Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

sábado, 19 de marzo de 2011

VIENTO Y SOLEDAD EN LAS TIERRAS ALTAS en "Diario de Homo",

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- Venga papá, que si sigues así para Fallas nos subimos al chalé –murmuré con mi cara muy cerca a la de mi padre, unos siete u ocho días después de que saliese del hospital y sintiendo que ya era capaz de ayudar cuando lo levantaba del sofá para colocarlo en la silla de ruedas.

Tras dos meses ingresado, tras dos meses encamado…, papá llegó a casa muy débil, herido de muerte…, pero yo lo negaba, no lo creía. Yo estaba desconcertado, extraño y sentía que volvíamos a empezar. Padre era mucho mas dependiente, total y absolutamente dependiente y el primer día que le ayudé a levantarse de la cama descubrí que no tenia fuerza en sus escuálidas piernas, sentí como su peso me vencía y noté como mi espalda baja crujía…, por eso, cuando noté que papá volvía a ayudar, unos siete u ocho días después de que regresase a casa, murmuré con mi cara muy cerca de la suya.

- Venga papá, que si sigues así para Fallas nos subimos al chalé.


Viento y soledad en las Tierras Altas.

Eché una última mirada a la carpintería, silenciosa, con el suelo barrido y con Duna reposando junto a Run-run y fui a recoger a mi madre y a Miriam.

Durante unos instantes me sorprendió lo rápido que lo hicimos todo, recoger sus medicinas, mi portátil y poco mas, me sorprendió ver a mamá sentada en el asiento delantero y salimos de la ruidosa Valencia hacia las silenciosas Tierras Altas, como durante los últimos siete años desde que padre quedó hemipléjico.

Llegamos en silencio, creo que los tres aturdidos, tristes, decaídos…, tan solo Mía y Norton daban saltos de alegría, a ellos no parecía importarles el viento, las nubes grises, las gotas de lluvia que se descolgaban zarandeadas por el vendaval.


Paseando sin encontrar a la primavera, paseando abatido.

Por la tarde llevé a Miriam a la estación y después salí a pasear con Norton y Mía, antes eché un vistazo a madre, estaba ahí, sentada en el sillón eléctrico que mi hermana Rosalía compró para padre, viendo el programa de cotilleos y sujetando con su mano derecha el mando a distancia.

Fuera, los pinares aullaban, voceaban azotados por el viento, los perros se perdían entre las matas y yo caminaba encogido, con las manos guarecidas en los bolsillos y con la cremallera subida hasta la barbilla. Veía un cielo gris, como rasgado y que cambiaba de formas, de vez en cuando volvía a llover y paraba, de nuevo escuchaba el zumbido del viento entre los pinos y veía a las procesionarias reptando sobre la tierra, pero no veía a la primavera, no percibía el zumbido de los insectos ni sentía el calor del sol en mis mejillas…, tan solo las vi a ellas, a las golondrinas, que sobrevolaban como siempre la balsa de riego. Pude escuchar algunos de sus trinos y vi como volaban entre las ráfagas de un viento que no las doblegaba, que no las apartaba de sus rumbos. Ascendían, viraban sobre si mismas y volaban contra las rachas que se llevaban mis ánimos, mis deseos de sonreír, incluso de vivir pero que eran incapaces de llevarse el recuerdo de mi padre, la certeza de que la muerte existía…, hasta esa tarde del 18 de febrero no creía en ella.

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La noche en las Tierras Altas, madre y yo a solas.

Llegó la noche, cenamos, vimos un poco la tele y nos fuimos a dormir. Me tranquilizó ver a Norton y Mía acomodándose entre los cojines del sofá, sentí que los bichos me hacían compañía y entré en el cuarto que compartí tantos años con padre. No había nadie en su cama y de nuevo sentí la angustia, el miedo, la soledad mientras los bandazos del viento soplaban y aullaban ahí fuera, en la noche.

Me sorprendió el deseo de abrazarme a una mujer, creo que entendí lo que era eso, la pareja y deseé dormirme pronto. Sentí frío y murmuré.

- Bona nit, pare.

Lentamente el viento fue amainando, dejando paso al silencio, a la calma tan distinta del estruendo de la ciudad en fiestas. Esas noche entre estallidos mi hicieron imaginar que eran disparos, que eran revueltas y me sentí a salvo entre las mantas, me asaltaron las imágenes de Japón, de la destrucción y de la muerte, de la indefensión de homo ante la naturaleza desatada.

De nuevo me asomé al abismo de la muerte, la congoja me hizo suspirar pero sonreí al escuchar la radio de mi madre, la imaginé manejando las ruedillas de su pequeño aparato y lloré recordando a padre manipulando la suya con su mano izquierda, la única que podía mover, buscando el canal que emitía los partidos del Valencia.


El amanecer sin mirlos.

Abrí los ojos al escuchar los lloriqueos de los perros, vi que eran algo más de las seis y me levanté para que saliesen a orinar al campo. El viento me empujó, me erizó la piel y volví a encogerme. Regresé a la cama y me acurruqué, volvía a dormirme, a abrir los ojos, a ver la hora, a percibir la claridad del amanecer silencioso, tan solo ululante y sin el canto de los mirlos haciéndome sonreír.

Vi el cielo sin nubes desde el ventanal de la cocina y me alegré, me preparé el café, lo saboreé y salí a dar una vuelta con los perros. Nos movimos en silencio, ellos rastreando conejos y yo divagando, caminando y sintiendo los primeros rayos de sol en la espalda, unos minutos después, cuando dimos la vuelta ya incidían en mis ojos, agaché la cabeza y vi mis propias deportivas moviéndose entre la maleza.

Regresamos a la casa, les di de comer y monté sobre la Bicipalo, deseaba hacerlo, deseaba perderme por la Calderona. Salí a la vía de servicio y el viento del norte comenzó ha frenarme, ha forzarme, ha provocar un dolor en mis cuádriceps que me inquietó, hasta que dejé el asfalto y comencé a rodar sobre tierra, entre los caminos que serpenteaban hacia la serranía, que atravesaban ramblas y pequeños barrancos, que se perdían entre pinares y coscojas vencidas sobre las pistas forestales.

Algunos bancos de nubes altas arrebataron el brillo al sol, los verdes perdieron el brillo y yo suspiré tristón…, deseaba ese sol y no la ráfaga de viento que acababa de levantar un torbellino de polvo a pocos metros por delante. Seguí pedaleando y como siempre, remontando sus rampas, contemplando los horizontes desde sus cumbres, bebiendo el agua de sus fuentes.

Como siempre rodé cerca de la Font de la Vella, contemplé las laderas de sus montañas desprovistas de pinar, cubiertas de monte bajo espinoso y serio, duro y como pegado a la roca, a la tierra atravesada por vetas rojizas o amarillentas. Percibí el silencio entre soplo y soplo del viento y volví a encontrarme con las simpáticas golondrinas volando ante mis ojos, planeando y mostrándome sus barriguitas blancas, sus colas ahorquilladas, el trino sutil.

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Me dejé caer algo mas tranquilo, algo mas alegre…, la Calderona no fallaba y yo se lo agradecía sonriendo y tarareando alguna cancioncilla entre el rumor de la rodadura, entre el golpeteo de la cadena.

La manada al atardecer, un amanecer en calma y luminoso.

Por la tarde volví a salir a pasear, los peqeñajos Cecil y Pipper se habían sumado a la caminata. Llegamos a la balsa de riego y de nuevo vi las golondrinas volando sobre las aguas, me pregunté si serían las mismas que había visto el día anterior y a la vuelta, campo a través me encontré con las primeras matas de asfódelos o gamones, la vara emergía de entre las hojas hacia un cielo que atardecía con algunas nubes que vagaban solitarias hacia el mar, el sol poniente las iluminaba con un color anaranjado que poco a poco iba perdiendo intensidad.

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Me recordaron a las nubes marinas que en verano, el viento de levante empuja tierra adentro, se iluminan igual hasta terminar perdiéndose en la oscuridad de la noche…, mientras dormía.

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Amaneció despejado, en calma, sin viento…, suspiré y de nuevo pedaleé entre la sierra, de nuevo ascendí por sus rampas y de nuevo contemplé sus parajes, la distancia azulada, el planear de un rapaz al poco de empezar a subir hacia el collado de la Moreria.

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Volví a fotografiar sus lirios, lozanos y azules, en las umbrías de la pista del Campillo, volví a dejarme caer, a rodar sin pedalear, a sentir el sol en mis antebrazos, en mis piernas y en mis mejillas. Me volví a sorprender de ese calor que había atravesado el espacio para incidir sobre mi piel, para llenar de vida este planeta, para abrir las flores de los almendros y para desperezar a esos lirios…, para hacerme sonreír, para que olvidase un poco, por unos instantes, por unos momentos.

sábado, 12 de marzo de 2011

EL NIÑO INMENSAMENTE RICO en "Diario de Homo".

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Así me sentí el viernes por la tarde unos minutos después de salir de mi casa, como huyendo, escapando de la angustia que me invadía segundo tras segundo, gota tras gota de la lluvia que había robado la luz del atardecer.

Padre ya no ocupaba su sitio en el sofá, madre miraba atenta las imágenes de la televisión y yo me preguntaba si me importaban algo las vidas y los asuntos de los personajillos que aireaban sus intimidades ante la audiencia.

Salí de casa para olvidar, para evitar hundirme en esa tristeza que los últimos viernes que desde que faltó el papá me ahoga…, y caminé rápido bajo la fina lluvia, busqué el cobijo de las calles impersonales, empapadas, sentí el viento húmedo por encima del pasamontañas y el sonido típico del tráfico rodando sobre el asfalto mojado cando me asomó a la Avenida de Fernando el Católico. Recordé que allí había una tienda de maquetas y me paré ante el escaparate, después miré hacia el interior y descubrí algunas motos en la parte alta de una de las estanterías, decidí entrar por si diese la casualidad de que tuvieran alguna Virago 535.

- Voy a ver las motos –dije al entrar y la señora me sonrió.

Alcé los ojos y no la encontré, después miré hacia abajo y vi algo que me hizo sonreir, algo que destacó entre las cajas de los carros de combate, entre aquellos Tiger y Leopard que de adolescente me entusiasmaban, algo distinto entre los dioramas que reproducían secuencias de la Segunda Guerra Mundial, algo que se acercaba a los míticos cazas alemanes e ingleses de esa misma guerra, algo que surgió en la mente mas brillante y genial de los ultimos siglos…, la máquina de volar de Leonardo da Vinci.

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Sonreí, cogí la caja y algo se removió entre mis recuerdos de niño, sensaciones débiles, distantes en el tiempo, lejanas y ya tibias, como vencidas después de tanto tiempo sin despertarlas, sin alimentarlas con la pasión, con la emoción. Dudé, la volví a dejar y la volví a coger, me encaminé hacia el mostrador y mientras esperaba paseé la mirada por la tienda. Vi una vitrina en la que se exponían reproducciones de pistolas automáticas y de un fusil de asalto, de un Armalite, me imagino y volví a recordar la emoción que me embargó hará algo mas de veinte años, cuando descubrí en el escaparate de una pequeña tienda de maquetas en la calle del Mar, la maqueta de una Mauser. Por entonces no era un niño inmensamente rico como ahora y tuve que pedir el dinero a mi padre, compré aquella replica a escala 1/1 y gocé descubriendo sus mecanismos internos, pintándola, envejeciéndola…, por fin tenía en mis manos algo que tanto había deseado, anhelado, algo que solo existía en las revistas de armas y en las enciclopedias y en el despacho del teniente coronel del Parque de Artillería de Valencia.

Recuerdo que seguí comprando aquellas reproducciones, incluso hice un panel tapizado en terciopelo rojo, lo colgué en mi habitación y allí coloqué todas las pistolas, incluso un AK-47…, un tiempo después lo regalé todo, quité los pósters, incluso dejé de renovar el permiso de armas de tiro olímpico y me dediqué a la bici de montaña, a acompañar a mi padre y a mis sobrinos a pescar.

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Me había sentido como un niño inmensamente rico en esa tienda de maquetas, podría haber comprado muchas de esas maquetas y había recordado mi niñez, incluso escuché la breve conversación de un padre con el hijo, acudían juntos a la tienda y por lo que oí el sábado pretendían volar algún avión.

- Mañana lloverá… -advertía el padre- ¿vamos el domingo…?.

- El domingo tengo futbol… -murmuraba el hijo.

Seguía lloviendo mientras regresaba a casa, el tráfico continuaba levantando cortinas de agua sucia y se escuchaba algún petardo que resonaba entre las calles o en el viejo cauce del Turia.