Los mordiscos empezaron al poco de acostarse, como si una collera de galgos enloquecidos acribillase a tijeretazos sus tripas y sus intestinos, esos que tantas veces había visto cuando sajaban al cerdo o cuando abría a las rabonas. Entonces se encogía, se giraba hacia el otro lado de la cama, para no molestarla a ella y se apretaba el vientre mientras el sudor brotaba por los poros y resbalaba entre las arrugas de su rostro como si fuese una tierra árida y descarnada, como si fuese una ladera erosionada y repleta de surcos y torrenteras que lluvia tras lluvia la iba lijando hasta mostrar la piedra, esa costra dura y hostil de la meseta, hasta dejar al aire los huesos de su cadáver, de su calavera…, pero al final lograba dormir un poco, los mordiscos se espaciaban y un poco antes de que los paramos se abriesen para que el amanecer brotase lentamente, abría los ojos.
Distinguió la escopeta al alcance de su mano y suspiró, se palpó el estómago y no sintió dolor, la collera parecía dormitar en sus entrañas, relajada o fatigada después de la carnicería.
A veces, en medio de esos sudores que empapaban la cama, deliraba y creía reconocer a todos los galgos que ahorcó, a todos esos galgos que abandonó y a los que jamás propició una caricia sincera, un mimo o un beso, como hacían las gentes de la ciudad.
A veces, Matías cabeceaba en medio de esos dolores y creía reconocer en la mirada de todos aquellos galgos, algo más que los simples ojos de un perro, veía la incomprensión y la profunda pena, la tristeza y el abatimiento. Durante unos momentos el poder sentir eso le aliviaba el dolor, el poder verlos como algo mas que una herramienta, le hacia sentirse mas humano, le hacia descubrir algo nuevo en si mismo. Era capaz de percibir el amor y el cariño de una manera especial, como nunca sintió ni siquiera de niño ni de adolescente, entonces sonreía aunque se estuviese pudriendo por dentro, pero era una sensación que duraba poco, después, en medio de la angustia, los ojos de los galgos se apagaban y volvía a ver tan solo a unos perros nacidos para correr y para matar liebres, volvía a rabiar de dolor, a encogerse, a hacerse un ovillo como lo había visto hacer miles de veces a los galgos.
3 comentarios:
Que duro texto, Pedro!
Pero me gusta que dotes a Matias de esos sentimientos contradictorios, ese atisbo de remordimiento, ese asomarse a lo que puede ser el sentimiento de un perro que ha sido tu compañero.
Es que creo, Antonia, que sería muy duro morir o vivir sin llegar a poder cambiar de opinión, sin llegar a entender o sentir otros sentimientos, no se...., sin llegar a ser capaz de ver la vida con ojos nuevos, aunque fuese en tus ultimos días o en tus ultimas horas.
Ojalá mucha gente comprendiese eso!!
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