.
La noche ahí fuera, la guerra, la muerte…, chocolate y azúcar.
Lejano, como un trueno, como una tormenta…, en la oscuridad que los ojos de Juana apenas si podían atravesar. La noche ahí fuera y dentro de la pequeña ermita…, también escuchó la respiración de los galgos, algún quejido de sus hijos y el leve aliento de Manuel junto a ella, con sus ojos cerrados…, lo sabia porque con sus dedos reconocía el rostro frío y mudo de su marido, callado desde la paliza, desde el saqueo, desde que anunció el avance de las tropas…, y volvió a oírlo, sordo y lejano, y otro mas.
Se cubrió con la manta y sintió dolor en sus caderas cuando se incorporó, el los huesos que semana tras semana iban aflorando bajo la piel y rozándose contra el suelo de la ermita. Se movió entre los muros, apartó con cuidado el portón y un escalofrío recorrió su cuerpo cuando la noche la envolvió con su frío, con la humedad, con el silencio acompañado por las distantes detonaciones.
Una sonrisa se formó en sus labios cuando pasó junto a la fuente, cuando escuchó el discurrir del agua por el pequeño regato, cubierto por una vegetación de tallos finos como cabellos verdes que se vencían sobre el reguero hasta que la meseta lo engullía ahí donde las grietas tragaban el agua.
Trepó a la loma y percibió el leve paso del viento nocturno, escuchó el aleteo de las hojas de los chopos pero apenas si pudo distinguir como iban cayendo amarilleadas.
Vio el destello en la noche, súbito y sin sonido hasta que la onda sonora llegó anunciando la muerte desde allí donde había caído el obús…, todo aquello estaba lejos, pero ella y su familia ya lo habían vivido unas semanas atrás cuando saquearon su casa y apalizaron a Manuel…, escuchó el repiqueteo muy distante de una ametralladora, disparos aislados y se imaginó a algún joven caer, sentir el golpe de la bala y preguntarse si la sangre que resbalaba por su camisa era suya, se imaginó a personas mayores aferradas a una escopeta o a un fusil tratando de defender su tierra, a su familia, sus propias ideas…, sin palabras, tan solo con gestos y acciones, apuntando a personas que desconocía o a sus propios vecinos, anhelando sus campos, sus lindes o simplemente cegados por la propaganda política…, pero ella también habría matado, si hubiese tenido a mano una escopeta de caza, habría matado al hijo del Ambrosio y a toda la cuadrilla que le acompañaba…, y la guerra del hombre habría continuado, la venganza, las rencillas y los odios enterrados durante décadas, generación tras generación y transmitido con la palabra, con las miradas, con los relatos malintencionados durante la siega, después de cenar bajo la noche manchega, en los llanos infinitos de la meseta, sobre esa tierra áspera que lentamente iba mostrando su piel con la amanecida.
Aún escuchó otra sorda detonación, otro tableteo de ametralladora…, también el canto de alguna avecilla y el mismo silencio del páramo que también parecía tener su voz, su propia respiración, como los chopos que volvieron chasquear sus hojas con un viento que subió por la loma y levantó algunos vórtices de polvo y de ramitas secas que corretearon hacia el horizonte.
Miró allí, hacia donde los llanos parecían incendiarse con el sol emergente y su propia piel se llenó de vida, de un brillo intenso que le hizo entrecerrar los parpados, que le hizo formar una visera con sus manos bajo su frente…, después, sus alpargatas siguieron la reseca sendita que se movía entre matojos bajos y leñosos, fue descendiendo y se detuvo ante el covacho. Observó el tronco que obraba de dintel y la pieza de cuero cuarteado que pendía de él a modo de cortavientos, lo apartó y la luz del amanecer penetró en el abrigo socavado en el talud.
El tono entre amarillento y gris del suelo parecía ascender hacia las paredes, parecía cubrir con una fina capa de polvo el jergón y al mugriento colchón, que alguna alimañaza había mordisqueado hasta esparcir la lana, al murete de piedra sobre el que descansaban algunos recipientes de metal oscurecido, oxidado, patinado por el hollín de los fuegos que habían ardido allí dentro, ante los ojos del pastor ateo. La madera de la silla también era gris, sin vida, sin resinas ni vetas vivas.
Ensartó el paravientos en un clavo del dintel y entró, se movió entre aquellos enseres abandonados y descubrió otro hueco a la derecha, la cueva profundizaba hacia ese lado, un curioso frescor emanaba del rincón ya sumido en la penumbra…, sonrió al descubrir, la cueva, la fresquera, la despensa del hombre…, y alargó su mano hacia una tabla clavada en la piedra, algo de azúcar, un polvillo de color marrón en una lata y una pequeña botellita de cristal en la que quedaban varios dedos de aceite…, en tarritos de cristal que el pastor había guardado alejados de los ojos ajenos a los suyos.
- No me lo puedo creer…, chocolate en polvo.
Sonrió, dio media vuelta, salió de la despensa y los vió a contraluz, tan solo siluetas oscuras inmóviles que miraban hacia el interior del covacho…, los menudos contornos de Luis y Dolores, las escuálidas siluetas de Churria y del Niño Cazador, pero de altos lomos, de largas patas, de picudos hocicos, de cabezas como sin orejas…, la mano de Luis sobre el cráneo de Churria, resbalando hacia su costado, palpando sus costillas, buscando su corazón.
- Me habéis asustado…, tengo una sorpresa, hoy desayunaremos chocolate caliente.
Juana se paró antes de salir, justo bajo el tronco que obraba de dintel…, descubrió un trapo que envolvía algo alargado, dejó la olla en el suelo de tierra y alzo los brazos hacia allí. Sintió el peso entre sus manos, se acuclillo y reconoció el olor del aceite de la escopeta envuelta por la tela marrón y atada con fibras de esparto. El mismo olor que desprendían las manos de su padre después de limpiar y engrasar las armas de los señores que participaban en las cacerías. Su padre era guarda en una finca extremeña, sabia de armas y aquellos hombres que venían de la ciudad confiaban en él.
- ¿Qué es eso, madre…? –preguntó la pequeña Dolores.
- Cosas de hombres.
- ¿Es para padre…?
- Si… -susurró Juana- para nosotros.
Chocolate caliente, una mujer, una niña, un niño…, una familia.
Dolores observaba las llamas bajo el cazo, aspiraba los vapores de la leche y con su manita alejaba los hocicos de Churria y del Niño Cazador, miraba a su hermano contar las pieles de liebre…, ya casi no jugaban pero salían juntos con los galgos y hablaban con padre, madre les había dicho que hablasen con él aunque él no les contestase, aunque tan solo moviese sus ojos como si estuviese asustado, como si fuesen los ojos de un niño o una niña como ella que descubría las cosas por primera vez.
- ¿Y porque no habla ni nos besa como antes…? –preguntaba Dolores.
- Por que le duele tanto el cuerpo que si habla aún le duele más…, y dile a tu hermano que venga a desayunar.
Y Juana acercaba la taza de metal a los labios de Manuel, perdidos entre la enmarañada barba que le había crecido…, el sorbía con la espalda apoyada contra los muros de la pequeña ermita y sus ojos continuaban moviéndose nerviosos sobre su blanco ocular. Veía el rostro de esa mujer, su cara, la forma hacia arriba de los labios apretados y finos, la forma huesuda de sus pómulos, los cabellos negros cayendo sobre su frente, las ropas oscuras…, la forma hacia arriba de los labios, en una mueca, en un gesto…, extraño, distinto a la faz normal…, era una sonrisa, amistad, calma, paz.
Vio los niños, ellos también bebían el líquido de color marrón que manchaba sus caritas, le miraban y también tenían sus boquitas hacia arriba…, como la sonrisa, como la amistad, como el cariño…, pero el niño no, el niño tenía pliegues en su frente y le miraba a los ojos, los mismos con los que él escrutaba a esas personas, a la mujer y al niño y a la niña, a los sillares de los muros…, o cuando había mirado hacia arriba, a las vigas que atravesaban el techo, al aleteo de alguna paloma que desprendía plumas y que caían sobre el suelo de tierra sin hacer ruido, también un polvillo que brillaba cuando atravesaban los haces de sol que penetraba por los tragaluces, estrechos y cegados por el polvo, por las hojas de la solitaria chopera, por plantitas que crecían entre sus rendijas.
Y a ellos también los veía, eran distintos a la mujer y al niño y a la niña…, tenían cuatro finas patas y los lomos arqueados hacia arriba, las cabezas muy largas y estrechas, la cola relajada como un estrecho sable envainado, las orejas cuerpo a tierra sobre sus cráneos, siempre así…, siempre los había visto así cuando entraban allí en cualquier momento, entraban esos dos animales con sus pelos pegados a los huesos, a sus costillas, a sus vértebras…, se acercaban y le miraban, le olían y le lamían…, luego se iban, entraba la mujer o el niño o la niña…, la mujer le abrazaba a veces, también escuchaba su voz y sentía sus lloros, su agua de los ojos mojando su piel, solo un poco cuando resbalaba a través de la barba, eso que cubría su faz y le pinchaba en su mano, en la izquierda…, la otra siempre estaba quieta desde que había comenzado a ver, a oír, a sentir.
Volvieron a entrar y supo que era bueno cuando sus labios se estiraban hacia arriba, vió el humillo transparente elevarse desde el cazo y le supo agradable, estaba caliente y el niño y la niña le miraban mientras bebían ese liquido marrón…, los otros, los de cuatro patas, estiradas y flexibles, se habían dejado caer lentamente, flexionándolas y les miraban con sus pechos apoyados contra el suelo de tierra de la ermita, sus estrechas cinturas quedaban al aire como cobijadas entre los poderosos cuartos traseros que se abombaban hacia fuera, abiertos como las alas imposibles de una musculosa mariposa.
Intentó tirar de sus labios hacia arriba, como hacían ellos, como hacia ese al que ellos le decían Niño Cazador…, lo intentó y sintió como lo que bebía resbala por su barbilla, entre la enmarañada barba…, volvió a intentarlo y vió como ellos también lo hacian.
- ¿Esta bueno, cariño…?, ¿te gusta…?, ¿sabes lo que es…? –balbuceó Juana.
- ¿Por qué le preguntas eso, madre…? –replicó Dolores, limpiándose los labios con la lengua y envolviendo la taza con sus manitas- es chocolate y agua.
- Lente…, jas, lentejas… -murmuró Manuel, ya con sus labios formando una sonrisa temerosa y vacilante bajo la barba.
2 comentarios:
Leyendo esta segunda entrega me preguntaba quién te habrá ido contando la vida de guerra y dolor. Por tu edad no has vivido nada de eso, pero relatas tan bien que, y no es coba, incluso he visto realizada una película con ella y de la cual vas escribiendo el guión.
Me encanta esa forma tan clara en que relatas esos momentos tan duros. El hambre, la miseria, la enfermedad del padre. Incluso he pensado que los personajes parten de una historia muy cercana que duele y se refleja. Por eso llega tanto. Porque la realidad supera a la ficción.
Creo que esto deberías publicarlo una vez concluido. ¿Lo has pensado?
Besicos llanos y manchegos.
Lara, si sigues así, estando ahí y hablando, seguro que la termino. Y has visto bien..., realmente es un guión y trato de describir secuencias y no capitulos.
Tengo una inquietante capacidad..., puedo sentir hambre y dolor intensamente, puedo imaginar durante unos pocos segundos el dolor de la guerra, el horror..., y realmente no es dificil, hoy por hoy vemos la muerte y la guerra a diario, por la tele, en la red, en la prensa.
No se si te lo he dicho, pero el arrranque de este relato surgió de un hecho real, el hecho de que una galga alimentase a una familia durante la guerra civil. No se mas, aquel anciano dijo "una como esa nos dio de comer en la guerra...", le dijo a una pareja que despues me lo contó a mi, refiriendose a una galga, claro.
Lo intentaré publicar pero tengo claro que pagandolo yo.
Muchos besos, Ama del Bosque y me ha encantado eso de ·"besicos llanos y manchegos..."
Publicar un comentario