Alberto miró hacia ese mismo lado y no vio a nadie, tan solo volvió a encontrarse con aquella inmensidad, con aquellos espacios en los que de vez en cuando surgía algún montón de piedras, algún majano grisáceo o las cuadriculas de parcelas en barbecho, solitarias o siendo roturadas por tractores que siempre surgían en la distancia, en la lejanía y envueltos por el polvo de esa misma tierra y con el agricultor encerrado en la cabina de cristal, contemplando el campo, las pajas segadas casi a ras de aquella tierra áspera y sonriendo cuando alguna liebre saltaba nerviosa ante el estruendo del tractor desgarrando y volteando la tierra.
A veces levantaba la vista y a través de los sucios cristales, miraba a su alrededor, veía lo mismo de siempre…, la meseta, el llano, los amplios páramos y a veces, sobre todo durante aquel verano de los robos de galgos, a aquellos niños que siempre andaban rodeados de esos galgos que nadie quería, todos ellos bardinos, atigrados, como hijos de la meseta. Incluso a veces los confundía con los mismos campos y le parecía ver solo a los lebreles, los niños se mimetizaban entre aquella collera que nadie quería.
Alberto sonrió, buscó a aquella collera de malditos, buscó a los niños y se encontró de nuevo con la mirada de Alejandra, con su sonrisa.
- ¿Todo bien, cariño? –preguntó ella.
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