Recordó el olor a perro y a polvo, recordó el jadear de los galgos, recordó sus mantos atigrados y vio sus rodillas, ya con la nueva piel bajo las costras de sangre reseca que día tras día se habían ido desprendiendo y cayendo sobre la tierra de la meseta.
- Espera, que se me han desatado los cordones –anunció Alberto.
Se agachó allí mismo, entre los galgos, entre Vago y Llorica, entre Huidizo, que le miraba desde la cara mas larga y afilada que la de cualquier otro lebrel, le miraba con su escuálido cuerpo de medio lado y con los cuartos traseros en tensión, como esperando una amenaza o un gesto brusco de él, del niño que le miraba sonriendo, casi burlándose de esa actitud siempre temerosa, siempre asustadiza y distante. Todo él, todo Huidizo dibujaba una estampa de huida, todo él era esquivo, sesgado, desconfiado y triste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario