Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

sábado, 5 de diciembre de 2009

UNA SENSACIÓN, UNA PERCEPCIÓN, UN SENTIMIENTO..., ANTE EL MENHIR DEL CANTAL.






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La pantalla del portátil mostraba el mapa descargado desde su inseparable GPS, una imagen blanca y brillante que llenaba el perfil de Joa con esa misma claridad. Sus propios rasgos, sus pómulos, la nariz, sus labios, su frente..., podrían ser las curvas de nivel, los hondos y las crestas, las sendas y los caminos que a ella fascinan y hechizan..., estaba descargando del GPS la ruta del domingo, manejando el ratón y observando todo el trazado.
-Ah... ¿sabias que la piedra es un menhir rodeado de asentamientos ibéricos...? -musitó apartando sus ojos del PC y mirándome con una sonrisa.
- ¿Qué...?.
- Si..., me lo dijo un compañero del colegio, yo no lo sabía.
Me recliné en la silla y suspiré..., unos segundos después sentí como mi piel se erizaba y como me invadía una súbita excitación.
- Joder..., pues yo no lo sabía..., pero cariño, creo que intuí algo..., el Cantal siempre me ha provocado unas sensaciones extrañas..., sobre todo la primera vez que llegué hasta allí tirando de mapa militar y a solas..., y es un menhir -murmuré- cariño, me gustaría volver este “finde”.
Joa sonrió, soltó el ratón y rozó mi barbilla, me miro a los ojos y asintió.
- Bien..., pues repetimos, pero eso de arrastrar a Camino por la pedrera...
- No..., tranquila que volveremos por otro sitio.
- Mejor..., hala, a ver su guardo esto y fem el soparet.
Volví mis ojos hacia la pantalla y vi de nuevo esas líneas de nivel, las cotas, el trazado de las ramblas y de los barrancos, los cantos rodados que las inundaban, inmóviles y silenciosos, los terraplenes que las avenidas habían erosionado durante miles y miles de años..., pedaleaba solo, consultando el mapa militar cada centena de metros, parando en los cruces y tratando de encontrar referencias. En aquel cruce volví a detenerme, volví a consultar y decidí girar a derechas..., hace ya más de ocho años de aquella pedalada en solitario por los áridos montes de Lliria y recuerdo que giré a derechas, según marcaba el mapa militar a escala 1/50.000. Di unas pocas pedaladas, fui virando a izquierdas, descansando con la ligera pendiente que atenuaba la pedalada y entonces descubrí aquel llano escondido, una planicie que se inclinaba dulcemente hacia el este, cubierta por un pasto verde y vivo, disperso pero que en la distancia surgía lleno de vida y de color en medio de aquellos caminos blancuzcos, en medio de aquellas ramblas grises y pétreas, en medio de las matas leñosas y espinosas que sobrevivían sin agua..., y que me habían acompañado durante toda la ruta y que habían fijado en mi mente esa sensación de aridez y dureza que en esos momentos se disperso ante la visión de aquella piedra que surgía en medio de la pradera, rodeaba de colinas, como escondida tras ellas.
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Eché pié a tierra, imagino que bebí algo y la observé, no puedo recordar que sentí exactamente en aquellos momentos, pero si se que me quedé allí, en medio de ese paraje tan especial durante algún rato, observando la piedra que apuntaba al cielo, gris y aguzada, como a punto de despegar..., y rodeada de esas hierbas serranas, de cortos tallos, como fieles y sumisas a la eterna roca.

Consulté otra vez el mapa y descubrí que ese lugar estaba marcado como El Cantal..., realmente casi todos los rincones de la serranía tenían nombres, cada colina, cada estrecho, cada rambla, cada collado..., El Salto del Caballo, el Collado del Lobo, el Collado Rojo, el Llosar, Cometa, Cugé, La Murta..., ¿el Collado Rojo...?, ¡claro...!, lo recordé en ese momento, era la franja de rodeno que afloraba a mitad de descenso desde el Alto de Romero hacia el barranco de Albalat, girando a izquierdas y viendo ante mis ojos aquella tierra roja que remataba un pico con unas pequeñas ruinas tan ocres y coloradas que parecían haber surgido de forma natural del mismo pico...,




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...pero allí no se veía ningún cartel, ningún indicador, no había ningún lugareño al que preguntar..., pero desde luego estas montañas habían estado habitadas, las gentes se habían movido por ellas y habían ido bautizando cada entorno, cada enclave, cada piedra, sus escasas fuentes..., las habían caminado y conocido, dormido en ellas, cazado y cultivado..., y también habrían muerto en ellas...., pero ellas continuaban ahí, rodeándome, la piedra también, quieta, inmóvil, aquel curioso lugar en el que algunas pequeñas rocas grises destacaban sobre el pasto, estaban fuera de lugar y daba la sensación de que alguien las había llevado hasta allí, de que en algún momento habían sido utilizadas..., como para tender uno de los ribazos que corría a mi izquierda, como los otros que subían la montaña y se perdían entre la maleza, entre el pinar que crecía hacia unos peñascos también grises.

Volví a montar, repasé otra vez el mapa..., imagino que eché una última mirada a esa piedra, a aquel lugar tan especial y volví a pedalear. A los pocos metros me encontré con una pista que trepaba recta hacia la cumbre de otra loma, sin zig-zags, sin curvas..., era la misma que Joa y yo estábamos subiendo el domingo de la semana anterior y estaba destrozada, tan solo un tramo de tierra roja en las primeras rampas se había mantenido firme, el resto era una auténtica cantera, un canchal de roca suelta que terminó por abatir a Joa, a mi también, al final eché pié a tierra y decidí subir empujando a la Bicipalo, una pendiente del 18% y sobre miles y miles de piedras erosionadas y arrancadas a las montañas por las lluvias y los hielos de los últimos ocho años..., eran un riesgo innecesario para mis músculos.
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Coroné la última loma, dejé a la Bicipalo tumbada sobre las piedras y bajé a buscar a Joa, estaba al otro lado de la montaña y cuando llegué hasta ella se negó a dejarme a Camino.

- Pero chica...
- Que no, Camino es mia y la arrastro yo.
Y siguió tirando de su bici por el manillar, remontando sobre la pista convertida en una estrecha lengua de rocas, de cantos, de piedras sobre las que resbalaban nuestras zapatillas..., llegamos a la cima y vi a Joa algo blanca, un poco mareada y buscando sus botellines de agua. Poco a poco fue recobrando el aliento y miró en derredor.
Se escuchaba el zumbido de los insectos..., solo eso y el cielo parecía muy cerca de nuestros cascos, allí arriba, en el Collado del Lobo, en una cima de vegetación rala, sin pinares ni alcornocales, solo aromáticas y espinosas, lomos de roca grisácea, gravas, arbustos y ese silencio que nos envolvía hasta que Joa murmuró.
- Es que esos barrancos de ahí abajo me sofocan..., y por mas que quería no podía seguirte.
- Cariño, es que ayer nos dimos un buen tute.
- Si será eso..., desde el viaje a Finisterre no había doblado días de bici..., y doblar días de bici contigo es demasiado, cariño, demasiado para mi.
Imagino que nos besamos, después nos dejamos caer por la serpenteante pista que desciende hasta la rambla del barranco de Albalat..., y justo una semana después le proponía de nuevo, volver al Cantal, repetir la ruta, volver a ese prado del que emergía el menhir como si una curiosa y caprichosa fuerza tectónica hubiese fracturado la roca, como si la hubiese tallado para luego empujarla desde las entrañas de la serranía hasta que su vértice surgiese para apuntar al sol, hacia las estrellas de las silenciosas y solitarias noches serranas..., pero parece que no fue así, pero fueron los humanos, los pobladores primigenios de estas montañas los que excavaron en esa tierra para hincar la piedra hacia la que Joa y yo volveríamos a pedalear el sábado siguiente.
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El Cantal.

Giré la cabeza y vi a Joa pedaleando sin desfallecer...,


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...ya habíamos dejado a tras la vía de servicio, también los chales y las casetas del Pla de l´Arc, las fincas de naranjos, el Mas de Moya, las rampas blanquecinas y resecas de las Boqueras..., y pedaleábamos hacia el Alto de Abanillas, pedaleando hacia el menhir, siguiendo el camino que también lleva a Alcublas si tocar asfalto, atravesando los escasos pinares que sobrevivieron a los incendios de los años noventa y envueltos en los aromas de la aromáticas, rodeados de montañas grisáceas, cubiertas de espesos arbustos, de coscojas y aliagas, de plantas de esparto espigadas y de cadáveres retorcidos de pinos calcinados.



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Miré hacia las montañas, las volví a ver una tras otra, peladas y casi como desnudas, pétreas y duras, hoscas sin una belleza cromática que alegrase la vista de esos horizontes ondulados, sin los mantos verdes que suelen difuminar la luz del día, sin los tonos ocres o amarillos del otoño, de los primeros días de invierno..., volví la vista a la pista, al camino de tierra, a las rueda delantera..., justo un poco antes de descubrirla ahí delante, enroscada junto a una piedrecilla. La esquive, desmonte y me acuclillé frente a la pequeña víbora áspid o puede que fuese una culebra viperina..., no lo tuve claro, pero le hice dos fotos mientras Joa me las hacia a mi.



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Continuamos ascendiendo, ganando altura, volviendo a contemplar los horizontes azulados y distantes del Camp del Turia, las serranías de Utiel y Requena, las abruptas formas de los Serranos..., montañas y cerros, cimas y collados, picos y altos hacia los que rodábamos girando a derechas, a izquierdas, remontando y a veces dejándonos caer durante unas decenas de metros, recuperando el aliento y volviendo a sentir la calma y la soledad de estos parajes, descubriendo caminitos y sendas que se movían entre las ramblas, entre las laderas y que conducían a pequeños campos de olivos, a pequeñas terrazas de tierras amarillentas o blancas.

Viré a izquierdas, subí otro piñón y fui encarando la última rampa hacia el alto de Abanillas..., después doblando a derechas, saliendo de la protección de la montaña y entonces una ráfaga de viento me dio en el rostro, en el pecho, en los antebrazos desnudos..., me provocó un escalofrio y levanté la cabeza, vi un cielo despejado, con las estelas como congeladas de los reactores, de nuevo los horizontes azulados, allí abajo..., y descubrí que la excitación de esa tarde en la que Joa me había dicho que la piedra del Cantal era un menhir, había desaparecido, no se porqué..., pero tampoco le di mayor trascendencia, seguí pedaleando, volviendo a virar a derechas, remontando un repechito, girando a izquierdas y saliendo a la pista que subía por mi derecha desde la cuesta de la Sardina y por la derecha desde la Masia de Abanillas.

Desmonté, eché un trago de isotónica y miré hacia las montañas que nos cerraban el paso hacia el Cantal, por encima de ellas se podía ver el pico de Montemayor a 1015 metros de altitud, con su torre vigía y la cicatriz del cortafuegos a su derecha..


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La pista descendía hacia Abanillas, daba un giro a izquierdas, otro a derechas y se perdía de vista hacia esas montañas, hacia el Collado del Lobo.

Joa paró junto a mi, echó pié a tierra y sonrió buscando su botellín.

- Que diferencia de hoy con la semana pasada..., he subido sin enterarme.

Le acaricié la mejilla y esperé a que bebiese..., pude sentir su piel entre las yemas de mis dedos, el hueso de sus pómulos..., vi mi mano tocando su faz, percibiéndola..., su mirada, el guiño reflejo de sus parpados cuando mis dedos pasaban cerca de ellos o sobre sus finas cejas..., lo vi tan delicado y frágil que no pude evitar pensar en la violencia de genero, en los hombres que apalizan a las mujeres, en los hombres que rompen esos rostros a golpes, en quienes son capaces de torturarlas, de humillarlas a diario, de hacerlas sentir como seres despreciables sin dignidad y cuyo único sentido de la existencia es el de servirnos hasta la muerte..., lo único que las dignifica, según ellos.

Joa sonrió, encajó su bidón y se estiro hacia mi..., me besó y noté el agua empapando sus labios, su respiración aún algo acelerada.

- Mira cariño, se ve Montemayor... -susurró ella.

- Si..., recuerdo que era lo único que reconocía cuando exploraba estas tierras a solas y con el mapa militar..., siempre me impresionan, esas montañas de ahí delante, quiero decir..., parece que cierren el paso..., pero mira, luego te vas acercando y vas descubriendo que puedes moverte entre ellas..., es como la vida misma..., a veces nos desborda con hechos que nos parecen demoledores pero luego, si no sucumbes y vas aprendiendo con los años, descubres que la apariencia es una cosa y la realidad otra.

- ¡¡¡ Ayyy, mi literato Azorín...¡¡¡.

Joa me sujetó por la nuca y pego sus labios a los míos.

- En todo caso..., literato Pedrín ...- logré farfullar con la lengua liada.

- Vamos al Cantal cariño..., que me siento muy bien.

- Venga, vamos allá.

Volvimos a montar, dimos unas pedaladas cuesta abajo y rodamos hacia la Masia de Abanillas. Quedó a nuestra izquierda, en lo alto de una loma desde la que se podrían divisas sus tierras, los mismos campos de almendros que quedaban a ambos lados de la pista, entre los muretes, entre los ribazos que parcelaban las tierras robadas por homo al monte, a la serranía. Pude distinguir sus paredes encaladas y un reloj de sol, Joa tiró unas fotos y seguimos perdiendo altura mientras Montemayor quedaba fuera de nuestra vista y el Collado del Lobo parecía crecer mientras nosotros atravesábamos el barranco del LLosar. Una veta gris y pedregosa que partía la pista forestal, que serpenteaba repleta de gravas y cantos arrancados durante miles y miles de años a los estrechos, a las gargantas, a los barrancos por los que el agua había discurrido muchos antes de que por estas tierras se escucharan las primeras voces humanas.

Cambié al plato mediano, subí un par de piñones..., giré la cabeza, vi a Joa cruzando la rambla y continué pedaleando, ascendiendo, recuperando la altitud perdida en el descenso, rodando con el LLosar a mi izquierda, echando miradas a su cauce seco y retorcido y descubriendo las primeras notas de color, las primeras señales de esa agua escondida en medio de estas montañas secas, sin apenas umbrías, con pocas fuentes. Las hojas amarillas de algunos jóvenes chopos se movían con el viento que soplaba de vez en vez.

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Crecían ahí, entre los guijarros, entre los cantos, entre los restos de la erosión milenaria..., en medio del silencio tan solo contaminado por el murmullo de los neumáticos sobre la tierra, por mi respiración y por mis pisadas sobre la pendiente cuando paré y eché pie a tierra frente a unas ruinas que se asomaban al barranco, frente a una cueva artificial que horadaba el talud.

Resbalando sobre la tierra suelta y arañándome contra los arbustos llegué hasta el cauce del barranco, me quedé quieto observado la roca gris, sus formas suavizadas, redondeadas..., incluso descubriendo un pequeño surco excavado en ella que conducía a una diminuta poza, un huequito en la losa lleno de agua...,


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...líquido en medio de aquella aridez, un trago de vida que habría bebido sin dudar si llevase días sin beber, vagando perdido por estas montañas..., sonreí ante sus destellos y me pregunté si bajo mis zapatillas, si bajo estas placas de roca aún corría algún río subterráneo, si esa agua que había cincelado estas torrenteras, estas ramblas, estos barrancos..., aún estaba ahí, enterrada, discurriendo entre hoquedades, entre sifones y pozas sumidas en la oscuridad y en el silencio eterno.

Después trepé hasta el covacha y vi de cerca los pequeños cantos apelmazados entre la arcilla, entré, descubrí los carbones de apagados de una pequeña fogata y me sorprendió no encontrar ningún graffiti ni manchas de hollín en el techo..., ese barranco estaba demasiado lejos de cualquier chalé, de alguna urbanización desde las que los adolescentes pudiesen salir en sus bicis para divertirse en la gruta.


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Un documento excepcional, imagen real de un auténtico


Homo bicicletecus asomandose fuera de su cueva



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Bajé al barranco y remonté junto a las pequeñas ruinas de lo que debió ser una especie de molino, una balsa rodeada de brozas y arbustos surgió junto a ellas..., desde la pista no la había visto. Miré en derredor, escuché el silencio y volví a observar esos restos de presencia humana reciente. Imaginé que podrían extraer gravas del barranco, agua para las caballerías, arenas para la construcción, para los morteros con los que sellaban y aseguraban los muros de piedra.

Regresé a la pista y me encontré con Camino junto a la Bicipalo, al ratito vi a Joa destrepando una loma.

- Es que me meaba.

- Besitos, besitos.

Después separé mis labios de los suyos y dije.

- Hala..., a ver el menhir, que lo tenemos ahí al lado.

- ¡Al menhir...!.

Volvimos a montar, rodamos un rato mas y nos desviamos a la derecha en un giro muy cerrado, remontamos un suave repechito, perdimos de vista el barranco del Llosar y frente a nosotros surgió la piedra, el menhir..., en medio de esa pradera ligeramente inclinada hacia los pies de un cerro cubierto de matorral y con su cima plana y alargada. Tiznada de un verde tímido, sin brillos, sin florecillas y moteado con piedras grises esparcidas como si fuesen los restos de una enorme talla, los vestigios de algunas construcciones que hace unos 6000 años rodeasen a ese monolito aguzado que apuntaba al cielo..., un verde que recordaba a las Tierras Altas, a entornos distantes en el tiempo, en la historia de estas montañas pero presentes en forma de sensaciones, de percepciones, de sentimientos..., en formas de unos leves escalofríos..., que ese día no percibí.


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Suspiré algo triste, algo defraudado por mi mismo. Toda la excitación y la emoción de esa tarde en casa de Joa cuando me dijo que la piedra era un menhir habían desaparecido..., me encontré como distante, sin la sensibilidad suficiente para percibir lo que allí acaeció hace miles de años, sin la percepción necesaria para recibir la magia del lugar, del entorno, del paraje.

Echamos pie a tierra y caminamos junto a las bicis hasta el monumento. Joa dejó a Camino sobre el pasto de estrechos tallos y poco tupido, unas hierbas que parecían empeñarse en crecer en esas tierras secas para que la piedra gris destacase sobre ellas, como si fuesen sus acólitos eternos, las hijas de las mismas que pisaron aquellos que tallaron la roca, aquellos que la arrancaron a la montaña y que transportaron hasta allí, los mismos que excavaron y que la hincaron en mitad del prado, a la falda del cerro elevado en el que se asentaron aquellos íberos que habitaron estas tierras.




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Joa rodeó el menhir y la faltó tiempo para trepar..., me miró y posó como una sacerdotisa, como una druida, como una mujer que formaba parte de la montaña, de la tierra, de la piedra..., después me coloqué yo, toqué la roca, la observé, vi su superficie rugosa, con algunas pequeñas matas crecidas en sus grietas, vi su piel áspera, repleta de pequeños cráteres, de agujeritos y me pregunté si siempre fue así, si en algún momento aquellos canteros pulieron su superficie, si en algún rincón, si en alguna de sus facetas quedarían las huellas de alguna inscripción, alguna marca, alguna señal..., pero fui incapaz de buscarla y volví a sentirme decaído, abatido, tan moderno, tan de ciudad, tan insensible, tan lejos de las visiones que podía vivir un chaman, un hechicero..., tan distante de las vibraciones que podría reconocer un médium.


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Solo percibía el silencio, el soplo fugaz del viento, el muslo caliente de Joa junto al mío cuando nos comimos unas barritas, al menhir contra mi espalda.

- Cariño..., si esto es un menhir, lo debieron traer de allí arriba... -murmuré señalando hacia unos peñascos grises y fracturados- bueno, creo que eso sería lo lógico, ¿no...?.

- ¿Es que nunca paras de pensar y de hacerte preguntas...? -respondió Joa acariciando mis mejillas.

- En el colegio nunca preguntaba nada, daba igual que no entendiese lo que explicaba el maestro..., pero ahora parece que voy siendo capaz de levantar la mano y preguntar.

Joa volvió a sonreír y apoyó su cabeza contra mi pecho..., la abracé y estuvimos así un rato, bajo el sol, apoyados contra el menhir..., en silencio, a solas..., hasta que llegó una furgoneta con dos cazadores, soltaron a dos perros que enseguida vinieron a olisquearlos. Observamos a los hombres, bajaron hasta un pinar de repoblación, anduvieron ojeando entre los tomillos, entre las resecas matitas de cardos y se marcharon. Regresó el silencio, la soledad..., al rato volvimos a escuchar el rumor de neumáticos sobre tierra, el sonido metálico de los remolques de los perros al rebotar contra los baches del camino..., es un sonido especial, lo he dicho otras veces, no se escucha el motor, solo ese crujido continuo y entonces caigo en la cuenta de que ellos no saben que estas ahí, tu los observas como si fueses el ultimo morador de la serranía, como su fueses el último cromañón, el ultimo cazador-recolector que habitó estas montañas, libre, sin fronteras, sin identidad, sin ataduras..., tan solo las del hambre, las de la sed, la del cobijo nocturno..., con tan solo las ataduras que imponía ella, la Madre.

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El camino de la Murta.


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Echamos una última mirada al menhir, volvió a quedar solo, ahí en medio de la pradera rodeada de cerros vigilantes, ahora desiertos, inhabitados, silenciosos..., montamos sobre La Bicipalo y Camino y fuimos rodando hasta dar con el asfalto del camino de la Murta.

- La primera vez que estuve aquí me perdí -confesó Joa- vi el asfalto y no me imaginé que esto era el camino de la Murta, daría de vueltas..., en mi mapa no salía como carretera.

- En el mío salía como una línea roja..., que ahora seguiremos hacia la Caparrota.

- A la fuente.

- Mismamente.

Giramos a derechas y fuimos remontando un repechito sobre un asfalto viejo y parcheado, sin tráfico, solitario y atravesando campos de almendros encerrados entre muretes levantados con lajas de piedra amarillenta, pero colocadas de canto. Formaban hermosas vistas, vistas centenarias, filos de piedra casi decorativos que envolvían esas terrazas que se sucedían a distintas alturas, entre campos cultivados sobre el propio perfil del monte de tierras claras y de relieves abruptos, entre barrancos de poca profundidad, entre taludes horadados por los abejarrucos, entre pinares que surgían apretados, que se dispersaban y que desaparecían ante los ribazos de los cultivos.

Fuimos remontando, ascendiendo sobre el rugoso asfalto, contemplando las ruinas de algunas parideras, de humildes casetas abandonadas y escuchando el gorjeo de una fuentecita cuando paré a esperar a Joa. Después continuamos pedaleando, descubrimos los restos a nuestra derecha de la Casa Vergara y poco después giramos a derechas, volvimos a rodar sobre la tierra, aún ganamos mas altura, algunas de esas casas quedaron al lado de la pista, asomadas desde sus muros de piedra grisácea, cerradas con ventanas y portones de madera decolorada, acerrojadas con pestillos tan viejos y agrietados como las vigas escondidas bajo las tejas..., solitarias, calladas, sin luz durante las noches, sin luz durante el día, sin humos emanando de sus chimeneas, sin aromas flotando en derredor, sin los cantos al amanecer.

La pista se inclinó un poquito y Joa me avisó.

- Es aquí, cariño.

Miré a mi derecha y descubrí la Fuente de la Caparrota a ese lado, frené, di la vuelta y desmonté junto a ella. Observé el largo abrevadero, las huellas de pezuñas en la tierra y el limo, las algas poblando el canalillo, el color blanco demasiado luminoso en aquel entorno y recordé una de esas salidas que hacia con mi amigo Martín, también llamado Luther o Wengue. Llegamos hasta aquí acalorados y sedientos..., y nos encontramos con dos chicas que no se atrevían a atravesar la nube de avispas tan sedientas como nosotros, para llenar sus botellas. Martín dio un salto hacia atrás cuando los primeros insectos zumbaron cerca de su piel, recuerdo que sonreí, pasé entre ellas y fui llenando como un invitado mas.


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El viento rizó el agua del abrevadero, levantó alguna nubecilla de polvo y se marchó sin traer nada, ni voces ni olores..., solo el zumbido de algún pinar cercano, encaramado entre las laderas de las cotas que envolvían el poblado de Maria de Camarases. Contemplamos las ruinas, los corrales vacíos, las casas dejadas a su suerte, los campos que fueron trabajados y mimados décadas atrás..., miré por encima de la fuente y me pareció maravilloso que de ese monte, que de esa tierra, que de sus entrañas manase el agua que dio vida a este asentamiento, a sus animales, a sus cosechas, a sus hombres, mujeres y niños.


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Montamos de nuevo, otra vez pedaleamos entre esas ruinas, entre los campos olvidados y casi abandonados que pueblan estas serranías deshabitadas y fuimos remontando, sorteando mas campos, mas pinares, mas terrazas y bancales que la vegetación salvaje ya había colonizado lentamente, sin ruido ni algarabía, sin expropiaciones y sin embargos..., muy despacio y por derecho natural, sin dolor ni daño.

La pista fue virando a derechas, enderezándose hacia arriba..., resoplé y fui dando pedales, trepando, ascendiendo hasta que el horizonte se terminó durante unos segundos en el Collado del Lobo..., el viento dio contra mi rostro, me espetó y el matador giró sobe sus cuartos traseros, se escabulló entre las coscojas, entre las carrascas y trotó entre los barrancos y estrechos, sobre la roca y entre las matas aromáticas que impregnaban su hocico y su pelaje pardo y áspero, de olores serranos..., un olor distinto al que olfateo alzando el hocico negro y húmedo.

El lobo volvió a deslizarse entre los matorrales y se asomó a la pradera desde la loma, volvió a olisquear y distinguió la humareda de una fogata, percibió el olor de la carne cruda y escuchó las voces de los humanos. Muchas voces alrededor de una enorme piedra que movían lentamente con cuerdas de esparto y con troncos, con ramas arrancadas al bosque..., vió como poco a poco se alzaba, como quedaba medio hundido en la tierra, como apuntaba al cielo, al cosmos, al universo..., volvió a olisquear y fue bajando la loma serpenteando, parando y escuchando, oyendo las voces cada vez mas cerca, sintiendo el olor de la carne con mas intensidad, el olor de los homos también, su griterío ante la piedra erguida..., y el sabor del jabalí muerto cuando hundió sus caninos en ella.

La pierna del gorrino colgó de sus fauces, los poderosos músculos de su cuello la alzaron y se lanzó contra el bosque. El matorral crujió con su embestida, llenó su pelambre de hojitas marchitas, de pequeñas ramas partidas, quebradas y fue remontando, alejándose del prado, de los cerros de homo..., internándose en la espesura que ellos aún temían, ahí donde el bosque se cerraba, donde se hacia denso, impenetrable, íntimo.





































































































































































































































































































































































































































































































































9 comentarios:

Josep Julián dijo...

Jolines Pedro, me parece que con Joa como compañera te has marcado nuevos retos ciclistas. Lo que no sé es con la pechada de cuestas que lléváis a las espaldas cuando llegáis a los sitios aún os queden ganas de pararos y hacer fotos como si nada. Desde luego, a mí eso no me llama, lo de la bici de montaña digo.
La aparición de Joa en tu vida y en tus historias las hacen más interactivas y se nota que eres feliz.
Un abrazo.

joa dijo...

Te ha salido precioso, cariño, tanto como amaneció aquel día, como transcurre cada jornada en la montaña contigo. Te invito a una birra (no virtual) y comentamos con detalle los aciertos literarios.

Pedro Bonache dijo...

¿Que tal Josep...?, cuando son retos ciclistas aun le gano..., pero son tambien retos personales, retos casi vitales.
Es verdad, ahora ella siempre aparece en mis historias, compartimos esas rutas, en bici o a pie, comparto tambien horas entre semana y estoy empezando a compartir mis sentimientos.
Ah y lo de las cuestas es inherente a estas aficiones, afortunadamente ningun ingeniero trazó el perfil de las montañas..., si el de las pistas forestales, pero hay veces que tiran "a lo recto" montaña arriba y montaña abajo..., aunque seguro que no serán tan extenuantes como cuando te enfrentas a negociaciones en las que hay muchos dineros y responsabilidades de por medio.
Un saludo Josep.

Ars Natura dijo...

Hola HOMO,
Muy buena la foto del bicicletecus asomásndose desde su cueva, un gran momento, rememorando tiempos pasados, pasadísimos....
Algunas de tus fotografías me recuerdan a la Sierra de La Culebra en la provincia de Zamora, reducto de la población más nutrida de lobo ibérico que aún nos queda. Y hablando de culebras, lo que fotografiaste no es un a víbora ni una viperina, es un ejemplar jóven de culebra de escalera. La próxima vez que te encuentres con un reptil parecido, si puedes mírale la pupila y si la tiene como los gatos, alargada, es una víbora sinduda y si tiene la pupila redonda se trata de una culebra. Ten cuidado con el veneno de las víboras.

Una pregunta, no cansa subir y bajar tanta cuesta caminera con la bicipalo y un mamut en el manillar?, tiene que pesar lo suyo...

Un abrazo, Pedro, que hacía tiempo que no pasaba por aqui a saludarte, aunque sí a hacerte visitas sin dejar huella....

Ars Natura dijo...

Ah, y otra cosa, no me imaginaba que los menhires fueran tan altos. Cuando he visto a Joa subido a él me ha impresionado su tamaño, el del menhir no el de Joa, ejejeje.

Pedro Bonache dijo...

Culebra de escalera..., que bueno,sabia que tu o Anzaga me ayudarias...,la foto del Bicicletecus es obra de Joa..., je, je, je, la verdad es que da juego.
Sabia que la sierra de la Culebra es el ultimo reducto, tengo un viaje pendiente a esas tierras zamoranas..., y el menhir, pues si que es alto si, lo que son bajitos son los dolmenes..., pero es el lugar Goyo..., le que destila algo especial.
Por cierto, Joa ha escalado el Kilimanjaro y el Chimborazo..., ya puedes imaginar lo que tardó en subirse a la piedra sagrada.
Un abrazo Goyo.

ZAPA dijo...

Hola Tete, com ya sabes,los comentarios los suelo realizar por teléfono o en persona, pero algún día tenía que ser la primera vez en plasmar algo.
Me ha encantado ver fotos de los parajes que recorrimos antaño, tú con la Massi y yo con la BH. Aunque tengo que reconocer que te has buscado una mejor compañía.
Estoy comenzando a leer de nuevo tus artículos, comentarios, narraciones,... y veo que tienes para escribir uno,dos,tres,... libros.
Todavía se me ponen los pelos de punta recordando las andaduras que mantuvimos, así como los comentarios, risas y penurias vividas mientras consumíamos kilómetros y kilómetros en esta gran Sierra. ¡¡¡Qué tiempos!!!
Joder macho, que melancólico para ser la primera vez que escribo algo.
En fin, a ver si por fín me presentas a Joa y , si la agenda familiar lo pernmite, podemos compartir una ruta por la Sierra Madre.

Un abrazo

Pedro Bonache dijo...

Zapa..., conocido como Santi, pues si, que navidades aquellas que nos conocimos, tu con la BH y yo con la Massi..., como bien recordabas, jo y yo enchandote la bronca para que dejaras de seguirme y te pusieras a mi lado..., como ocurrió y como ha seguido ocurriendo desde entonces..., bueno, hasta que me abandonaste por los Nomadas..., que nomadean de una serrania a otra mientras que a mi no me sacan de la Calderona ni con trabucos..., bueno, Joa si y sin trabucazos, je, je, je.
La trenzas y yo salimos todos los sabados y fiestas de guardar, je, je, je..., solo es cuestion de quedar.
Nos vemos tete..., je, je, je,. comoe se hermano que no tuve.

celia dijo...

... impresionante!!!