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Dos de mis hermanas y yo, el edificio con el tejado a dos aguas
era la fundición y la finca que se alza junto a ella, la nuestra.
Nací en mi calle, en la calle Pintor Goya de Valencia, en el número 30…, eso lo se, me lo dijeron mis padres y lo viví yo mismo mientras crecí en ese piso de alquiler pero nuevo. Lo estrenaron ellos y ahí vivimos hasta el ictus de mi padre.
Ese soy yo, montado en aquel caballo..., aún lo recuerdo, recuerdo
la imagen pero desde luego no lo que sentía.
No se donde moriré, puede que de muerte súbita en cualquier momento y en cualquier lugar, puede que me estrelle con Run-run, puede que me atropellen cuando pedaleo con la Flaca sobre el asfalto, como a un perro o como a uno de esos graciosos, tímidos e introvertidos erizos que por estas fechas comienzan a cruzar las carreteras de las Tierras Altas y que son atropellados, reventados…, instantes después las urracas picotean las vísceras y levantan el vuelo cuando se acerca algún coche. Puede que muera despeñado con la Bicipalo por algún barranco de la Calderona , de esa serranía de la que nunca salgo y que ya inundó mis horizontes desde la niñez, aquellas Montañas Azules, aquellos volcanes inclinados, como dormidos que Joa me descubrió…, o puede que muera de cualquier enfermedad en mi propia casa de la calle Goya o en la sala de cualquier hospital, pero también cercano al barrio, a mi calle a ese mundo al que ella se asomó como el decorado de una novela, murmurándolo entre sus finos labios.
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Mi hermana pequeña..., hace bastantes años, asomada
a ese balcón desde el que observabamos casi a escondidas.
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A esta calle que solía contemplar desde el balcón, una auténtica jungla de macetas, de plantas y flores, de olores agradables, incluso olía a café densamente. Aquel aroma emanaba desde un tostadero que alzaba sus chimeneas frente a ese balcón que convertí en mi atalaya y en mi sala de juegos. Desde allí arriba observaba la calle, buscaba a mis amigos y cuando los veía bajaba a jugar a las chapas o al futbol, a montar en bici o a tirar petardos en Fallas.
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De nuevo mis hermanas y yo, tras ellas el Dauphine de mi padre , era
uno de los pocos coches que aparcaban en la calle.
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Recuerdo la luz, el sol cayendo a raudales en medio de una calle con muy poco tráfico y de viviendas de dos alturas, normalmente en las plantas bajas se abrían los negocios, desde las tres carpinterías que coexistían con la de mi padre, un ultramarinos, un taller de mecánica de coches, unos talleres de matricería, una fabrica de juguetes y hasta una fundición de hierro y acero. La imagen del hierro al “rojo vivo” se va diluyendo lentamente en mi mente, entre mis recuerdos ya revueltos y confusos de aquella niñez que jamás salió de los confines del barrio, de las esquinas familiares, de las casas de los vecinos que conocían a mis padres.
Frente a la fundición se alzaba una fabrica de vidrio…, la recuerdo en ruinas, en una ruinas tentadoras a las que jamás me atreví a entrar…, realmente me atreví bien poco en esa niñez callada y ensimismada, solo me atreví a robar un chicle “Bazoka” de una papelería que también vendía chuches. La mujer hacia ganchillo detrás del mostrador y sin apartar los ojos de las agujas murmuró sin inmutarse.
- Haz el favor de dejar eso.
Dejé el chicle, retrocedí enrojeciendo, perdiendo el aliento y salí corriendo de allí avergonzado, casi humillado y preguntándome como mi amigo Juan Antonio hacia para robar aquellos chicles sin que nunca le viesen…, corrí, corrí y corrí hasta mi calle, entonces me di cuenta que nunca jamás podría volver a entrar en aquella papelería. Volví a hacerlo cuando cambió de dueña, pero la primera vez que volví a entrar temí que la nueva propietaria tuviese una foto mía debajo del mostrador que dijese “SE BUSCA, por ladrón de chuches”.
Como restos de diamantes. Niños tumbados en mitad de la calzada.
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La vieja y ruinosa fábrica de vidrio estaba a pocos metros de mi calle, frente a la fundición. Yo siempre me quedaba en la puerta, viendo como mis amigos mas lanzados desaparecían entre aquellos cascotes después de saltar los muros. También recuerdo a mis hermanas mayores entrando en aquel lugar y regresando con restos de figurillas de cristal, algunas deformes por el calor y otras que reflejaban la luz y la descomponían en brillos hermosos…, creo que eran las piezas que adornaban las lámparas, pequeñas tallas en forma de diamante. Mis hermanas me hacían creer que lo eran y que entrar allí era peligroso porque había que bajar a un sótano oscuro y con el suelo lleno de alquitrán. Jamás supe que era, pero a veces salían con sus zapatillas manchadas con algo oscuro y pegajoso. Nunca entré en aquella fábrica…, junto a ella se levantaba la casamata de un enorme transformador, mis amigos también se atrevían a rondarlo, a manipular las rejillas de las ventanas aunque al final todos nos conformábamos con acercar las orejas y escuchar aquel potente zumbido.
Nos tumbábamos en mitad de la calle, sobre el asfalto, con la mirada fija en la chapa y aumentando la presión paulatinamente del dedo índice sobre el pulgar que lo retenía hasta que la presión hacia resbalar la uña sobre la yema y terminaba golpeando el canto dentado de la chapa de Pepsi…, el disco se deslizaba entre las líneas de tiza que delimitaban el circuito, rebasa a las otras chapas y quedaba en cabeza del pelotón…, recuerdo que sonreía y me levantaba mientras inconscientemente me limpiaba las rodillas, pero sin apartar la mirada del resto de mis amigos.
Aquella chapa de Pepsi tenía en su interior la imagen de una liebre, era la Liebre de Marzo, por aquellos años yo no entendía de galgos ni de rabonas, pero si sabia que las liebres eran rápidas, por eso me gustaba aquella chapa, aunque era muy endeble y demasiado ligera, resbalaba con mucha facilidad y a veces me salía por poco del circuito y tenía que volver a la cola del pelotón.
Jugaba bien a las chapas, tan bien que no me di cuenta de los años iban pasando, de que cada vez había mas tráfico, de que algunos de mis amigos ya habían empezado a fumar y se limitaban a vernos jugar sin agacharse. Solo durante el verano, cuando el Tour de Francia animaba las tardes volvíamos a jugar a las chapas, hasta que a alguno de mis amigos le regalaron unos ciclistas de plástico decorados con las banderas de los países que participaban en la carrera francesa. Entonces comenzó a jugarse de manera distinta, ya no se dibujaba un circuito sinuoso con tiza en medio de la calzada, ahora se trazaba un anguloso recorrido utilizando los bordes de las losetas octogonales que cubrían las aceras y se lanzaba un dado para ir avanzando, se contaban las losetas y así se jugaba. Aquel fue mi final, el final de una época…, simplemente porque para comprar aquellos ciclistas había que salir fuera de la calle, fuera del barrio…, los vendían cerca de la Finca Roja , un edificio muy conocido de la ciudad…, pero demasiado lejos para mi.
Las ultimas carreras de chapa se jugaron, imagino que en Fallas, cuando se cortaba la calle y cuando nos juntábamos algunos de los chavales que tampoco conocíamos mas mundo que el de confines de la calle Goya. Uno de aquellos fue David, al que apodaron “El Gordo Paliza”, David no era del barrio, pero en una de aquellas plantas bajas vivían sus abuelos y él los visitaba por las fechas señaladas, en Fallas, en Semana Santa, en el verano. Era un crío gordito, claro de piel y listo…, tan listo que de su boca oí por primera vez la palabra dictadura. Me callé y escuché, David habló serio, arrugando su joven entrecejo de unos 10 años, imagino que repitiendo lo que escuchaba a sus padres.
Cuando se fueron los niños.
Poco a poco y sin que yo lo percibiera las calles se fueron quedando desiertas, el ultimo circuito de chapas dibujado con tiza sería borrado con el paso de los coches y por el barrio se empezó a escuchar el petardeo molesto y ruidoso de las motos de cros de 49 cc a escape libre. Las bicicletas desaparecieron con los niños y año tras año los coches fueron aumentando hasta ocupar todas las plazas de aparcamiento, los viejos edificios de dos plantas se fueron vendiendo y demoliendo, cerraron todas las carpinterías menos la de mi padre, cerró el taller de matricería, también el de mecánica, la fabrica de curtidos, el tostadero de café y la fundición, clausuraron el transformador y finalmente se derribó la vieja fabrica de diamantes y de aventuras…, pero fue algo lento, como la Vida misma y los niños aún vivimos nuestra infancia jugando en la calle, jugando a los cromos o a pillar. Recuerdo vividamente a Manolín, otro de los amigos de la calle que aún sigue viviendo en el mismo piso de sus padres y con él que prácticamente me cruzo todos los días…, y sigue cojeando, balanceando su cuerpo con cada zancada y a veces con la mirada extraviada, otras fumando apoyado en la barra del bar y mirando fijamente las estanterías repletas de bebidas alcohólicas.
Manolín nació sin ningún problema en sus piernas pero sufrió la fatalidad de una equivocación médica o por lo menos es lo que siempre se dijo en la calle, es lo que siempre se murmuró y es lo que siempre he creído. Fue un practicante, aquellas personas que te visitaban en casa y te ponían vacunas…, una de aquellas agujas debió alcanzar un tendón y la pierna de Manolín se contrajo para siempre…, y creo que así le conocí, cojeando y riendo, jugando a “pillar”, un juego que se basaba en correr y correr, en la velocidad, en la agilidad de las dos piernas…, pero…., ¿como podía jugar a “pillar” un jovenzuelo que cojeaba…?. Manolín se adaptó a sus condiciones y lejos de quedarse quieto viendo como nosotros correteábamos ente los coches y sobre las aceras se unió a las correrías, al griterío, a las risas…, de una calle en la que aún jugaban los niños.
Manolín apenas si podía dar tres zancadas sin perder velocidad, por eso, cuando adelantabas tu mano para agarrarlo, él se inclinaba a un lado súbitamente, te hacia una finta, un regate o se colaba entre los paragolpes cromados de dos SEAT 850…, desaparecía ante tus propios ojos y la mano se cerraba en el vacío. Volvíamos a correr hacia él y volvía a retorcerte la cadera con otro quiebro…, a un lado y a otro, apoyándose en la pierna mala o en la buena, riendo y tratando de zafarse de alguna mano que lo había enganchado “in extremis”…, corríamos, jugábamos al futbol, rodábamos con nuestras BH, con las Orbeas o con las Torrot…, hasta que fuimos creciendo y terminamos por desaparecer, por dejar las calles vacías y silenciosas. También dejaron de oírse las voces de nuestras madres llamándonos para cenar desde los balcones o silbando como hacia mi padre.
- Espera, espera… -solía decir cuando me parecía oír el silbido- es mi padre.
Y salía corriendo como un perro fiel hacia el portal, a veces la llamada era para que subiese a cenar o a comer y otras para lanzarme la merienda desde el balcón…, era habitual vernos jugar sujetando el bocadillo en una mano y dando patadas al balón o pedaleando, al final siempre se abría por los extremos y la “mezcla” terminaba cayéndose.
Nacer y vivir en mi calle.
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A veces Manolín se para en la carpintería y me cuenta un chiste mientras fuma, casi siempre a primeros de mes, a mediados ya se queda sin dinero, su paga por minusvalía apenas le alcanza… y hace algún tiempo me dijo entre risas.
- Pedro…, yo creo que tu nunca has salido de la calle…, naciste en el 30, ahora vives en el 25, trabajas en el número 9 y tuviste el rollo con Inma en el 13…
- Si…, yo también lo pienso.
Y echamos una ojeada a la calle…, Manolín vuelve su cabeza hacia el solar en el que se ha convertido una de las viejas viviendas de dos plantas que quedaban en la calle. La casa de uno de sus mejores amigos, una casa emblemática…, la casa de su amigo Julio “El Chino”.
- Es la misma calle pero ya no es igual que la nuestra, ¿eh Pedro…?.
Manolín respira ruidosamente, pierde el resuello si camina algo deprisa y antes de salir de los bares pasa las manos por las ranuras de las tragaperras o de las máquinas expendedoras de tabaco…, buscando monedas, algún euro olvidado o algunos céntimos despreciados.
Mi amigo tiene razón, ya nada es igual de cómo lo recordábamos, ni siquiera nosotros dos somos los mismos después de que durante más de 40 años nuestras células hayan ido reproduciéndose, reparándose, muriéndose y volviendo a replicarse miles de veces, miles y miles. Ya no hay niños en la calle, solo coches aparcados y nuevos edificios ahí donde estaban las casas bajas…, solo veo niños cuando caminan cogidos de las manos de sus madres hacia la vieja cárcel modelo de mujeres convertida ahora en colegio público, no se ven niños rodando en bicicleta, veo a inmigrantes latinos o europeos pedaleando por encima de las aceras, tampoco veo a las madres asomadas a los balcones. Mi padre tampoco silba y mi madre ya no nos prepara a mis hermanas y a mi aquellos bocadillos que volaban desde el tercer piso hasta la acera cubierta de losetas octogonales…, ellas, mis hermanas tampoco son aquellas crías desgarbadas que correteaban de aquí para allá.
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Restos de aldabas y tiradores que aún abrillantan en la ultima
de las casas bajas habitadas. .
Otra de las viejas casas, ya vendida y esprando a las
excavadoras.
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Restos de aldabas y tiradores que aún abrillantan en la ultima
de las casas bajas habitadas. .
Otra de las viejas casas, ya vendida y esprando a las
excavadoras.
Y yo sigo aquí, en la calle, viviendo en la calle, trabajando en la calle y tan solo alejándome por los caminos de la sierra Calderona con la Bicipalo durante los fines de semana, siempre por sus pistas, sin llegar a pasar a las serranías cercanas, sin salirme de los caminos que conozco…, en una especie de bucle perpetuo, como aquel homínido que jamás salió de la cuna africana, como el ultimo habitante del pueblo que mira el cielo cuando los días se alargan, cuando florecen los gamones o los nazarenos y espera que los vecinos regresen por la Semana Santa o cuando los campos de forraje amarillean por el estío. Les espera para preguntarles que hay al final de la carretera, de las lomas distantes…, aunque a veces no desea preguntarles nada porque siempre estuvo allí, para bien o para mal.
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