Miré hacia la meta, pero no llegué a ver el arco hinchable del que pendía el cronometro..., alguien se movió junto a las vayas en la que los voluntarios cortaban las bridas que sujetaban el dorsal y el chip que activaba los cronómetros. Enseguida reconocí el maillot azul y rojo de la peña Btt de Moncada y las coletas de Joa cayendo sobre él.
- ¡Cariñooo...¡ -voceé abriéndome el paso entre el publico y los ciclistas que aún deambulaban tirando de sus bicis a pié.
El rostro de Joa resplandecía..., después sonrió y nos abrazamos, nos besamos y mis pupilas rotaron de nuevo hacia el cronometro, 6 horas y cinco minutos, había tardado mi galga en cubrir los mas de 80 kilómetros y en subir los mas de 1800 metros de desnivel acumulado..., volvimos a besarnos, separé mis las labios de los de ella y la miré, seguía sonriendo y casi gimoteando entre risas.
- Pero cariño... ¿tu has visto el tiempo que has hecho...?.
Afirmó con la cabeza, formando una sonrisa pero sin separar sus estrechos labios.
- Es que no quería que esperaras demasiado.
- ¿Esperar...?, pero si solo te he sacado tres cuartos de hora.
Entonces me di cuenta de que acababa de conocer un poco mas a Pilar Agulló, también llamada Joa, era la ultima extraña y novedosa sensación que recorría mi cuerpo, aún con algunas gotas de barro, aún con la piel algo pegajosa por el sudor reseco sobre ella..., después de haber terminado la Matahombres en cinco horas y veintidós minutos, un tiempo de globero, según Juanma, también llamado el “gnomo”, un mote que le colocó Martín, hace algo mas de dos años, cuando él y yo empezamos a rodar por la Calderona con un grupo de amigos de Xirivella, jóvenes y entusiastas, a los que mi amigo y yo, por cierto, a Martin lo apodaron como “Wengue”, por lo del color negro de su piel y a mi “Bicipalo”, por la bici, claro. Con Juanma tuve algunos “piques”, le solía ganar, también con otros de los colegas, que al final terminaron montando una peña que bautizaron como La Pajara.
Acababa de cruzar bajo el arco hinchable de meta, ya me habían cortado las bridas que sujetaban el dorsal y el chip..., y vi a los colegas de La Pajara, Juanma también me vió, me miró de arriba abajo y me preguntó el tiempo que había hecho, después arrugó el ceño cuando se lo dije y me espetó.
- Joder, ese es un tiempo de globero..., que has venido, ¿a pasear...?.
Podía haberle contestado tantas cosas..., también vi a Jose Angel, un apretón de manos y sonrisas, recordé la charla con él en el alto del Oronet después de la segunda salida con la Flaca tras la caída de agosto, sus ánimos y sus consejos. Después fui tirando de la Bicipalo hacia la parte alta del pueblo donde habíamos aparcado la ranchera, junto a unos viejos corrales, de techos bajos y portones de madera reseca y antigua.
Desde allí arriba volví a mirar hacia el cielo y volví a distinguir los nubarrones, los cúmulos que recorrían las altas montañas de Javalambre, mostrando sus barrigas oscuras y sus perfiles blancos y algodonosos. Cayeron algunas gotitas y me cambié de ropa, guardé la Primigenia y bajé otra vez, a esperar a Joa entre el publico y entre los ciclistas que llenaban la plaza de Camarena de la Sierra después de haber rodado durante 83 kilómetros por las pistas forestales y sendas que se perdían por estas tierras.
Una muchedumbre entre la que empezaba a sentirme solo..., como durante casi toda la prueba.
SOLTANDO A LAS CABRAS.
- A ver cariño, que nos vamos a hacer una autofoto.
Saqué el móvil, traté de enfocarnos y oprimí el disparador.
- ¡Ay que foto mas chula...¡ -exclamó Joa- me la tienes que enviar.
Sonreí y la besé en medio de mas de quinientas bicis que esperaban el estampido de la traca que anunciaba la salida..., los destellos de la pólvora y el estruendo rebotaron en la calleja y nos pusimos en marcha a la pata coja, con un pie calado y el otro empujando como su montásemos en monopatín.
Poco a poco íbamos avanzando, Joa pegadita a mi rueda trasera, con miedo a engancharse en alguna bici y caerse. El humo azulado de la traca nos envolvió, aspiramos ese peculiar aroma de la pólvora aditivada con alumina y en los recovecos de mi mente se despertaron recuerdos de mi infancia, cuando aspiraba ese aroma y lo asociaba a las Fallas..., pero fue un recuerdo tan efímero como lejano..., el murmullo de los ciclistas me devolvió a la realidad. Di un último empujón con la zapatilla y me atreví a calarla en el pedal, di unas pedaladas y empecé a rodar casi codo con codo con la montonera de ciclistas que salíamos de Camarena de la Sierra a las 9 de la mañana.
Giré la cabeza y vi a Joa dando pedaladas a mi espalda, pero saliéndose un poco a su izquierda.
- ¡Cariño, ponte detrás de mi y a la derecha...¡.
Obedeció, volví a mirar por ultima vez y subí un par de piñones al tiempo que decenas y decenas de bicicletas nos adelantaban, una detrás de otra, como si para ellos la carretera no fuese cuesta arriba, como si altitud no les afectase.
- ¡Cariño, no me esperes...¡ -gritó Joa varias veces, imagino que ella también se sentía un poco extraña al comprobar mi ritmo pausado y casi ausente, al ver que no salía disparado hacia esos que nos adelantaban. Ahora mismo creo que se debía de sentir un poco culpable al imaginarse que yo me retenía por ella..., al final volví a girar la cabeza.
- Pili..., no te estoy esperando, es que no voy mas... -confesé y volví la vista al frente, hacia esos ciclistas que seguían adelantándonos..., hasta que dejamos el asfalto y los tacos de las ruedas se hundieron en la tierra húmeda, hasta que la pista forestal comenzó a elevarse y a ir colocando a cada uno en su sitio.
Jadeé, bajé los ojos y fui dando pedales..., diez años después de mi última prueba de montaña. Eché una mirada al lomo pelirrojo del Mamut que barritaba sobre el manillar de la Bicipalo, resoplé y continué pedaleando. Reconocí los rizos de Ana Tortosa asomando bajo su casco, pedaleando junto a su padre.
Eran los amigos de Joa, corredores de montaña como ella, fondistas y acostumbrados a los esfuerzos y retos. La saludé y me preguntó por Joa, le dije que cada uno íbamos a hacer nuestra carrera y los fui dejando atrás poco a poco..., y cuando volví la cabeza ya no vi a Joa, ya estaba solo y envolviéndome en mis pensamientos, en mis sensaciones, distanciándome cada vez mas de todos los ciclistas que iban por delante o de los que aun me adelantaban, fijándome en la pista forestal, echando miradas fugaces a los hermosos parajes que poco a poco aparecían ante nuestros ojos..., pedaleando a un ritmo sosegado, a mi ritmo, tranquilo, relajado..., pero ensimismado, echando miradas al cuenta kilómetros y sorprendiéndome ante lo rápido que pasaban.
La algarabía de la salida, el griterío, los aplausos y ánimos del público..., todo eso quedaba ya en el pasado..., pedaleaba en silencio, escuchando a veces la charla de la gente que pedaleaba en grupo o con los colegas, respondiendo a los comentarios de los que veían a la Bicipalo y no podían creer lo que veían. Pero al ratito regresaba el silencio y la soledad mental, la indiferencia hacia los que ahora, en la bajada se lanzaban en tumba abierta..., yo aproveché la altitud para levantar la cabeza y echar una mirada al mar, al océano de montañas que se abrían, envolviendo a la pequeña población de Riodeva. Vi las nubes planas, que poco a poco se disipaban y a otras bajas, encajadas entre las montañas, vi la inmensidad de las serranías turolenses..., y las “eses” que trazaba la pista en su descenso hacia la población.
Respiré relajado y volví la vista al carril, ese cielo me había tranquilizado, no parecía que fuese a llover ni ha desatarse una de esas tormentas, que desde que el sábado llegamos a la Fondica de la Estación, en la Puebla de Valverde.
LAS TORMENTAS VIAJERAS.
Recogí a Joa el sábado por la mañana, la galguita había preparado dos termos de café Marcilla mezcla para que no me faltara “mi café” durante el fin de semana, también frutas y croissant rellenos de chocolate por si nos asaltaba el hambre o la ansiedad durante nuestra estancia en el hotel rural que había reservado en agosto.
Recuerdo aquella tarde, aún dolorido con la caída pero habiendo salido ya dos veces, una con la Flaca y otra con la Bicipalo. Me conecté a la red y empecé a buscar alojamiento en Camarena de la Sierra, telefoneé a varias de las casas rurales que aparecían anunciadas y me encontré con que todas estaban ocupadas, a casi un mes de la carrera, también escuché tonos de voz vacilantes, respuestas poco sinceras..., y por unos instantes me embargó cierta inquietud. Continué buscando, pero ya en poblaciones cercanas, la siguiente era La Puebla de Valverde, en el listado aparecieron algunas casas rurales, algún apartamento y un hotel llamado La Fondica de la Estación, estaba en la carretera de La Puebla a Camarena, junto a la vieja estación del ferrocarril y alejado del casco urbano. Llamé y me atendió una mujer con el típico acento aragonés, con una voz agradable que me hizo esperar unos pocos segundos mientras consultaba las reservas.
- Pues mire, si que tengo una habitación libre..., con cama doble ¿no...?.
- Si, si, para dormir “junticos” -respondí.
La mujer soltó una carcajada, le di los datos y me despedí sonriendo con la certeza de que lo pasaríamos bien en la Fondica, mucho mejor que en cualquiera de esos otros alojamientos que me negaron en Camarena por no se que miedos..., o eso es lo que sentí.
Y después de cargar las bicis en la ranchera nos pasamos por el chale a pasear a los chuchis. Mientras les veíamos correr o desaparecer entre los pinares mirábamos hacia las cumbres de la Calderona, hacia el cielo que según la previsión se cubriría, pero tan solo algunas nubes se interponían entre el sol mañanero y nuestras ilusiones.
- Ha salido buen día...-murmuró Joa- ayer entré en aemet y daba un 60% de probabilidad de lluvia en Camarena.
- Bueno..., ya veremos que pasa allí arriba.
Dejamos a Norton y a Mia, me despedí de ellos con cierta pena, soportando como siempre la mirada del galgo y subimos a la ranchera. Joa me dio un par de besos apretujándome los mofletes con sus manos y salimos a la carretera.
La nueva autovia, que conecta el Pirineo Aragonés con la Comunidad Valenciana se abrió ante mis ojos por primera vez en seis años, justo desde el infarto cerebral de mi padre, justo desde que dejamos de ir a pescar al pantano del Regajo, en Navajas. Me sorprendió la hilera de enormes molinos de viento coronando las cimas de las cuestas del Ragudo y el trazado de la misma autopista Mudéjar, apenas si reconocía los parajes y Joa sonreía ante mi pasmo..., aunque poco a poco esa sonrisa se iba disipando cuando las nubes iban ocupando el cielo, apagando la luz de un sol que ya no lucia en la costa y a nivel del mar o cuando mirábamos de reojo la temperatura y la veíamos bajar a unos 16 grados.
Apenas una hora después de salir de Valencia dejamos la autopista, nos desviamos hacia Camarena de la Sierra y enseguida descubrimos, a nuestra derecha, la rural arquitectura de la Fondica de la Estación, aparcamos bajo un techado metálico y bajamos.
- Bueno..., pues no hace tanto frío..., -anuncié mirando hacia el cielo, mirando a mi alrededor y encontrándome en medio de colinas suaves, desprovistas de arboledas, recubiertas de pasto reseco, de lajas de piedras forradas de líquenes y musgos, de montañas azuladas que ocupaban todos los horizontes, de mas molinos de viento, distantes y con sus aspas quietas y de unas nubes que comenzaban a formarse, pequeños grumos de barrigas oscuras y bordes blancos que vagaban en el aire dispersos, lanzando a veces sombras y después haces de luz que nos hacían sonreír.
Miré a Joa y señalé hacia el hotel, hacia sus muros restaurados de piedra, hacia sus tejas, hacia la calma y serenidad que rezumaba, hacia el silencio que parecía emanar de sus centenarias paredes. Ella se acercó y simuló llamar con la aldaba, posó para mi, le miré las piernas, me regocijé y le di un beso.
- Tengo hambre -confesé con cierto nervio en el estomago.
Joa me dio un beso, me abrazó y nos sentamos en una mesa de la cafetería, pedimos dos “bocatas” de tortilla de patatas y dos Voll-Dam. Estuvimos charlando, riendo, entrelazando nuestras manos entre bocado y bocado, entre trago y trago de cerveza..., después tomé un cortado, demasiado suave para mi gusto y nos asomamos a la recepción.
- Hola, buenos días... -saludé tratando de disimular el leve mareo producido por la cebada fermentada.
La mujer apartó los ojos del ordenador y sonrió desde un rostro de rasgos suaves, de aspecto sereno y afable, de tez blanquecina y de cabellos rubios.
- Es que teníamos reservada una habitación.
- Ah muy bien...la mujer abrió un dietario, su dedo índice se deslizó por el papel, se detuvo en un renglón y volvió a mirarme, a sonreír.
- Eres Pedro Bonache..., y mañana vais a la Matahombres.
- Ese mismo, si..., bueno, iremos si no llueve.
La mujer miró hacia el patio interior, como buscando el pedazo de cielo que podíamos distinguir desde el interior y arqueó las cejas.
- Pues ayer amaneció así y por la tarde rompió una buena granizada..., la previsión da lluvia y la verdad es que no suelen fallar..., pero ya veis como está el monte, la tierra está tan reseca que enseguida absorbe la lluvia..., pero tranquilos que por las mañanas se suele aguantar.
- Bueno..., pues a ver si se aguanta -murmuré, después le di los datos y nos acompañó a la habitación. Se sorprendió al ver a Joa cargando con una enorme mochila de travesía a su espalda y a mí con una exigua bolsita de color crema y manchada con el serrín de la carpintería- es que ella es montañera, por eso pasa de las convencionales maletas y usa mochilas -puntualicé mientras subíamos las escaleras de madera, señalizadas con unos pequeños leds iluminados permanentemente.
“La Truena”, así se llamaba la primera puerta que se asomaba al pasillo, no se porqué me imaginé al ganador de la “Matahombres” alojado en ella, como si en su interior se desatasen tormentas y vientos racheados, como si la lluvia imaginaria y las piedras de hielo atravesasen las tejas y golpearan al heroico ocupante.
- Esta es la vuestra.
“Cerro Negro”, imaginé un cerro de color oscuro, de anochecida, repleto de monte bajo, de chaparras y expuesto a esos mismos vientos que arreciarían en “La Truena”, me imaginé junto a Joa, arrebujados en un vivac, escuchando el bramido del huracán fuera del nylon, esperando el siguiente amanecer para montar sobre Camino y la Bicipalo.
- Bueno, os dejo solos, venga, hasta luego.
- Venga, hasta luego -se despidió Joa.
Quedamos solos en la estancia, no demasiado grande. Una cama doble ocupaba casi todo el espacio, pero no resultaba obsesiva y era suficiente para descansar, para dormir o para asomarse al balconcillo que daba al patio interior descubierto, pero rodeado por los muros y por otras habitaciones que daban a ese espacio a modo de claustro que realmente en su día debió ser una especie de cuadra donde guarecer las caballerías de los viajeros que descansaban en la Fondica.
Abrimos las puertas y el ambiente fresco penetró en el “Cerro Negro”, miramos hacia las montañas y volvimos a ver a los molinos de viento, también a las nubes que poco a poco parecían ir agrupándose, formando enormes masas que lentamente cubrían el cielo.
Después me tumbé en la cama, aún algo mareado por los vapores de la cerveza y desnudo, en un momento me había quitado los pantalones cortos y la camiseta, tan solo los calcetines remataban el final de mis piernas. Quedé bocarriba, contemplando el techo inclinado hacia el ventanal, viendo las toscas vigas de pino, descortezado y redondeado a hachuela, con algunas fendas corriendo entre sus vetas y soportando sobre ellas el machihembrado de tablas, también de coniferas y teñidas con nogalina.
- Es curioso... -murmuré- ni siquiera así, de Luna de Miel...-parafraseé a Joa, ella había bautizado así nuestro primer fin de semana íntimo- me alejo del pino, de la madera..., es lo que veo, nudos, grietas, vetas, las marcas de los filos... -continué divagando, imaginando los miles de pinos que los pobladores de estas tierras duras y solitarias talarían y descortezarían para techar sus hogares, sus corrales, sus parideras.
Noté que alguien se subía a la cama y como un rostro y unos cabellos se interponían entre mis ojos y el techo, entre las vigas y las tablas oscuras, sentí su femineidad cayendo sobre mis caderas, sobre mi pecho y su sonrisa muy cerca de mis labios.
- ¿Y ahora que ves...?.
4 comentarios:
"Luna de miel", "Matahombres", "La Truena", "Cerro Negro"... hombre visto así es como para echar a correr y si es con bici mejor, jaja, pero claro... "¿Y ahora que ves?" le pone la guinda al pastel.
A mi me parece que ha sido una experiencia "bonita", Pedro...aunque a tí te parezca que has estado lento...¿no disfrutaste del camino?, mal hecho...lo del crono es cosa de competidores, lo otro es de quién se para a "vivir" los momentos y tú no estás compitiendo ahora, sino "viviendo" un momento muy bonito, algo que por nada hubieras imaginado hace unos meses.
Tiene más valor que Joa se molestara en hacer dos termos de café Marcilla mezcla a tu gusto, con lo dificil que se está poniendo el temita para encontrar tu "especialidad", que el hecho de que sólo le sacaras tres cuartos de hora.Vaya una preocupación, jaja.
Amigo, disfruta de cada café, de cada paseo y de cada rato de compañía, el invierno se acerca, se pone todo gris, pero no olvides que aunque no lo veas, el Sol sigue ahí arriba, eh?
Un beso grande para ambos...por superar la Matahombres y regresar sin rasguños. (Es que el nombre, asusta, eh?, jaja)
Maria, cariño, eres más rapida que el trueno..., pues si, así se llamaban las habitaciones, a mi me encantó..., es verdad, todo salió muy bien y ahora en la distancia, despues de unos días me encuentro mejor..., ¿recuerdas mi ultimo mail, justo despues de la carrera..?, pues de eso ya no queda nada.
Besos Maleni..., mas rápida que el relampago.
Como siempre en tus relatos, si te dejas llevar por la narración parece que está allí. Y María tiene razón, tiene más valor los termos de café de Joa que hacer un mejor crono.
Un saludo y quedamos a la espera de la segunda parte.
Ya estoy escribiendola, Josep, intentando cambiar el estilo, los tiempos, la narración en si misma...,pero ante todo, para no olvidar ese fin de semana, esa "luna de miel", como la bautizó Joa, entre sorbo y sorbo d sus termnos, que no uno, si no dos..., un saludo, Josep..., ah, también fué un momento mágico, como ese mapamundi de café derramado.
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