Menos da una piedra…., reza el dicho, sin embargo a mi se me van los
ojos cuando durante los paseos con la manada me encuentro con los ribazos o con
los canchales, con
los majanos como les
llaman en la meseta.
Las piedras no hablan ni se mueven pero atesoran el tiempo y el origen
de nosotros mismos, son la esencia del planeta junto al agua y ellas son
pergaminos sobre los que la misma Tierra escribe sus recuerdos y sus memorias.
Las observo cubiertas de líquenes, de mohos, dando vida desde su propia
dureza, contemplando a los dos caracoles o dejando que la uva de pastor crezca
entre ellas. La manada husmea entre los resquicios y merodean entre los
arbustos, empapan sus pelajes con la lluvia y me observan extrañados.
A veces ni el musgo ni los líquenes las colonizan y las piedras se
muestras desnudas, resquebrajadas y arrancadas de sus lechos. Distingo decenas
de pequeñas piedras apelmazadas por el barro antiquísimo que tras miles de de
años se petrificó atrapando a los cantos rodados de las avenidas o a los
limos de los humedales que antaño
empapaban estas tierras, entre el Camp del Turia y la Sierra Calderona.
Imagino los lagunazos de aguas remansadas, a las hojas y a las acículas
cayendo sobre las aguas o sobre las orillas saturadas de agua dulce, imagino un
entorno verde y vivo, natural, ancestral. Imagino como el tiempo se acelera,
como el sol se pone y sale miles de veces, como la Tierra gira y gira y
descubro al bando de golondrinas volando por encima de mis sentimientos y con
un cielo plomizo y gris por encima de ellas.
Soy la única persona que las ve y las oye, sonrío pensando que es una
señal, pensando que me saludan…, son momentos mágicos, momentos íntimos entre
mis ojos y la manada.