesura a la que siempre miro convencido de que alberga ojos amarillos que también me observan.
Pero el momento tan solo dura unos instantes, incluso creo que Piper y Cecil los escuchan, hasta Piper se gira hacia mi como preguntando que son esas voces como chillidos que inevitablemente le recuerdan a la noche..., esa misma noche que también inquieta a mamá y que por eso me pide que eche las cortinas cuando el sol muere. Cuando las aves abandonan la espesura con sus vuelos mudos y silenciosos y las avecillas cantoras se refugian bajo el alero de la terraza, entre las ramas del jazmin o en las rejas de las ventanas.
Yo me guarezco bajo las mantas y sonrio si oigo la sutil y misteriosa llamada de la lechuza, trato de dormir y deseo que la luz me despierte lentamente, deseo poder volver a ver las hojas del eucalipto y la picuda copa del cedro.
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