Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

domingo, 26 de febrero de 2012

LOS GALGOS NO NACEN, LOS PARE LA MESETA.

- Cariño…, La Mancha.

Afirmó sonriendo y miró por la ventanilla, la tierra parecía correr hacia atrás y la meseta se extendía hasta donde alcanzaba su mirada, surgían manchas de distintos tonos, sin brillos, casi mates, a veces amarillentos que viraban a marrones muy claros, otras ocres, tierras rojizas que poco a poco se apagaban hasta volverse muy claras, hasta confundirse en esos horizontes planos, sin árboles ni bosques, sin montañas que se alzasen en la distancia, azuladas y emborradas por el calor. Horizontes planos como algunas de aquellas parcelas labradas y dejadas reposar, barbechos que dormían bajo él sol, que a veces charlaban con los májanos o con los lindes de piedra y sobre las que corrían los galgos, aquellos galgos de Paúl que eran como pedazos de la misma tierra pero llenos de vida, de calor y de sentimiento, como si los galgos no naciesen, como si fuesen hijos de la meseta, como si ella misma abriese sus entrañas y los dejase libres entre terruños y rastrojos pajizos, ante los ojos de las liebres encamadas entre los surcos abiertos por homo para alimentarse de ella, de la tierra, de la meseta.

Lucía miró por el retrovisor interior y vio lo mismo que se abría ante sus ojos, una recta sin fin y un desierto de dorados mortecinos, de tierras llanas y lisas bajo un cielo inmenso.

sábado, 25 de febrero de 2012

PASEANDO POR LOS JARDINES DEL VIEJO CAUCE DEL TURIA







Durante unos instantes soy feliz, el sol atraviesa la rebequita que solía usar mi padre durante los inviernos y siento sus haces ardientes en mi espalda, algo contraida por el frio, rigida. Pero ese calor me va relajando, incluso me hace sonrreir reconfortado, me hace contemplar las praderas verdes gozosamente o admirar la silueta del arbol que dormita esperando la primavera. Sus formas me conmueven, su paciencia, su saber esperar invierno tras invierno. Mientras por encima de los altos pretiles que fueron testigos de la riada del 57, la ciudad amanece, despierta con su ritmo urbano, con sus ruidos.




Desde los jardines del viejo cauce del Turia, percibo ese ritmo artificial y me siento un privilegiado, como un indigena que se asomase desde los lindes selvaticos hacia una ciudad, que observase durante unos instantes para despues y algo confuso, regresar a la espesura.




Paseo y esucho el arrrullo de las palomas y las tortolas, paseo al atardecer, empapandome de los rayos de sol antes de que los edificios se interpongan o al amanecer, esperando a que el sol se eleve por encima de ellos y me bañe con sus haces.


Observo esa lluvia artifical y veo a los mirlos corretear bajo los chorros de agua, picotean en el cesped, entre la grama. Me miran, lanzan un trino y se guarecen entre los arboles, me siguen observando desde sus ojillos negros y vuelan hacia otra pradera, mientras la ciudad despierta de nuevo y colapsa el puente de Camnpanar, suena la sirena de una ambulancia y Cecil y Piper aullan como dos lobos en minuatura, sus canticos ancestrales me erizan la piel y la vision de Piper estirando el cuello y lanzando su aulido me arranca unas lagrimas...., aquellas ambulancias las oía todas las noches, todas las tardes...., hace poco mas de un año, cuando dormia junto a papá en la habitacion del hospital.



martes, 21 de febrero de 2012

OLIVOS EN LA SIERRA CALDERONA.

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El sabado amaneció despejado, diáfano, fresco y con el ambiente lleno de matices, incluso el frio era distinto, mas suave, como si se quedase tan solo a flor de piel o sobre las finas costras de los charcos helados.
Despues del paseo al alba con la manada, monté en la Bicipalo y remonté hasta el cruce Rebalsadores, eché pié a tierra y terminé de subirme el pasamontañas, volví a montar y con un par de pedaladas empecé el vertiginoso descenso hacia Serra, engrané el plato grande y volví a sentir el frio atravesando la chaquetilla, el pantalon largo, los guantes. Dejé a la izquierda el desvió hacia el Serra y seguí descendiendo hasta que me desvié a la derecha para buscar la pista de tierra que asciende hasta el Rincon de la Miseria.
Volví a girar a derechas al final de otra bajada y a mi izquierda surgieron los muñones de unos venerables olivos crecidos sobre un pequeño bancal. Fuí aminorando y respirando, sintiendo en mis pulmones el aroma de las podas quemadas, el humo que que despertaba los recuerdos enterrados de la infancia y de la prehistoria vivida por
homo. También reconoci el olor de un pitillo, el del cigarrro que fumaba un hombre.
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- Buenos días -saludé.
- Buenos días.
Me acerqué a él y le pedí permiso para hacer unas fotos, el hombre sonrió cuando le confesé que encontraba preciosos a esos olivos, al mismo bancal desbrozado.
- Si hombre, si, haga las fotos, además estos olivos han crecido al estilo andaluz, pocos verá como estos en la sierra, son de tres brazos.


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Señaló a otro bancal de olivos, en él, los arboles crecían apoyados en un solo tronco, grueso, musculoso y capaz de soportar el peso de una copa no muy alta pero muy ancha. Los que estaba fotografiando se abrian desde tres troncos menos gruesos, pero también se expandian hacia los lados sin crecer demasiado altos.
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- Tardarán dos años en volver a dar olivas..., mi mujer me dice que por que me sacrifico tanto aquí, pero yo le digo que en dos años ella tendrá su aceite, sus naranjas, sus limones y sus lechugas.





- Y anda que no hay diferencia de las lechugas de huerta a la de las supermercado.
Estuve un rato allí, observando las fogatas, observando los muretes de rodeno, centenarios pero firmes, permitiendo a homo cultivar en las laderas de la Calderona, pequeñas parcelas pero suficientes para la supervivencia de quienes llenaron estas serranias de "
marches", de ribazos.


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Me despedí del aquel hombre y volví a escuchar el petardeo de la motosierra a mi espalda, pero a los pocos minutos ya remontaba hacia la Miseria, hacia la Font de Potrillos y el ruido de la sierra mecanica me hacia recordar las ultimas palabras del hombre.
- Ahora corto estos troncos y así me aseguro de que esto no se pegará fuego y ya tengo para la estufa.
Calor para los hogares de
homo, vida y un aceite muy especial, el de la Sierra Calderona


domingo, 19 de febrero de 2012

"El verano de los perros flacos"..., tiene un nuevo comienzo y una imagen inolvidable para mi.




Las piernas del niño se confundían entre las patas de los galgos.

Las piernas del niño se confundían entre las patas de los galgos, casi trotaban, caminaban deprisa. Los lebreles sobre sus pies de liebre, sobre esas largas falanges que ascendían hasta las patas finas y de un color marrón surcado por vetas oscuras y negras. Unas trazas, unas pinceladas ancestrales que atigraban sus lomos y que los acercaban, hasta casi confundirlos con los tonos apagados de la meseta en plena agostada, como si aquellos llanos inmensos, como si aquellos páramos solitarios y silenciosos hubiesen dibujado sobre ellos al carboncillo, su propio retrato. Las piernas del niño se movían entre esas cabezas afiladas y estrechas, de largos hocicos y que jadeaban al ritmo de un paseo vivaz. Eran unas piernas jóvenes, pero ya bronceadas, con algunos pequeños cortes ya cicatrizados, con las rodillas algo erosionadas y con unos jóvenes y tonificados músculos envolviendo sus huesos aún estrechos y en crecimiento. Apoyaba cada zancada con un bastón y con cada paso, la bolsa de costado se balanceaba. Era una especie de zurrón viejo, de pelo corto y duro que colgaba desde una correa de cuero que ascendía hasta sus estrechos hombros y que pasaba rozando el cuello, muy cerca de su rostro, desde donde unos ojos medio entornados bajo el sol, observaban la meseta, a sus propios galgos, a cada mata o el vuelo al amanecer de los vencejos, a los cernícalos suspendidos en el aire o al automóvil que circulaba sobre la carretera que llevaba al pueblo, pero a bastante distancia de ellos, apenas si era una silueta angulosa y enturbiada por el espejismo que reflejaba el azul del cielo sobre la tierra recalentada.

Se detuvo y los galgos se pararon rodeándole, uno de ellos se pegó a sus piernas y el niño le acarició la cabeza con sus dedos sin apartar la mirada del coche. Reconoció el sonido del escape y el murmullo de la rodadura.

- Es un catorcetreinta y marrón metalizado, no conozco ese coche, en el pueblo no hay ninguno como ese. Hala Churria, Vago, Niño, Huidizo, Llorica…., vamos para casa que ya aprieta el Lorenzo.

Las piernas se niño volvieron a confundirse entre las de los galgos y los crujidos de sus pisadas entre sus jadeos, entre esas lenguas que colgaban, en medio del trotecillo que levantaba nubecillas de polvo que se pegaba a sus pelos y a la piel del niño, a sus botas de media caña y que después volvía a posarse sobre la meseta, sobre la inmensa planicie, entre la que poco a poco, el niño y sus lebreles se iban confundiendo, mimetizando, formando parte de aquellos horizontes planos, de la misma tierra que había dibujado sus mantos, sus pelajes y que los había modelado estrechos y finos, muy delgados, con cinturas estrechas y con pechos formidables. Como si la meseta los hubiese parido.


martes, 14 de febrero de 2012

EL PRADO DE LA ESPERANZA.

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A Jesús, esta fotografía le pareció casi irreal y me imagino que sonrió ante la imagen, ante ese prado verde, colorista, inundado de verdes vivos, por ese color que llaman de la esperanza. Imagino que sonrió al descubrir tras esas entusiastas y vivaces flores amarillas, los perfiles de esa Sierra Calderona en la que mi amigo y yo nos perdemos a pedaladas

Hoy he salido a pedalear y he vuelto a pasar por ese prado de tréboles , después de cruzar por uno de los vados del barranco de Carraixet. He girado la cabeza buscando ese tapiz de verdes y amarillos y me he encontrado con la huella de un invierno que no ha tenido compasión, hace una semana encontré esas florecillas cerradas sobre si mismas, cobijándose del frío pero esta vez el prado yacía marchito, abatido, derrotado.

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Debió ocurrir durante la noche, en ese momento en el que el viento se calma, en ese momento en el que el sol se cobija llevándose consigo el calor y casi la vida. En ese momento, la humedad del ambiente se posó en los tallos, en las ramitas y en las flores. Poco a poco, esas gotitas de agua se fueron tornando en estrellas plateadas que crecían como diminutos filos metálicos que iban cortando y perforando a las matas ya rendidas y heridas por la helada. Debió amanecer cubierto .de escarcha, en silencio, inmóvil, rígido pese al viento que llegaba desde los glaciares europeos.

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He bajado de la Flaca y he observado el prado yermo, he caminado sobre él y he llegado a tumbarme sin ser consciente de que mi ropa de ciclista era amarilla, de un amarillo tan vivo como el de esas florecillas vivas y llenas de luz que habían sobrevivido a la glaciación.

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Pese a todo, la vida se abría camino, ¿eh Antonia?, y yo sonreía, mientras descubría algunas matas mas bajo las ramas de los naranjos y después, pedaleando ya de vuelta a Valencia, otros prados mas floridos, mas a salvo de ese aliento gélido que todos los años regresa, justo durante esos días cortos y de largas noches, hasta que casi sin darnos cuenta, igual que llega, se va alejando, como todos los años.

sábado, 11 de febrero de 2012

A SOLAS CON DUNA, MI VIRAGO 535.




Pese al frío, Duna ha arrancado a la primera, eso si, ella siempre duerme en la carpintería, a cubierto y tapadita con su lona.


Ha tardado poco en calentar, en sonar redonda y en formar bocanadas de vaho por sus pulmones cromados. He bajado la visera del jet Vintage y he rodado por mi calle como siempre, sin prisas y esquivando la cicatriz que dejó en el viejo asfalto la ultima falla que se quemó aquí, entre las fachadas, en mitad de la calle, hace mas de veinte años.

He rodado hacia el centro de la ciudad, a visitar a unos clientes, relajado sobre ella y viendo como algunos conductores observaban a Duna cuando nos parábamos en los semáforos. Muchos de ellos encogidos y frotándose las manos, con la calefacción puesta y sintiéndose a salvo.

Rodaba a gusto y con la ilusión de hacer fotos a las tapicerías de mis clientes, a sus trabajos, a algunos sofás hechos por mi y tapizados por ellos. Y todo iba bien hasta que en la última visita me he encontrado con algo que me ha provocado cierta desazón y tristeza. Pero he suspirado, me he relajado y he terminado lo que había ido a hacer. He fotografiado dos sillones, uno de acero cromado y otro de madera moldurada, dos conceptos distintos, diseño industrial contra el clasicismo, metalurgia contra ebanistería.

De vuelta a casa he pilotado a Duna con mimo, con soltura, con suavidad, como si fuese un ser vivo que agradeciese la ternura y el trato delicado. Como si fuese ese corcel, ese caballo capaz de sentir las caricias y los susurros, la voz y el sentimiento de su dueño, del jinete, de la amazona. Como el galgo sumiso y tímido que mira al galguero esperando tan solo una mirada de aprecio.

Sobre Duna me he ido relajando, sintiendo la vida de otra forma, envuelta en su sonido, en sus vibraciones, sintiendo el frío, la atmosfera, el ambiente. Poco a poco se me ha ido olvidando esa desazón que me ha invadido al descubrir que las personas suelen faltar a su palabra con demasiada facilidad.


He rodado sobre ella, he trazado los giros que antes me atormentaban y he acelerado hacia mi barrio mas relajado, a solas con Duna, sobre la máquina a la que nunca nos cansamos de insuflar vida y personalidad en una fantasía sin fin que nos hace sonreír y olvidar, al menos durante el tiempo que el v-twin suena empujando o relajado al relentí.

sábado, 4 de febrero de 2012

Hielo, viento, invierno.





El dormitorio aquí en las llamadas Tierras Altas da al norte, es una habitación fresca en verano y gélida en invierno, incluso el cortante vendaval de esta noche penetraba por el registro de la persiana y aullaba por encima de las mantas que me cubrían.
Como siempre, pensé en los gorriones que todas las noches se guarecen ente las ramas de la buganvilla, entre las más altas, entre las que tocan el alero del tejado. Ahí ahuecan sus alas, cierran sus ojos y soportan el frío, el viento, la noche.

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Ha amanecido un día luminoso, pero seco, sin rocío helado, sin escarcha pero si con los hielos petrificando los charcos. Los mismos charcos en los que suele abrevar la manada y en los que el agua de las lluvias se suele quedar durante varios días, hasta que poco a poco se va evaporando, hasta que lentamente la tierra va bebiendo de ella.
Observaba los charcos, las líneas que formaban las distintas capas congeladas y creía estar viendo los polos, el Ártico o la Antártida, creía estar viendo la tundra o la taiga, creía estar viendo la Vida detenida en medio de esos climas extremos, en medio de esas largas noches, casi interminables o entre esos días en los que el sol nunca llega a ponerse.
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Pingüinos, focas, osos polares, zorros árticos…, vida entre los hielos, entre los icebergs, azules y blancos, crujidos y viento, la algarabía de las aves acuáticas y de esos mismos pingüinos apiñados, apretujados, turnándose para aliviar a los compañeros en su exposición a los cuchillos, el mugido de los leones marinos. Sonidos alejados de homo, sin palabras, sonidos de la Naturaleza, de la esencia de la vida cruda, fría, dura, sin concesiones.

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Hoy parece que ese clima ha escapado de los polos y se ha asomado a la Vieja Europa, como hace unos 10.000 años, cuando la ultima glaciación arrasó el continente. Parece que se ha asomado para recordarnos que somos…, simplemente un ser vivo mas capaz de reír y de disfrutar con la nieve y de morir congelado mas rápidamente que esos gorriones que invierno tras invierno se guarecen entre las ramas de la buganvilla.