Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

jueves, 26 de agosto de 2010

2ª entrega de "TIERRA DE GALGOS, TIERRAS ASPERAS..."


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    La noche ahí fuera, la guerra, la muerte…, chocolate y azúcar.
   
    Lejano, como un trueno, como una tormenta…, en la oscuridad que los ojos de Juana apenas si podían atravesar. La noche ahí fuera y dentro de la pequeña ermita…, también escuchó la respiración de los galgos, algún quejido de sus hijos y el leve aliento de Manuel junto a ella, con sus ojos cerrados…, lo sabia porque con sus dedos reconocía el rostro frío y mudo de su marido, callado desde la paliza, desde el saqueo, desde que anunció el avance de las tropas…, y volvió a oírlo, sordo y lejano, y otro mas.
   Se cubrió con la manta y sintió dolor en sus caderas cuando se incorporó, el los huesos que semana tras semana iban aflorando bajo la piel y rozándose contra el suelo de la ermita. Se movió entre los muros, apartó con cuidado el portón y un escalofrío recorrió su cuerpo cuando la noche la envolvió con su frío, con la humedad, con el silencio acompañado por las distantes detonaciones.
   Una sonrisa se formó en sus labios cuando pasó junto a la fuente, cuando escuchó el discurrir del agua por el pequeño regato, cubierto por una vegetación de tallos finos como cabellos verdes que se vencían sobre el reguero hasta que la meseta lo engullía ahí donde las grietas tragaban el agua.
   Trepó a la loma y percibió el leve paso del viento nocturno, escuchó el aleteo de las hojas de los chopos pero apenas si pudo distinguir como iban cayendo amarilleadas.
    Vio el destello en la noche, súbito y sin sonido hasta que la onda sonora llegó anunciando la muerte desde allí donde había caído el obús…, todo aquello estaba lejos, pero ella y su familia ya lo habían vivido unas semanas atrás cuando saquearon su casa y apalizaron a Manuel…, escuchó el repiqueteo muy distante de una ametralladora, disparos aislados y se imaginó a algún joven caer, sentir el golpe de la bala y preguntarse si la sangre que resbalaba por su camisa era suya, se imaginó a personas mayores aferradas a una escopeta o a un fusil tratando de defender su tierra, a su familia, sus propias ideas…, sin palabras, tan solo con gestos y acciones, apuntando a personas que desconocía o a sus propios vecinos, anhelando sus campos, sus lindes o simplemente cegados por la propaganda política…, pero ella también habría matado, si hubiese tenido a mano una escopeta de caza, habría matado al hijo del Ambrosio y a toda la cuadrilla que le acompañaba…, y la guerra del hombre habría continuado, la venganza, las rencillas y los odios enterrados durante décadas, generación tras generación y transmitido con la palabra, con las miradas, con los relatos malintencionados durante la siega, después de cenar bajo la  noche manchega, en los llanos infinitos de la meseta, sobre esa tierra áspera que lentamente iba mostrando su piel con la amanecida.
   Aún escuchó otra sorda detonación, otro tableteo de ametralladora…, también el canto de alguna avecilla y el mismo silencio del páramo que también parecía tener su voz, su propia respiración, como los chopos que volvieron chasquear sus hojas con un viento que subió por la loma y levantó algunos vórtices de polvo y de ramitas secas que corretearon hacia el horizonte.
   Miró allí, hacia donde los llanos parecían incendiarse con el sol emergente y su propia piel se llenó de vida, de un brillo intenso que le hizo entrecerrar los parpados, que le hizo formar una visera con sus manos bajo su frente…, después, sus alpargatas siguieron la reseca sendita que se movía entre matojos bajos y leñosos, fue descendiendo y se detuvo ante el covacho. Observó el tronco que obraba de dintel y la pieza de cuero cuarteado que pendía de él a modo de cortavientos, lo apartó y la luz del amanecer penetró en el abrigo socavado en el talud.
    El tono entre amarillento y gris del suelo parecía ascender hacia las paredes, parecía cubrir con una fina capa de polvo el jergón y al mugriento colchón, que alguna alimañaza había mordisqueado hasta esparcir la lana, al murete de piedra sobre el que descansaban algunos recipientes de metal oscurecido, oxidado, patinado por el hollín de los fuegos que habían ardido allí dentro, ante los ojos del pastor ateo. La madera de la silla también era gris, sin vida, sin resinas ni vetas vivas.
   Ensartó el paravientos en un clavo del dintel y entró, se movió entre aquellos enseres abandonados y descubrió otro hueco a la derecha, la cueva profundizaba hacia ese lado, un curioso frescor emanaba del rincón ya sumido en la penumbra…, sonrió al descubrir, la cueva, la fresquera, la despensa del hombre…, y alargó su mano hacia una tabla clavada en la piedra, algo de azúcar, un  polvillo de color marrón en una lata y una pequeña botellita de cristal en la que quedaban varios dedos de aceite…, en tarritos de cristal que el pastor había guardado alejados de los ojos ajenos a los suyos.
    - No me lo puedo creer…, chocolate en polvo.
    Sonrió, dio media vuelta, salió de la despensa y los vió a contraluz, tan solo siluetas oscuras inmóviles que miraban hacia el interior del covacho…, los menudos contornos de Luis y Dolores, las escuálidas siluetas de Churria y del Niño Cazador, pero de altos lomos, de largas patas, de picudos hocicos, de cabezas como sin orejas…, la mano de Luis sobre el cráneo de Churria, resbalando hacia su costado, palpando sus costillas, buscando su corazón.
   - Me habéis asustado…, tengo una sorpresa, hoy desayunaremos chocolate caliente.
    Juana se paró antes de salir, justo bajo el tronco que obraba de dintel…, descubrió un trapo que envolvía algo alargado, dejó la olla en el suelo de tierra y alzo los brazos hacia allí. Sintió el peso entre sus manos, se acuclillo y reconoció el olor del aceite de la escopeta envuelta por la tela marrón y atada con fibras de esparto. El mismo olor que desprendían las manos de su padre después de limpiar y engrasar las armas de los señores que participaban en las cacerías. Su padre era guarda en una finca extremeña, sabia de armas y aquellos hombres que venían de la ciudad confiaban en él.
    - ¿Qué es eso, madre…? –preguntó la pequeña Dolores.
    - Cosas de hombres.
    - ¿Es para padre…?
    - Si… -susurró Juana- para nosotros.


   Chocolate caliente, una mujer, una niña, un niño…, una familia.

   Dolores observaba las llamas bajo el cazo, aspiraba los vapores de la leche y con su manita alejaba los hocicos de Churria y del Niño Cazador, miraba a su hermano contar las pieles de liebre…, ya casi no jugaban pero salían juntos con los galgos y hablaban con padre, madre les había dicho que hablasen con él aunque él no les contestase, aunque tan solo moviese sus ojos como si estuviese asustado, como si fuesen los ojos de un niño o una niña como ella que descubría las cosas por primera vez.
    - ¿Y porque no habla ni nos besa como antes…? –preguntaba Dolores.
    - Por que le duele tanto el cuerpo que si habla aún le duele más…, y dile a tu hermano que venga a desayunar.
   Y Juana acercaba la taza de metal a los labios de Manuel, perdidos entre la enmarañada barba que le había crecido…, el sorbía con la espalda apoyada contra los muros de la pequeña ermita y sus ojos continuaban moviéndose nerviosos sobre su blanco ocular. Veía el rostro de esa mujer, su cara, la forma hacia arriba de los labios apretados y finos, la forma huesuda de sus pómulos, los cabellos negros cayendo sobre su frente, las ropas oscuras…, la forma hacia arriba de los labios, en una mueca, en un gesto…, extraño, distinto a la faz normal…, era una sonrisa, amistad, calma, paz.
   Vio los niños, ellos también bebían el líquido  de color marrón que manchaba sus caritas, le miraban y también tenían sus boquitas hacia arriba…, como la sonrisa, como la amistad, como el cariño…, pero el niño no, el niño tenía pliegues en su frente y le miraba a los ojos, los mismos con los que él escrutaba a esas personas, a la mujer y al niño y a la niña, a los sillares de los muros…, o cuando había mirado hacia arriba, a las vigas que atravesaban el techo, al aleteo de alguna paloma que desprendía plumas y que caían sobre el suelo de tierra sin hacer ruido, también un polvillo que brillaba cuando atravesaban los haces de sol que penetraba por los tragaluces, estrechos y cegados por el polvo, por las hojas de la solitaria chopera, por plantitas que crecían entre sus rendijas.
    Y a ellos también los veía, eran distintos a la mujer y al niño y a la niña…, tenían cuatro finas patas y los lomos arqueados hacia arriba, las cabezas muy largas y estrechas, la cola relajada como un estrecho sable envainado, las orejas cuerpo a tierra sobre sus cráneos, siempre así…, siempre los había visto así cuando entraban allí en cualquier momento, entraban esos dos animales con sus pelos pegados a los huesos, a sus costillas, a sus vértebras…, se acercaban y le miraban, le olían y le lamían…, luego se iban, entraba la mujer o el niño o la niña…, la mujer le abrazaba a veces, también escuchaba su voz y sentía sus lloros, su agua de los ojos mojando su piel, solo un poco cuando resbalaba a través de la barba, eso que cubría su faz y le pinchaba en su mano, en la izquierda…, la otra siempre estaba quieta desde que había comenzado a ver, a oír, a sentir.
   Volvieron a entrar y supo que era bueno cuando sus labios se estiraban hacia arriba, vió el humillo transparente elevarse desde el cazo y le supo agradable, estaba caliente y el niño y la niña le miraban mientras bebían ese liquido marrón…, los otros, los de cuatro patas, estiradas y flexibles, se habían dejado caer lentamente, flexionándolas y les miraban con sus pechos apoyados contra el suelo de tierra de la ermita, sus estrechas cinturas quedaban al aire como cobijadas entre los poderosos cuartos traseros que se abombaban hacia fuera, abiertos como las alas imposibles de una musculosa mariposa.
    Intentó tirar de sus labios hacia arriba, como hacían ellos, como hacia ese al que ellos le decían Niño Cazador…, lo intentó y sintió como lo que bebía resbala por su barbilla, entre la enmarañada barba…, volvió a intentarlo y vió como ellos también lo hacian.
    - ¿Esta bueno, cariño…?,  ¿te gusta…?, ¿sabes lo que es…? –balbuceó Juana.
    - ¿Por qué le preguntas eso, madre…? –replicó Dolores, limpiándose los labios con la lengua y envolviendo la taza con sus manitas- es chocolate y agua.
    - Lente…, jas, lentejas… -murmuró Manuel, ya con sus labios formando una sonrisa temerosa y  vacilante bajo la barba.

sábado, 21 de agosto de 2010

Deseaba retozar con ellos, entre la manada..., en "DIARIO DE HOMO".


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    No entiendo el extendido placer de la ostentación, de la posesión material, del acumulo del dinero, de la riqueza…, pensaba sobre eso después de ver un programa de televisión en el que personas anónimas mostraban sus casas a las cámaras, me preguntaba de que servían 2000 metros cuadrados, decoraciones recargadas o minimalistas, estores movidos por servomotores…, después me he asomado a la terraza y me he encontrado a la manada retozando sobre la grama o tomando el sol, ajenos a la ostentación, a la riqueza económica, a la posesión material…, salvo la del nuevo hueso comunal, aún con sustancia y nutrientes suficientes para las que las mandíbulas se lo disputasen…, y he tenido una profunda necesidad de tumbarme sobre la tierra, de sentirme sobre ella, de ver y sentir lo que a ellos les hacia felices y dichosos en sus mentes animales, simples y despreciables por ser perros, que ni ríen ni razonan, que ni piensan ni sienten…, o eso es lo que dicen los etólogos, los científicos que idolatran a homo y a su psiquis y que la elevan por encima del resto de los seres vivos de este planeta, de la Tierra.
    He tendido una toalla, mi hermana Mónica me ha acercado un cojin y antes de tumbarme he observado una graciosa escena. Cecil roía el nuevo y sustancioso hueso comunal, ajeno a todo, ajeno a la atenta mirada de su hijo, Pipper…, incluso ajeno a la llegada del medio galgo, de Norton que ha comenzado a reclamar el hueso con un gruñido comedido, mirándome de soslayo.
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    - Dile que me lo de o le arreo un bocado… -murmuraba Norton perrunamente.
    He rozado su afilada cabeza con mi mano y he logrado calmarlo, pero enseguida ha vuelto a gruñir, a gimotear, a ladrar pero sin terminar de abrir sus largas mandíbulas…, entonces Cecil se ha lanzado contra Norton, el galgo ha reculado y Pipper ha surgido veloz como una centella y sin detenerse a embocado el hueso y ha corrido sobre la grama victorioso y astuto, pícaro y juguetón, pero al tiempo inexperto y cachorro.
  Cuando Cecil se ha dado la vuelta y no ha visto su hueso apenas si ha dudado, enseguida ha buscado con sus ojillos a su hijo y ha cargado contra él con un gruñido seco. Pipper ha cedido y Cecil ha recuperado su hueso del cocido y ha vuelto a tumbarse, a retozar junto a mi cabeza.
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   Yo he seguido pegado a la tierra, mirando hacia el cielo, viendo las ramas de la mimosa y parte del alero de la casa, sintiendo a Norton de nuevo tumbado a mi izquierda y teniendo la certeza de que esos cuatro perros eran, en esos momentos, los seres mas felices de la naturaleza y sin mas bien material que ese hueso que en realidad era de todos ellos.
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   He pensado en Joa, cuando se va de travesía y duerme durante días sobre su esterilla perdida en mitad de los montes, de los picos y de las cumbres…, y la he comprendido, esa necesidad suya del contacto con la naturaleza, el placer suyo de prepararse el desayuno ante un pico nevado que un rato después de saborear el capuchino tratará de escalar junto a sus amigos.
   Con la mirada en el cielo y de vez en vez sobre las ramas de la mimosa he vuelto a intentar percibir el vinculo de todo, ese vínculo con la Madre que homo ha olvidado, que homo ha enterrado bajo la tecnología y bajo las posesiones materiales, bajo los suelos de mármol de esas inmensas viviendas y entre el delirante cosmos de los regalos, de los objetos, de las estanterías repletas de recuerdos y de cachivaches inanimados y fabricados en serie…, sin valor, sin la calidez de la artesanía, sin la impronta del artesano. Y como siempre he vuelto a sentirme inútil, he vuelto a sentirme incapaz de abandonar mi condición de humano y acercarme un poco a lo animal, a lo simple, a lo sencillo, a lo natural. Pero al tiempo me ha dado miedo el dejar de ser humano, también he percibido la finitud de homo, de la vida, del tiempo en el que debería realizar mis anhelos, mis deseos mas simples y sencillos. Me ha angustiado la posible certeza de que mi vida será lineal, siempre esperando a ese día de mañana en el que el destino y las circunstancias rodarán a favor, me he visto viviendo sin entender a la naturaleza ni a sus ciclos, de nuevo me he visto con la plasticidad cerebral de un piedra a la que ni siquiera un cantero eligió para trabajar, para cincelar, para dar forma.
   Pero ellos seguían ahí, rodeándome, royendo el nuevo hueso comunal sobre la grama, correteando, percibiendo mil olores, mil rastros…, he visto el sol atravesando los tallos de la hierba, iluminándolos, como encendiéndolos, dotándoles de luz, de vida.
  Después he pensado en el otoño, en el frescor y en las lluvias, en el invierno, en el silencio que llega con los amaneceres escarchados y me he visto repitiendo mis acciones, mi vida, esperando la llegada de la primavera para escuchar a los mirlos, para saludar a los vencejos imaginando que los sueños estarán un poco mas cerca pero siguiendo sumido en la ignorancia ante ella, ante la Madre, ante su respiración, ante sus latidos en forma de estaciones, en forma de clima, en forma de día y de noche, en forma de nubes y de estrellas.
   Me he sentido como atado a una soga hecha con billetes, con dinero que tenemos que ganar para ir dando cabo, para impedir que esa soga se estreche y nos ahogue para al final, simplemente morir esperando el día de mañana.
   Al final me he levantado, he recogido la toalla y el cojin y justo he entrado en la casa cuando se emitían los últimos minutos de “Gorilas en la niebla”, justo en el momento en el que Diane Fosey era asesinada de un machetazo…, me he sumido en la congoja profunda y he roto a llorar mientras contemplaba los planos de las espesas selvas congoleñas, mientras contemplaba los rostros de esos gorilas, de esos primates que nos acompañaron en la evolución y un poco mas a salvo de homo gracias a ella.
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                       Cecil observa como llegan Norton y Mia a la ca-
                   rrera, chapoteando sobre el charco inundado con la
                      única tormenta de este verano..., el gozo de lo casual,
                    de lo entregado por ella, por la Madre.
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martes, 17 de agosto de 2010

EL MAGICO VUELO DE LAS GOLONDRINAS, EL HUESO COMUNAL, LA DIFICIL SONRISA..., en "Diario de Homo".


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  Aún sigo creyendo que el amanecer es mi momento de lucidez, de paz, de renacer…, pero esta temporada en las Tierras Altas no está siendo lo agradable que deseaba y anhelaba durante el invierno…, aún consigo levantarme pronto, a eso de las siete de la madrugada, unos minutos antes o unos minutos después, pero me levanto sin chispa, a veces con dolor en la espalda baja y con un extraño distanciamiento hacia la Bicipalo o hacia la Flaca.
   Pero el amanecer conserva la esperanza del primer café, de los saltos y gañidos de la manada que me reciben como si hubiesen pasado un año sin verme…, una esperanza que me llenó de placer durante dos días, coincidió que abrí uno de los paquetes de Marcilla torrefacto y de la torreta de la Oroley brotó un café delicioso, de un aroma y un cuerpo que me lleno de alborozo y gusto.
   Lo degusté casi apesadumbrado, porque ese sabor y esa sensación serían difíciles de igualar, me terminé la cafetera en la terraza, sonriendo al amanecer y unos minutos después contemplando el mágico vuelo de las golondrinas, o de los aviones comunes, como diría Jaime junior, el hijo de mi amigo Jaime Fabra. 
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   Sorteaban con sus vuelos acrobáticos los setos de tuyas, las ramas de la joven olivera y de la palmera, las espinosas hojas de la enorme coscoja salvaje crecida junto a la valla y mi propia cabeza, ante mis propios ojos. Llegaban piando, planeando tan cerca que casi podía tocarlas, tan cerca que el sol del amanecer atravesaba sus remeras y sus caudales y me mostraba un delicado y emotivo espectáculo de transparencias luminiscentes.
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   Volaban sobre la piscina, iban y venían…, y terminaban posándose en los cables de la conducción eléctrica, se preguntaban unas a otras que cuando regresarían a África, mientras las mas jóvenes imitaban una y otra vez el vuelo de las adultas, de sus madres, de las compañeras de bando, de las compañeras del futuro viaje, de la gran migración al continente Madre.
  Durante varios dias regresaron y durante esos días degusté el café ante ellas…, después observaba a la manada y reía ante las idas y venidas de Norton, Mia, Cecil y Pipper con el hueso comunal.
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   De vez en cuando escuchaba un “clock” seco y ruidoso en medio de la calma de la amanecida…, era el hueso comunal que alguno de los chuchos había soltado, al ratito correteaba Pipper con el hueso bien aferrado entre sus pequeñas mandíbulas, se subía a uno de los balancines y se entretenía royéndolo hasta que algo le perturbaba y ladraba, en ese momento el hueso volvía a caer ruidosamente sobre el terrazo para que Cecil lo robase sin vacilar…, para volverlo a soltar ante la presencia de Norton.
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El medio galgo se entretenía con sobre el césped hasta que el paso de algún coche le excitaba…, entonces, cuando el bardino corría la valla, mientras Pipper volvía a robarle el hueso comunal…, que igual podía reaparecer sobre mi cama, entre los pliegues de la colcha de mi padre, perdido en cualquier rincón de la parcela o sobre el sillón eléctrico que nadie usa.
   Ellos me hacen sonreír, también las tardes que los he sacado a pasear y nos hemos topado con los misteriosos chotacabras, con sus cortos vuelos entre las ramas de los pinos para volver a aplanarse contra el suelo, cubierto de roca gris, de líquenes entre verde y blancos, entre los espartos y las marchitas jaras…, durante tres anocheceres paseamos la manada y yo cámara fotográfica en la mano, pero no pudo ser, no volvimos a verlos…, pero guardé en mi retina y en mis neuronas esas visiones privilegiadas, esas imágenes que me hicieron sonreír durante unos instantes de gozo íntimo y solitario.
   Voy viendo que solo queda eso, los instantes, los momentos en los que estoy optimista, en los que me olvido de todo y solo vivo lo que veo…, después vuelvo a caer en la mueca ausente o sombría, distante y apagada…, hasta que ese conejo me vuelve a hacer sonreír…, ha sido esta mañana, pedaleaba con la Bicipalo y me ha salido por la izquierda, ha cruzado por delante y ha trepado por un terraplén de rodeno, que se alzaba rojizo y vertical, como una pared que ha escalado sin desmelenarse, sin esfuerzo, sin resbalar ni una sola vez, para perderse en el monte, para quedarse quieto y mimetizarse ante los ojos de homo.

viernes, 13 de agosto de 2010

TIERRA DE GALGOS, TIERRAS ASPERAS, TIERRA DE HOMBRES..., LA MESETA.



A todos los galgos, al galgo que olvidó Cervantes.
A los hombres y mujeres del campo, a los que vivieron de la tierra desde el amanecer hasta el anochecer.





TIERRA DE GALGOS, TIERRAS ASPERAS, TIERRA DE HOMBRES…, LA MESETA.



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El saqueo.

En aquella oscuridad ni siquiera los ojos de ella, de Churria, la galga bardina, destellaban, en aquella oscuridad, en aquel escondrijo…, ni siquiera sus ojos brillaban…, pero la sentía junto a él, sentía su poderoso corazón latiendo bajo su huesudo tórax, bajo sus ásperos y cortos pelos marrones y negros.
   Luis, el niño, la abrazaba y percibía su olor, su respiración, sentía los leves pinchazos de su pelaje contra sus jóvenes mejillas…, también oía aquellas voces, unas extrañas y desagradables risas, algún grito…, los sollozos de su hermana, dos años menor que él,  también guarecida en el escondrijo que su padre había excavado unas semanas antes, cuando regreso del pueblo de comprar provisiones…, recordó su cara, su expresión, la ausencia de la sonrisa con la que siempre le acariciaba la cabeza a él y a su hermana. Recordó esa extraña frase que su padre murmuró al oído de su madre…., ella también estaba ahí, inmóvil en la oscuridad, sujetando a el Niño Cazador, el joven galgo hijo de Churria.
    - Las tropas de Franco siguen avanzando…
    Desde aquel día su padre no volvió a sonreír, algunas veces lo encontraba en lo alto de las lomas, mirando hacía donde se ponía el sol o hacia donde asomaba, siempre con las siluetas de los dos galgos junto a él, fieles y esbeltos, como flotando cuando lo seguían en los paseos, como si esos cuerpos estrechos y enjutos no pisasen aquellos llanos cubiertos de cereal, de cortas matas, de tierra…, después empezó a construir aquel refugio, alejado de la casa, él y su hermana le ayudaron, también su madre…, que también había dejado de sonreír, aunque por las noches, cuando los acostaba, aún les contaba algún cuento, alguna historia que ella misma se inventaba…, la buscó en la oscuridad del escondite y vió un destello, el brillo de una lagrima…, después se sobresaltó cuando escucharon los tiros, más risas, alguna ráfaga. Después llegó el olor del fuego, el humo penetró entre las tablas disimuladas con arbustos, con balas de paja…, sintió el gruñido de Churria, como vibró su pecho y el susurro de su madre, su mano acariciando el largo hocico de la hembra y después a él mismo y a su hermana.


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   El silencio, el humo, las cenizas negras.
  
    - Voy a salir, no moveros hasta que os lo diga … -murmuró su madre.
    Juana palpó en la oscuridad y reconoció el pomo de madera, lo desplazó un poco y un resquicio de luz penetró en la covacha, entrecerró los ojos y respiró profundamente…, el olor de las cenizas y de los carbones llenaron sus pulmones, su corazón se aceleró y suspiró serenándose, recordando las palabras de Manuel.
   - Cuando lleguen aquí verás cosas horribles, verás a que punto puede llegar la maldad en el hombre…, y no habrá ni culpables ni inocentes, en las guerras, el único culpable es el propio hombre…, verás a vecinos muertos, verás las casas arrasadas y a niños sin sus padres…, pero no te asustes…, ni siquiera si estoy yo entre esos que habrán en las cunetas de los caminos.
    Sollozó, apartó la tabla y escurrió su cuerpo fuera…, volvió a cerrar, apartó los arbustos y durante unos segundos se cubrió los ojos con las manos…, poco a poco fue capaz de abrirlos y de ver entre aquella especie de neblina que lo cubría todo, que era humo, el humo de los sembrados calcinados, el humo estancado y como pegado a aquella tierra sobre la que volaron los lebreles…, fue a gritarles pero corrió tras ellos, apenas si vió algunos de los muros derrumbados de la casa, no vió las vigas del techo quemadas y caídas sobre el interior, no reconoció sus muebles despedazados y esparcidos, tampoco sus telas, sus pocas ropas, sus manteles…, la dote que le regalaron los vecinos, su madre, la abuela, sus familiares.
   El Niño Cazador lloriqueaba y Churria lamia un cuerpo desnudo y ensangrentado…, Juana dobló sus rodillas y lo cubrió con sus brazos extendidos, pegó sus mejillas a esas  teñidas de un rojo oscuro y cuarteado…, volvió a sentir la presión en el pecho y como su garganta se estrechaba, como expulsaba todo el aire con el que él había llenado su vida, con sus ilusiones, dignificando hasta lo indescriptible su condición de hembra, de mujer, de madre.
  Cerró los ojos, abrazó aquel cadáver y trató de alzarlo contra si misma, contra su pecho, contra su regazo…, y se quejó.
    Un ladrido ahogado, como un resoplido partió del afilado hocico de Churria y de nuevo su lengua lamió la cara tumefacta, limpió sus parpados pegados con tierra y barro, un barro sanguinolento que la perra limpió mientras el Niño Cazador giraba su cabeza hacia los otros niños que corrían hacia sus padre…., surgieron de entre el humo estancado.
    - Juana… -murmuró y aún pudo forzar una sonrisa cuando descubrió a sus hijos- Juana…, las…, escrituras…, olvidé guardarlas…
    - Cariño…, no hables ahora…, solo importa que estas vivo.
    - El hijo de…, Ambrosio, iba con…, ellos –y tosió sangre, coágulos y babas espesas y oscuras que resbalaron desde sus labios, unas líneas entre sus mejillas sucias y amoratadas.
    - ¿Qué son las escrituras…? –preguntó el muchacho, Churria se había sentado junto a él y de nuevo se pequeña mano buscaba las costillas de la galga, el latido de su corazón en el interior de aquel pecho prodigioso.
    - Nuestra tierra, hijo…, nuestra tierra hija…, esta…
    Los ojos del muchacho vieron la mano crispada del padre cerrándose sobre la tierra manchada con su propia sangre…, soltó a la galga y tomo entre sus dedos aquel barro regado con los humores de homo, aún estaba caliente y manchado con cenizas oscuras, con restos de paja…, era muy parecida, era la misma que el viento se llevaba cuando el y su hermana Dolores ayudaban a sus padres a orear el trigo. Dolores miraba a su padre en pié, sin atreverse a tocar a aquel cuerpo sin ropas, malherido, sucio de tierra y de su propia sangre.
   - Dolores, Luis…, ir a la casa, pero con cuidado de no quemaros y buscar las ropas de vuestro padre…, hija, tu busca la ropa de cama para tapar estas heridas… -ordenó Juana templando la voz y mirando hacia las humeantes ruinas de la casa que levantaron con sus propias manos los padres de Manuel- mirar también si han dejado algo de comida.
   - No… -sollozó Manuel- se lo llevaron todo…, pero no te preocupes, ellos traerán las liebres…, tengo sed, Juana.
   Un quejido surgió de sus entrañas golpeadas y repletas de hemorragias internas…, cuando movió su cabeza buscando a los lebreles.
   Churria le miraba a los ojos, con sus orejas en roseta pegadas al cráneo, con su hocico negro cerrado, estrecho y picudo, apuntando hacia su amo…, el Niño Cazador, apenas unos dedos mas alto que la esbelta perra miraba a su madre con los belfos levemente entreabiertos y con las cejas enarcadas, con el destello de la excitación en sus ojos marrones.
   - Cuídalos Juana…, el hijo del Ambrosio…, los buscaba… -balbuceó Manuel- y yo le enseñé a escribir.
   Suspiró, entre quejidos se giró sobre si mismo, se cubrió el vientre con sus brazos y se encogió.
   Churria emitió un leve quejido y sus largas patas se fueron flexionando a la vez, sin apartar su mirada del hombre herido y moribundo, apoyó el largo morro en la tierra y resopló…, el Niño Cazador escuchó los sonidos de los cascotes removidos por Luis y Dolores y trotó hacia ellos, casi flotando, con la larga cola cayendo algo mas allá de sus corvejones, con todas sus vértebras sobresaliendo de su lomo levemente arqueado y con la cabeza baja, con las orejas enroscadas hacia atrás y desapareciendo entre el humo estancado, entre aquella imagen gris y fantasmagórica, como si el lebrel fuese un espíritu de la tierra, de aquella tierra de galgos, de hombres y de mujeres.
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      El covacho del Pastor, la ermita del Pastor, hambre.

      -Mamá…
     Juana miró a su hija y sintió una bocanada de aire, de vida…, la niña arrugaba su frente y miraba los muros de la pequeña ermita sin campanario y como engullida por un terraplén que se elevaba un par de metros sobre la inmensidad de la meseta que les rodeaba, sobre ese universo a  veces reseco y amarillo, a veces yermo, a veces verdes y muchas veces mecidos por los vientos, a veces polvorientos y otras veces empapados por la lluvia.
   Separó sus brazos y Dolores corrió hacia ellos.
   - ¿Es verdad que aquí se apareció la virgen y por eso hicieron esta iglesia tan pequeña…?.
   El viento sopló por encima de la loma y Juana vió como azotaba los tallos de las plantas crecidas entre las tejas…, llegó fresco y removiendo las hojas de los tres chopos que se elevaban junto al caño del que manaba un reguerillo de agua…., un tímido oasis en medio del páramo, de la llanura.
   - Dicen los del pueblo que un pastor solía pasar las noches en el covacho que hay detrás de la ermita, uno de esos días le acompañaba su hijo…, y cuentan que se formó una tormenta y que un rayo cayó en medio de las ovejas, muchas de ellas murieron, también sus perros…, pero su hijo no murió, solo se quedó sordo, a si que lo metió en el covacho para tratar de curarlo y para protegerlo de la lluvia. Después el pastor contó en la cantina que vió algo que tenía mucha luz tocando a su hijo…, dijo que tenia unas ropas como faldas…, pero el no dijo que fuese la virgen, eso lo dijo el cura y entonces decidieron dar las gracias a la madre de Dios levantando esta ermita.
   - ¿Y porqué esta metida en la tierra…?.
   - El pastor no creía en Dios y dijo que en su covacho no se haría una iglesia de esas…, entonces la hicieron aquí, al otro lado de la loma y para mas burla la llamaron la ermita del Pastor.
   - Entonces…, ¿si la virgen curó al hijo del pastor aquí…, también podría curar a padre…?, ¿por eso nos hemos venido aquí a vivir…?.
   - Aquí no estaremos para siempre, volveremos a nuestra casa cuando podamos arreglarla.
  
   - A veces vi a padre pegar cachetes al hijo del Ambrosio, cuando le enseñaba a escribir…, pero no le hacia sangre…, igual por eso le ha pegado ahora…, tengo hambre, tengo el dolor aquí, en la barriga.
   La pequeña giró lentamente la cabeza, miró hacia los horizontes, hacia las planicies que se solapaban unas con otras,  hacia el color rojizo de la tierra, hacia el color de la paja, hacia un cielo que se oscurecía después de haber enrojecido con el ocaso…, hacia la senda por la que habían abandonado su casa…, y por donde surgieron trotando con las cabeza gachas, lanzando sus patas armoniosamente unas tras otra, con las orejas tumbadas sobre sus cabezas y con las fauces cerradas sobre las liebres ensangrentadas…, dos siluetas a contraluz, dos siluetas sobre el páramo tan inmenso como la noche que se cernía.
   Luis se asustó cuando vió a los lebreles, estaba tumbado junto a su padre, escuchando su débil respiración para asegurarse de que seguía vivo…,   Churria entró en la ermita y soltó la liebre junto al lecho de Manuel, se agachó y su poderoso pecho tocó en el suelo de tierra, su estrecho estomago quedó en el aire, apoyó su cabeza sobre el morro y suspiró.
   El Niño Cazador también soltó su liebre, volvió a dejar sus belfos entreabiertos, como formando una picara sonrisa y la rabona saltó fuera de la ermita…, Luis corrió tras ella, fijó sus ojos en la liebre herida, vió como giraba hacia la derecha, él también se inclinó hacia ese lado, resbalo y su rodilla derecha se hincó en el suelo, volvió a levantarse y sin saber porque se inclinó hacia la izquierda antes de que ella fintase hacia ese lado…, cayó sobre ella, percibió el cuerpo caliente de la liebre y después el crujido de sus pequeñas cervicales cuando le retorció el cuello.
    - ¡El Niño Cazador es bueno…,nunca mata las liebres, nunca mata las liebres…¡ -gritó su hermana abrazándose al galgo.
   Juana sonrió, se limpió la lágrima que afloró de sus ojos y vió el ave, voló sin ningún ruido entre los chopos, planeó sobre su cabeza y desapareció.
   

domingo, 8 de agosto de 2010

YA EN LAS TIERRAS ALTAS, ENTRE PASEOS CON LA MANADA Y PEDALADAS..., en "Diario de Homo"


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     El mes de julio murió silenciosamente antes de terminar la tercera semana, el teléfono dejó de sonar y la maquinaria enmudeció en la carpintería. Recuerdo que cada mañana, cuando bajaba al taller encontraba la calle Goya demasiado silenciosa, no se percibía el rumor del tráfico de las grandes avenidas, tampoco los chillidos agudos de los vencejos. Miré hacia los áticos, buscando sus rápidos vuelos pero no vi nada mas que las antenas de televisión, las banderas de España decorando algunos balcones, las nubes marinas que el mediterráneo enviaba tierra adentro.
   A mitad de semana recogimos las medicinas de mis padres, subimos a la ranchera y partimos hacia las llamadas Tierras Altas…, con Cecil y Pipper algo inquietos en sus pequeñas camitas. Partimos, como todos los veranos hacia las tierras que rodean a la Sierra Calderona, a esas tierras que llamé Altas pero que tan solo están a 170 metros de altitud sobre el mediterraneo.
   Norton y Mia nos recibieron dando saltos… y algo extraños cuando vieron bajar a los dos pinchers…, Cecil recordó al galgo y rápidamente adoptó una posición de sumisión ante su alargado hocico, pero Pipper le gruñó, retó al macho dominante y lloriqueó ruidosamente cuando Norton le marcó con los colmillos. Unos días después el cachorro aprendió y en las siguientes tardes ya fuimos capaces de pasear los cinco, Norton, Mia, Cecil, Pipper y yo en paz, entre carreras y ladridos, rastreando a los conejos y mordisqueando piñas, ramitas…, juguetes que Pipper transportaba sin perder de vista al resto de la manada.
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   Y de nuevo me aferro a las primeras horas del día para escribir un poco, para relajarme…, estos días he empezado a de escribir un relato sobre galgos, sobre los hombres y mujeres que viven en los llanos, en la meseta castellana…, y ayer, durante los minutos que duraba el crepúsculo volví a pensar en ellos mientras observaba desde la terraza, las nubes marinas que de nuevo el viento de levante enviaba hacia el interior. Ellos, los hombres y mujeres de los paramos no pueden sentir ese viento marino, refrescante y húmedo ni tampoco ver esas nubes que poco a poco van cubriendo el norte y enroscándose en las cimas de la Calderona.
   Las veía de un color encendido, como rosado cuando el sol aún les alcanzaba con sus haces moribundos, después viraron a un tono gris, casi tan gris como ese cielo desprovisto de la luz solar y finalmente volvieron a cobrar una extraña luminiscencia cuando la noche la engulló y comenzaron a reflejar la luz acervezada de algunos pueblos cercanos.
   Otras muchas tardes contemplo esa escena desde una loma cercana, a ella suelo acercarme con la manada, Norton y Mia corren campo a través y Cecil y Pipper los vigilan desde el camino, aunque Cecil se suele aventurar en el bosque, al rato reaparece jadeando y buscándome, yo sigo caminando, escuchando las llamadas cortas y delicadas de las golondrinas, sobrevuelan el pinar y a veces se suspenden contra el viento de levante, las veo sobre las copas de las pinos, estrechas  y flexibles…, alcanzo la loma y voy dando la vuelta a un cercado hasta encontrarme de nuevo con los perfiles de la Calderona, ya mas oscuros y cubiertos por las nubes bajas, por las brumas marinas, por esa humedad que la serranía bebe y que a veces aún descubro entre sus hojas, los amaneceres que  salgo pronto con la Bicipalo.
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    Minutos antes de salir a rodar me preparo el café y lo tomo en la terraza, me llena de vida percibir el frescor, la calma, la claridad que emana desde el mar y me gusta mirar la ventana del comedor. Siento un extraño placer cuando veo mis dos cascos colgando de la reja, el que uso con la Bicipalo y el que me calo con la Flaca, me gusta ver las correas de los chuchis…, el arnés de Mia, el ancho y señorial collar de Norton, las pequeñas correas de Pipper y Cecil. 
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Es como una declaración de principios…, cualquier observador los vería nada mas entrar en el chalet y podría pensar que su propietario hace bici y tiene perros…, esa es la esencia durante el verano, aquí en las llamadas Tierras Altas…, me gusta ver los cascos ahí colgados, esa idea de hacer bici y pasear a la manada, escribir algo en los momentos de inspiración, olvidarme de la falta de trabajo, de los pagos que llegaran en septiembre…, pero al rato de tomar mi café debo de preparar el Cola-cao de mi padre.
    El zumbido de la cama mecanizada, su expresión, sus toses cuando bebe, el olor del orín desde el orinal, los papeles con los que se limpia…, me devuelven a una realidad que se alarga ya durante casi ocho años. Despues de darle los laxantes me desnudo ante él y me visto de ciclista sabiendo que tendré algo mas de dos horas para pedalear por la sierra…, y volveré a esa realidad, que es la que deseas y has elegido, suelen decir y suelo creer.
   La cigarras rechinan al medio dia, llenan el ambiente con sus canto estridente y espero a que regrese la tarde, observo como toda la manada sestea, trato de escribir algo pero al final me entrego también al reposo…, y me viene bien, la siesta se ha convertido en el ultimo refugio, soy capaz de abandonar a mi padre ante el televisor, sentado en el sofá, sin poder levantarse, sin poder moverse…, hasta que su llamada ahogada me despierta, o hasta que una hora después de tumbarme me despierto somnoliento, entro en el salón y lo pongo sobre la silla de ruedas a orinar o a defecar…, y la tarde regresa, a veces, cuando están mis hermanas las observo bañarse en la piscina, alguna vez se anima mi madre mientras la manada juega y se zambulle entre las mismas aguas.
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   Me gusta sentarme bajo la espesa sombra de la mimosa y observar, sentir el viento, observar los tres naranjos y a Cecil y Pipper como corretean y jugan sobre la grama, mordisquean los recios tallos y tiran de ellos, Norton persigue libélulas alrededor de la piscina y Mia se zambulle una y mil veces cuando mis hermanas le arrojan ramitas o semillas del bronchonchito
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  Me siento a gusto, me alivia y reconforta ver a los perros en este ambiente, lejos del asfalto, lejos de la ciudad, lejos de la polución, lejos del trafico…, me gusta ver como el sol atraviesa las hojas de la grama, me gusta ver ese universo de verdes…, me gusta ver a Norton caminar cansinamente, contoneando su estrecho cuerpo, moviendo sus largas patas entre los pinchers o verlo saltar como una ballesta cuando avista un conejo en los paseos al anochecer. Mia y él salen al galope y se estrellan contra el monte bajo, Mia ladra agudamente, saltan sobre las matas de esparto, fintan entre los pinos…, y el conejo escapa, yo sonrío y sigo el paseo, el chotacabras levanta el vuelo, flota con esa peculiar forma de volar y vuelve a aplanarse contra la tierra, llama alguna lechuza y los mochuelos se avisan…, y entre las sombras surge Mia con las mandibulas ensangrentadas con una sangre que no era suya…, después llegan los grillos, alguna charla con el móvil y el sueño en el campo, en las llamadas Tierras Altas.