Alejandra sonrió y Lucia se encontró mejor, se relajó y se sintió a salvo de la soledad de aquellas tierras, del silencio, del olvido en el que parecían sumidas o condenadas, de la inquietud que despertaban en su interior, del extraño desasosiego que había empezado a despertar desde que oyese contar a Paúl las historias de la Guerra Civil, las historias de muerte y miseria y desde que las imágenes de los galgos ahorcados y torturados se hubiesen quedado grabados en su mente unos pocos minutos antes de dormirse entre sueños y pesadillas. Pero el miedo retrocedió ante la sonrisa de Alejandra, ante la sonrisa de su madre. Era el temor a algo que parecía flotar en el ambiente pero ese mismo miedo pareció retraerse cuando recordó que tan solo faltaba una noche para volver a casa y para volar a Italia a ver a sus amigos.
Lucia notó los rayos del sol en sus gemelos y en su espalda, empezó a sentir algunas gotas de sudor resbalando bajo la visera de la gorra y el sabor del fotoprotector entre sus labios. Escuchó las llamadas de los vencejos y alzó los ojos hacia el cielo, se bajó las lentes ahumadas y los encontró sobrevolándoles, se giró hacia su padre y le vio señalándolos, sonriendo y cabeceando al mismo tiempo que Paúl, que su amigo. Lucía logró sonreír, volvió a protegerse las pupilas y suspiró como tratando de expulsar la angustia que poco a poco se iba posando en su alma, deseó que pasase pronto el día, deseó volver a conducir la berlina y volvió a desear acelerar hasta tomar ese avión hacia Roma, deseó que su padre volviese a divagar entre campañas publicitarias y entre frases ingeniosas, deseó volverlo a oír llamándolas para que viesen el nuevo spot, a veces parecía olvidar que los anuncios se podían ver en cualquier momento en You Tube, deseó que Elena volviese a colgar sus pensamientos en el face, a denunciar los maltratos animales, la pesca de las ballenas o las talas en la Amazonía, deseó que mamá volviese al instituto y deseó poder volver a manipular el termostato del duplex a placer.
Fue un ruido sordo, una pequeña explosión, cuando todas las fibras musculares restallaron con un latigazo y levantando una polvareda que aterrorizó a Lucia. Lanzó un grito de pánico y toda ella se encogió dando un salto en el aire, como el de la liebre que arrancó desde su cama y que comenzó a correr virando a izquierdas y en paralelo a la mano, volando ante los ojos de Alejandra y ante un Alberto que sonrió y que siguió con los ojos el vuelo de la rabona, casi percibiendo la imagen a cámara lenta, al tiempo que su corazón se aceleraba y echaba a correr hacia su izquierda. Alejandra le vió llegar con la cabeza vuelta hacia la liebre, sin verla a ella y se apartó a un lado.
- ¡Ahí va la liebre, ahí valá, ahí valá…! –gritó Matías con un tono de voz denso que surgió desde los recovecos de su menté. Aferró con sus dedos el mango en T de la traílla y sintió el tirón de Atis y Trisca desde sus collares, las sintió gimotear, gruñir y empujar desde sus cuartos traseros- ¡ahí valá, ahí valá…! –volvió a gritar y echó a correr detrás de las galgas sin soltar el mango de madera y sonriendo al sentir como las perras gimoteaban y tiraban de él como de una cuadriga. Sintió como la otra collera se removía en sus entrañas, sintió como sus caderas chirriaban con la artrosis después de tantos años sentado al volante del taxi y volvió a gritar para que a las galgas se les gravase a fuego esa voz y esa imagen de la rabona ganando metros, alejándose antes sus ojos- ¡ahí valá, ahí valá…!.
Lucia se cubrió la boca con las manos al ver a Matías pasar ante ella corriendo y sin soltar la traílla. El galguero corría jadeando y gruñendo esa frase que apenas si podía entender. Temió que le fallasen las piernas o que sus viejos huesos se pulverizasen con los terruños que aplastaba. Vio a su hermana sujetando la correa de Tirma con las dos manos y a Paúl trotando con Tralla hacia la liebre, su padre corría como un chiquillo excitado y su madre le seguía echando miradas atrás, siguiendo con los ojos a Matías. También temía que las dos galgas le derribasen y terminasen revolcándolo sobre la meseta, pero en ese momento, Matías sintió que se ahogaba, vió a la liebre suficientemente lejos y abrió los dedos de su mano, dejó suelto el mango en T, la correa de cuero empezó a caer y el fino cable de acero fijado a su muñeca con un lazo simple se tensó cuando las perras aceleraron, tiró del pasador y los dos collares se abrieron al mismo tiempo con un chasquido seco. Matías dio un par de pasos más, alzó la barbilla y vio a las galgas raspando el páramo, con las cabezas gachas y con los ojos fijados en esa pequeña silueta que aceleraba rozando el llano.
- Han engalgado, han engalgado –murmuró Matías recuperando el resuello y con sus ojos clavados en las perras, que se alejaban en una carrera nerviosa y ciega.