Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

viernes, 25 de septiembre de 2009

DIARIO DE HOMO: 2ª parte de "Joa sobrevivió a la Matahombres..."

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Una escalerita metálica conducía al altillo de “Cerro Negro” y a dos camas mas, bajo ella, un pequeño escritorio invitaba a tomar notas mirando a través de la puerta acristalada que daba al pequeño balconcito..., pero sobre ella habíamos montado un pequeño festín para merendar. Los dos termos que usaba Joa para sus travesías por las montañas contenían mi Marcilla, lo saboreaba mientras decidíamos, entre risas y con las comisuras de los labios manchadas de chocolate, terminarnos los croissant.

Joa se preparó unas rebanadas de pan, las roció con aceite, después espolvoreó un poco de sal y me la ofreció..., yo me sentí como un pajarillo hambriento y mordí la rebanada, después se preparó otra para ella y la masticó sonriendo ante mí..., acaricié esos pómulos que se movían y sonreí.

- Habrá que ir a Camarena a por los dorsales y el chip -murmuré.

- Ya mismo, cariño.

Levanté los ojos hacia el cielo cuando bajamos a buscar la ranchera, apenas si descubrí espacios azules. Miré hacia los molinos de viento y los vi moviendo sus gigantescas aspas lentamente, blancos y espigados contra el azul de las montañas, contra las nubes oscuras, contra sus bordes grisáceos..., me di media vuelta y miré por encima de las tejas de la Fondica, miré hacia Camarena y vi algo de luz, vi las nubes un poco mas dispersas, pero como moviéndose, como yendo de aquí para allá, como engordando y creciendo o migrando hacia otras cumbres.

Salimos a la carretera, dejamos atrás la gasolinera y empezamos a remontar el puerto, a trazar con calma las curvas cerradas y a contemplar los parajes ralos y agrestes que nos rodeaban, colinas que se sucedían una tras otra, cubiertas de un pasto alpino amarillo y moteado con las chaparras, con el verde oscuro de las sabinas rastreras o con las curiosas siluetas de unos pinos bajitos, como pegados a la tierra, enraizados y sujetos, esperando la llegada de los hielos, de las nieves, de la cellisca, del frió intenso de estas montañas turolenses.

- No se..., me parece que no va a llover... -aventuré.

Y unas gotitas comenzaron a caer sobre el parabrisas, pequeñas, diminutas, espaciadas...

- Joder, no me lo puedo creer..., si lo se no digo nada.

La mano de Joa acarició mi mentón.

- Tranquilo cariño..., ya has oído lo que nos ha dicho la mujer, de vez en cuando caen unas cuantas gotas y ya está.

Sonreí, aparté los ojos de la carretera durante menos de un segundo y posé mi mano derecha sobre su muslo, noté su piel suave, su temperatura, el abombamiento y la tensión de músculo, alargado y elegante..., esos que tanto miraba cuando nos conocimos..., después volví los ojos a la carretera, a sus curvas, a sus giros, al estrecho asfalto que seguía ascendiendo entre esas mismas colinas rasuradas por los inviernos o por homo, talando sus bosques o roturando la escasa tierra de cultivo que avistábamos en algunos hondos.

Seguíamos subiendo, encontrándonos con las faldas de unas montañas ya cubiertas de pinos espesos y de agujas oscuras, de cortezas rojizas y crecidas sobre la espesa capa de humus, oscuro y aromático, al otro lado de las ventanillas. Descubrí un caminucho que descendía con un desnivel brutal, vi una raya trazada con spray en el asfalto y sentí un hormigueo en el estomago, me imaginé que eran las marcas de la organización, creí que por ahí deberíamos bajar..., pero suspiré cuando me encontré con una excavadora aparcada a un lado de la carretera, sonreí aliviado pero volví a tragar saliva cuando uno de los voluntarios me señaló hacia el bosque después de remontar pacientemente por un cortafuegos.

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Sendas, trialeras, caminos muy estrechos, cuando el manillar roza los pinos, los arbustos...

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Una senda nos sacó de la brecha deforestada, el manillar de la Bicipalo pasó entre los primeros pinos y la trialera se precipitó hacia abajo, me levanté, retrasé el peso y mis dedos empezaron a modular la frenada. Por delante bajaba otro ciclista con el que había estado charlando hace un rato, mayor que yo y casualmente de Valencia. Me había contado que solía hacer de piloto de un tandem de la ONCE. Después me había adelantado en los descensos, en la larga bajada hacia Riodeva, aunque en ese primer gran descenso aún tuve la calma suficiente para levantar los ojos y encontrarme con unas vistas casi infinitas. Descubrí algunas nubes estancadas en las montañas y a la pequeña población de Riodeva al final de una serpenteante pista. Vi también un cielo cubierto de nubes, entre algunos claros azulados, pero nubes como cansadas después de flotar durante toda la noche. Y puede que este ciclista también me rebasara en la bajada hacia la Fuente de los Amanaderos..., no lo se, pero de ese descenso solo recuerdo su hermosura y la calma, los vistazos rápidos al cuentakilómetros y mis pensamientos..., “ya no son 82 kilómetros, son 15 menos....”, me decía a mi mismo, mientras miraba de vez en vez fuera de la pista, tratando de recordarlo todo, tratando de fijarlo en mi mente, tratando de alejar a los miedos. Viendo esos pinares tan distintos a los de la Calderona, pero sonriendo al atravesar las umbrías de Amanaderos y descubrir los enormes bloques de rodeno asomando entre la pista rojiza y húmeda, repleta de cientos de trazadas, de marquitas de ruedas taqueadas y de las aristas de ese mismo rodeno que hicieron estremecer a la Bicipalo, rebotar y vibrar..., tanto que tuve que sortear bastantes bidones que habían saltado de los soportes de otras bicicletas. Atravesé un riachuelo, sentí el agua fría salpicando mis piernas y continué pedaleando..., mirando por delante a ver si veía el maillot rojo y azul de Olatx, de la amiga de Joa que había salido como una liebre..., tan rápida que ni la vi adelantarme, pero solo vi a mas ciclistas, mas ruedas, tan cerca de mis ojos y de mis propias Larsen que tuve que bajar al plato pequeño en algunas de las trepadas..., pero en aquellos momentos, bajaba, me dejaba caer por una especie de arrastre de madera, por delante, ese hombre, el piloto del tandem de la ONCE, que vacilaba, tiraba de frenos y se apartaba a un lado.

- Esto ya es demasiado para mi...-protestó.

- ¡Paso por tu derecha...¡ -anuncié.

Aparecieron varios escalones por delante del neumático delantero, aún retrasé un poco mas el peso y las suspensiones se encogieron y se extendieron una y otra vez..., la Bicipalo continuó picando hacia la pista, dando saltos, conmigo sujetado al manillar y a las calas y frenando cuando descubrí el profundo badén que corría junto a la pista, desaguando las escorrentías de la montaña..., recordé las palabras de Jose Angel en el alto del Oronet, “al final de la primera trialera hay un surco, yo me bajo y lo paso a pie..”, frené, desmonté, pasé la acequia, volví a montar, di unas cuantas pedaladas, puse el plato grande y sonreí satisfecho. Había superado la trialera, atrás quedaban ya 40 kilómetros, la mitad del recorrido y llegaba a Camarena de la Sierra..., entrando por una callejuela, recibiendo los aplausos de algunos vecinos y cambiando de golpe al plato pequeño cuando, la calleja se elevó estrechándose...., jadeé y vi el rostro de una mujer mayor, de una anciana sonriente, asomando desde el propio portal de su casa, algo desdentada, en bata y guarecida tras una persiana. Le sonreí, giré a derechas siguiendo las indicaciones de un voluntario y descendí hacia la plaza del Ayuntamiento, hacia el mismo lugar del que había salido, algo más de dos horas antes.

Vi el arco hinchable amarillo y a una muchedumbre que prorrumpió en aplausos y en vítores, alguien llegó a gritar. “¡ahí va Bicipalo...¡”, vi un rostro, el que había gritado, mirándome y sonriendo, no lo reconocí pero un escalofrio recorrió mi cuerpo, sentí que me emocionaba, me sentí acompañado, me sentí apoyado..., hacia tanto tiempo que nadie me jaleaba así, fui feliz durante los breves instantes que tardé en pasar bajo el cronometro y volver a pedalear hacia las afueras de Camarena, hacia la pista que subía hasta el pico de Javalambre a 2020 metros de altitud..., salí del pueblo y me invadió la soledad, el silencio, la extrañeza...., ¿dónde estaba Joa...?, ¿cómo lo estaría pasando...?, ¿pasaría bien la trialera...?, ¿ y ahora, dónde estaba la gente que gritaba y animaba...?.

Estaba a mi lado.

- Mira cariño, ya no llueve... -y rozó el parabrisas del coche con su dedo.

- Aquí ya no pero mira allí.

Y señalé con la barbilla hacia un horizonte nublado pero al tiempo iluminado por el sol vespertino que parecía asomarse bajo ellas, pero cubierto de nubes y con algunas cortinas de agua cayendo sobre la tierra lejana, mas allá de los peñascos que cobijaban Camarena de la Sierra, en un hondo, en el fondo de un valle del que sobresalían sus tejas de color amarillento, todas pegadas unas a otras, apretujadas como dándose calor, apiñadas en un pequeño mar de tejados.

La carretera comenzó a bajar hacia el pueblo, a desplomarse hacia la pequeña población encajonada entre las laderas, a trazar virajes..., incluso en la misma entrada del pueblo.

Circulamos despacio entre sus casas y aparcamos a un lado de la carretera que conducía a las pistas de Javalambre, a la Fuente de Amanaderos, a la Fuente de Matahombres.

Salimos del coche y sentí mi piel erizándose, busqué con la mirada a Joa y mis ojos se fueron a sus piernas, asomaban hermosas y bien formadas bajo el Lois cortito y casi provocador, con los gemelos tensos sobre los zuecos azules de tacón audaz y con sus cabellos cayendo libres sobre la blusita azulada y de mangas anchas. Me sujeté a su cinturita y comenzamos a caminar hacia la plaza del Ayuntamiento.

Aspiré el humo de la leña quemada y de nuevo las sensaciones difusas y extraños recuerdos volvieron a llenar mi mente.

- Como huele a leña quemada, ¿eh...? -murmuré.

- Si..., huele a lluvia inminente, a humedad...

- Vas preciosa...-le susurré al oído, justo antes de darle un besito, fue un impulso al sentir en mi mano el vaivén de sus pequeñas caderas. Ella sonrió y me lo devolvió estirando un poco su cuello.

Algunos vecinos, mayores, casi ancianos..., contemplaban, bajo los soportales del ayuntamiento, a los extraños que se movían por la plaza..., nosotros también éramos forasteros, extraños que echábamos mirada a los voluntarios de la organización que ya estaban montando las mesas para entregar los dorsales y los chips que medirían nuestros tiempos.

Nos apoyamos en un coche, ella sobre mi y fuimos observando, mirando lo que nos rodeaba, viendo a ciclistas jóvenes y depilados, bronceados y musculosos que se acercaban rodeadas por sus amigos y por las novias. Muy cerquita de las mesas esperaba otro joven, dejado caer contra uno de los pilares que sostenían los arcos del porche, recuerdo que vestía camiseta y pantaloncito corto rojo, todo muy sport. Era delgado, de piernas y brazos alargados y con una leve caída de ojos, con una mirada esquiva y desafiante al tiempo. Mordisqueaba un palillo o una ramita con la parsimonia de quien acaba de comer un manjar y se deleita recuperando restos de entre los dientes para volver a degustarlos, al tiempo casi como haciendo guardia ante las cajas que contenían los dorsales y los chips, imagino que temeroso de que una muchedumbre inexistente se precipitase sobre ellos dejándole a él sin su dorsal y sin su chip o puede que sintiéndose superior al ser el primero en esperar, al ser el primero en estar ahí pero con un curioso aire de seguridad , de suficiencia, como de estar de vuelta de todo pese a su juventud. Aunque puede que ni siquiera fuese ciclista y que estuviese ahí para reírse de la ansiedad o el nerviosismo que suponía aceptar el reto de la “Matahombres”.

Y con esos parpados medio caídos, con esa pose relativamente chulesca miró hacia dos parejas que se acercaron a preguntar a que hora se podía empezar a recoger los dorsales.

Despegué mis labios para contestar pero el de rojo se adelantó y contestó en valenciano, sacándose durante unos instantes el palillo de la boca.

- A les set... -mintió el descarado, después, cuando los visitantes se dieron media vuelta, se volvió hacia los lugareños y murmuró algo mas, otra vez en valenciano, en tono burlesco, a media voz.

Me giré hacia Joa y ella me miró.

- ¿Has oído la contestación del tarado ese...?, los dorsales se dan ahora mismo, a las seis y no a las siete.

- Cariño, gilipollas de estos te los encuentras hasta debajo de las piedras, cada vez hay mas.

Volví los ojos hacia el chaval..., continuaba ahí, recostado contra el pilar, de buena gana lo habría zarandeado para ver si así le sacaba la tontería del cuerpo, la imbecilidad manifiesta..., después miré a la pareja que había preguntado, observé que no se alejaban demasiado, eso me tranquilizó pero también fui incapaz de desmentir al tarado. Suspiré y volví a repretarme contra Joa.

- Anda cariño..., vamos a dar otra vuelta porque ver al gilipollas ese me está provocando unos extraños anhelos de venganza..., vamos a buscar sitio para aparcar mañana.

- Venga, como si hiciéramos una aproximación a la cumbre.

- Eso.

Volví a sentir el vaivén de su cinturita, de sus caderitas y a escuchar el sonido de sus zuecos, como el de los cascos de la yegua mas rápida o como el caminar contoneante de la galga mas veloz..., remontamos la tremenda cuesta de la entrada y nos salimos por un caminucho de tierra que daba a un pequeño descampado bastante por encima del casco urbano. Unos viejos corrales se asomaban al barranco, de tejados muy bajos y puertas de maderas viejas, secas, sin apenas resina ni nutrientes.

- Yo creo que este es un buen sitio para aparcar mañana -observé.

- Si, yo también..., nada mas pasar el hostal a la derecha.

Volvimos a mirar al cielo, de nuevo sentimos como algunas gotitas se desprendían de esas tormentas viajeras que pasaban sobre nuestras cabezas, que ocultaban el sol y que retumban distantes, sobre otras cimas, entre otras montañas..., todos miraban hacia esas nubes, vestidos de corto y arrugando las frente cuando esas gotitas tocaban sus brazos, sus piernas o se despedazaban contra sus cabellos. Y otro apenas si hacia caso, estaba en la plaza sobre su bici, como si acabara de hacer una ruta, de su casco sobresalía una pluma de cuervo y sus piernas asomaban morenas y sin depilar, la barba de varios días, algo canosa y cubriendo un rostro que pasaría de los cuarenta años, cubierto por un térmico ligero y cargando sobre su espalda un estrecho Camelback. Estaba ahí, tranquilo, tampoco parecía que tenia mucha prisa por recoger su dorsal, de vez en vez cruzaba alguna palabra con otro compañero, que también montaba sobre una mountain.

Los lugareños nos miraban sentados bajo los soportales, no hablaban mucho y creo que medio sonreían ante nuestra ansiedad, ante el miedo a esas nubes..., que también parecían reír, asomadas desde los peñascos, desde los altos.

- Dame tu carné cariño, que creo que ya están a punto de empezar.

- No, que voy contigo.

Joa subió los escalones del porche, se encaminó sonriendo hacia las mesas, mostrando a todos sus piernas, a mis ojos ante que a ninguno..., y dos jovenzuelos pasaron por delante, casi como ignorándola..., ella les miró apretando los finos labios y rompió a reír, pero conteniendo la carcajada cuando la encargada de entregar los chips y los dorsales les pidió los diez euros de fianza por el ingenio electrónico. Los chavales se miraron atónitos, tartamudearon algo y se retiraron confundidos..., no llevaban encima los diez euros. Joa volvió a mirarlos retadora y otro ciclista avispado trató de colarse por su derecha..., pero lo vió y adelantó su muslo derecho plantándose ante la mesa.

- Hola..., Pilar Agulló y dorsal 164...

Joa recogió también mi dorsal, mi chip y cuatro barritas energéticas que regalaban.

Bajó los escalones y me sonrió.

- Me he podido reír cuando esos dos se han colado y les han pedido los diez euros... ¿sabes que casi me han apartado...?, no se, se imaginarían que estaba ahí curioseando, que no iba a recoger mi dorsal.

- Bueno cariño, es que vistes como una hippy..., aunque cualquier observador debería deducir..., observando esto... -y mis manos acariciaron su muslo derecho arriba y abajo frenéticamente- que eres ciclista, fina y agalgada pero ciclista..., hala cariño, vamos al coche a dejarlos, que no veo a ningún conocido por aquí.

Envolví su cinturita y Joa se pegó a mi, sentí la temperatura de su cuerpo, de su ser, a través de la blusita y fuimos caminando hacia las afueras, dejando la plaza del Ayuntamiento y volviendo a mirar hacia el cielo, hacia las nubes que continuaban cerniéndose sobre Camarena de la Sierra, ocultando el sol, dejando caer algunas gotitas y volviéndose a alejar..., viendo los aleros de las viejas viviendas, las fachadas sencillas y el rostro del anciano que nos miró, recostado sobre una silla de ruedas motorizada.

Mis ojos se encontraron con los suyos, nos miramos y lo vi con las piernas colgando fuera de los reposapiés, demasiado inclinado hacia atrás, con los lumbares sin apoyo..., estuve a punto de acercarme, de colocarle sus pies sobre las plataformas de aluminio, de retreparlo contra el respaldo..., pero sus ojillos, envueltos por unos parpados flácidos y marchitos, rotaron hacia nuestra izquierda y despegó sus labios, ya contraídos, casi escondidos, hundidos entre las encías vacías..., por nuestro lado aparecieron dos lugareños y el anciano manipuló con su mano derecha una palanquita, el servo zumbó y la silla giró a derechas, preguntó algo a sus vecinos y quedó fuera de mi vista. Me sentí aliviado pero vi a mi padre, lo vi postrado en la cama, en la silla, en el sofá, en la silla del comedor..., lo vi postrado ante la vida, herido de muerte, inútil, dependiente. Sentí frío y como si las sombras de la noche se abalanzaran súbitamente sobre el pueblecito serrano, como si descendieran desde las laderas que aprisionaban las casitas, sus callejas, sus tejados, a sus gentes. Sentí el invierno precipitándose desde un cielo gris, dejando caer sus agujas de hielo, cubriendo de blanco los pastos, los riscos, las estrechas y solitarias calles, derramando el silencio invernal por las montañas, arrinconando a homo en sus casas, ante el fuego, ante la lumbre, debilitando a los ancianos, a los mayores, a los que mas inviernos habían sobrevivido.

Me apreté mas contra Joa, tragué saliva y llegamos hasta la ranchera, maniobré, atravesamos el pueblo rodando despacio y fuimos remontando el Collado de El Gavilán, trazando en tercera las curvas, cruzándonos con algunos turismos y furgonetas con las bicis colgando de sus traseras, que bajaban hacia Camarena.

Fuimos ascendiendo, encontrándonos con un sol que hacia relucir las agujas de los pinos, de los espesos bosques de coniferas, que sacaba destellos a las ultimas gotas caída en el alto que acabábamos de coronar.

- Parece que sale el sol... -musité, al tiempo que empezábamos a bajar, a ver los llanos turolenses, las montañas azuladas y la gigantesca nube que crecía desde el este, imagino que sobre Rubielos de Mora, sobre Formiche bajo, sobre Cabra de Mora..., su base de un azul muy oscuro y los bordes blancos, relucientes, reflejando ese mismo sol que buscaba el ocaso y bajo ella, los postes blanquecinos de los aereogeneradores- joder que tormenta, coño.

- Tranquilo cariño, mañana ya se habrá ido.










viernes, 18 de septiembre de 2009

DIARIO DE HOMO: Joa sobrevivió a la "Matahombres", yo también, pero en medio de unas extrañas sensaciones.(1ª Parte)

Miré hacia la meta, pero no llegué a ver el arco hinchable del que pendía el cronometro..., alguien se movió junto a las vayas en la que los voluntarios cortaban las bridas que sujetaban el dorsal y el chip que activaba los cronómetros. Enseguida reconocí el maillot azul y rojo de la peña Btt de Moncada y las coletas de Joa cayendo sobre él.

- ¡Cariñooo...¡ -voceé abriéndome el paso entre el publico y los ciclistas que aún deambulaban tirando de sus bicis a pié.

El rostro de Joa resplandecía..., después sonrió y nos abrazamos, nos besamos y mis pupilas rotaron de nuevo hacia el cronometro, 6 horas y cinco minutos, había tardado mi galga en cubrir los mas de 80 kilómetros y en subir los mas de 1800 metros de desnivel acumulado..., volvimos a besarnos, separé mis las labios de los de ella y la miré, seguía sonriendo y casi gimoteando entre risas.

- Pero cariño... ¿tu has visto el tiempo que has hecho...?.

Afirmó con la cabeza, formando una sonrisa pero sin separar sus estrechos labios.

- Es que no quería que esperaras demasiado.

- ¿Esperar...?, pero si solo te he sacado tres cuartos de hora.

Entonces me di cuenta de que acababa de conocer un poco mas a Pilar Agulló, también llamada Joa, era la ultima extraña y novedosa sensación que recorría mi cuerpo, aún con algunas gotas de barro, aún con la piel algo pegajosa por el sudor reseco sobre ella..., después de haber terminado la Matahombres en cinco horas y veintidós minutos, un tiempo de globero, según Juanma, también llamado el “gnomo”, un mote que le colocó Martín, hace algo mas de dos años, cuando él y yo empezamos a rodar por la Calderona con un grupo de amigos de Xirivella, jóvenes y entusiastas, a los que mi amigo y yo, por cierto, a Martin lo apodaron como “Wengue”, por lo del color negro de su piel y a mi “Bicipalo”, por la bici, claro. Con Juanma tuve algunos “piques”, le solía ganar, también con otros de los colegas, que al final terminaron montando una peña que bautizaron como La Pajara.

Acababa de cruzar bajo el arco hinchable de meta, ya me habían cortado las bridas que sujetaban el dorsal y el chip..., y vi a los colegas de La Pajara, Juanma también me vió, me miró de arriba abajo y me preguntó el tiempo que había hecho, después arrugó el ceño cuando se lo dije y me espetó.

- Joder, ese es un tiempo de globero..., que has venido, ¿a pasear...?.

Podía haberle contestado tantas cosas..., también vi a Jose Angel, un apretón de manos y sonrisas, recordé la charla con él en el alto del Oronet después de la segunda salida con la Flaca tras la caída de agosto, sus ánimos y sus consejos. Después fui tirando de la Bicipalo hacia la parte alta del pueblo donde habíamos aparcado la ranchera, junto a unos viejos corrales, de techos bajos y portones de madera reseca y antigua.

Desde allí arriba volví a mirar hacia el cielo y volví a distinguir los nubarrones, los cúmulos que recorrían las altas montañas de Javalambre, mostrando sus barrigas oscuras y sus perfiles blancos y algodonosos. Cayeron algunas gotitas y me cambié de ropa, guardé la Primigenia y bajé otra vez, a esperar a Joa entre el publico y entre los ciclistas que llenaban la plaza de Camarena de la Sierra después de haber rodado durante 83 kilómetros por las pistas forestales y sendas que se perdían por estas tierras.

Una muchedumbre entre la que empezaba a sentirme solo..., como durante casi toda la prueba.

SOLTANDO A LAS CABRAS.

- A ver cariño, que nos vamos a hacer una autofoto.

Saqué el móvil, traté de enfocarnos y oprimí el disparador.

- ¡Ay que foto mas chula...¡ -exclamó Joa- me la tienes que enviar.

Sonreí y la besé en medio de mas de quinientas bicis que esperaban el estampido de la traca que anunciaba la salida..., los destellos de la pólvora y el estruendo rebotaron en la calleja y nos pusimos en marcha a la pata coja, con un pie calado y el otro empujando como su montásemos en monopatín.

Poco a poco íbamos avanzando, Joa pegadita a mi rueda trasera, con miedo a engancharse en alguna bici y caerse. El humo azulado de la traca nos envolvió, aspiramos ese peculiar aroma de la pólvora aditivada con alumina y en los recovecos de mi mente se despertaron recuerdos de mi infancia, cuando aspiraba ese aroma y lo asociaba a las Fallas..., pero fue un recuerdo tan efímero como lejano..., el murmullo de los ciclistas me devolvió a la realidad. Di un último empujón con la zapatilla y me atreví a calarla en el pedal, di unas pedaladas y empecé a rodar casi codo con codo con la montonera de ciclistas que salíamos de Camarena de la Sierra a las 9 de la mañana.

Giré la cabeza y vi a Joa dando pedaladas a mi espalda, pero saliéndose un poco a su izquierda.

- ¡Cariño, ponte detrás de mi y a la derecha...¡.

Obedeció, volví a mirar por ultima vez y subí un par de piñones al tiempo que decenas y decenas de bicicletas nos adelantaban, una detrás de otra, como si para ellos la carretera no fuese cuesta arriba, como si altitud no les afectase.

- ¡Cariño, no me esperes...¡ -gritó Joa varias veces, imagino que ella también se sentía un poco extraña al comprobar mi ritmo pausado y casi ausente, al ver que no salía disparado hacia esos que nos adelantaban. Ahora mismo creo que se debía de sentir un poco culpable al imaginarse que yo me retenía por ella..., al final volví a girar la cabeza.

- Pili..., no te estoy esperando, es que no voy mas... -confesé y volví la vista al frente, hacia esos ciclistas que seguían adelantándonos..., hasta que dejamos el asfalto y los tacos de las ruedas se hundieron en la tierra húmeda, hasta que la pista forestal comenzó a elevarse y a ir colocando a cada uno en su sitio.

Jadeé, bajé los ojos y fui dando pedales..., diez años después de mi última prueba de montaña. Eché una mirada al lomo pelirrojo del Mamut que barritaba sobre el manillar de la Bicipalo, resoplé y continué pedaleando. Reconocí los rizos de Ana Tortosa asomando bajo su casco, pedaleando junto a su padre.

Eran los amigos de Joa, corredores de montaña como ella, fondistas y acostumbrados a los esfuerzos y retos. La saludé y me preguntó por Joa, le dije que cada uno íbamos a hacer nuestra carrera y los fui dejando atrás poco a poco..., y cuando volví la cabeza ya no vi a Joa, ya estaba solo y envolviéndome en mis pensamientos, en mis sensaciones, distanciándome cada vez mas de todos los ciclistas que iban por delante o de los que aun me adelantaban, fijándome en la pista forestal, echando miradas fugaces a los hermosos parajes que poco a poco aparecían ante nuestros ojos..., pedaleando a un ritmo sosegado, a mi ritmo, tranquilo, relajado..., pero ensimismado, echando miradas al cuenta kilómetros y sorprendiéndome ante lo rápido que pasaban.

La algarabía de la salida, el griterío, los aplausos y ánimos del público..., todo eso quedaba ya en el pasado..., pedaleaba en silencio, escuchando a veces la charla de la gente que pedaleaba en grupo o con los colegas, respondiendo a los comentarios de los que veían a la Bicipalo y no podían creer lo que veían. Pero al ratito regresaba el silencio y la soledad mental, la indiferencia hacia los que ahora, en la bajada se lanzaban en tumba abierta..., yo aproveché la altitud para levantar la cabeza y echar una mirada al mar, al océano de montañas que se abrían, envolviendo a la pequeña población de Riodeva. Vi las nubes planas, que poco a poco se disipaban y a otras bajas, encajadas entre las montañas, vi la inmensidad de las serranías turolenses..., y las “eses” que trazaba la pista en su descenso hacia la población.

Respiré relajado y volví la vista al carril, ese cielo me había tranquilizado, no parecía que fuese a llover ni ha desatarse una de esas tormentas, que desde que el sábado llegamos a la Fondica de la Estación, en la Puebla de Valverde.

LAS TORMENTAS VIAJERAS.

Recogí a Joa el sábado por la mañana, la galguita había preparado dos termos de café Marcilla mezcla para que no me faltara “mi café” durante el fin de semana, también frutas y croissant rellenos de chocolate por si nos asaltaba el hambre o la ansiedad durante nuestra estancia en el hotel rural que había reservado en agosto.

Recuerdo aquella tarde, aún dolorido con la caída pero habiendo salido ya dos veces, una con la Flaca y otra con la Bicipalo. Me conecté a la red y empecé a buscar alojamiento en Camarena de la Sierra, telefoneé a varias de las casas rurales que aparecían anunciadas y me encontré con que todas estaban ocupadas, a casi un mes de la carrera, también escuché tonos de voz vacilantes, respuestas poco sinceras..., y por unos instantes me embargó cierta inquietud. Continué buscando, pero ya en poblaciones cercanas, la siguiente era La Puebla de Valverde, en el listado aparecieron algunas casas rurales, algún apartamento y un hotel llamado La Fondica de la Estación, estaba en la carretera de La Puebla a Camarena, junto a la vieja estación del ferrocarril y alejado del casco urbano. Llamé y me atendió una mujer con el típico acento aragonés, con una voz agradable que me hizo esperar unos pocos segundos mientras consultaba las reservas.

- Pues mire, si que tengo una habitación libre..., con cama doble ¿no...?.

- Si, si, para dormir “junticos” -respondí.

La mujer soltó una carcajada, le di los datos y me despedí sonriendo con la certeza de que lo pasaríamos bien en la Fondica, mucho mejor que en cualquiera de esos otros alojamientos que me negaron en Camarena por no se que miedos..., o eso es lo que sentí.

Y después de cargar las bicis en la ranchera nos pasamos por el chale a pasear a los chuchis. Mientras les veíamos correr o desaparecer entre los pinares mirábamos hacia las cumbres de la Calderona, hacia el cielo que según la previsión se cubriría, pero tan solo algunas nubes se interponían entre el sol mañanero y nuestras ilusiones.

- Ha salido buen día...-murmuró Joa- ayer entré en aemet y daba un 60% de probabilidad de lluvia en Camarena.

- Bueno..., ya veremos que pasa allí arriba.

Dejamos a Norton y a Mia, me despedí de ellos con cierta pena, soportando como siempre la mirada del galgo y subimos a la ranchera. Joa me dio un par de besos apretujándome los mofletes con sus manos y salimos a la carretera.

La nueva autovia, que conecta el Pirineo Aragonés con la Comunidad Valenciana se abrió ante mis ojos por primera vez en seis años, justo desde el infarto cerebral de mi padre, justo desde que dejamos de ir a pescar al pantano del Regajo, en Navajas. Me sorprendió la hilera de enormes molinos de viento coronando las cimas de las cuestas del Ragudo y el trazado de la misma autopista Mudéjar, apenas si reconocía los parajes y Joa sonreía ante mi pasmo..., aunque poco a poco esa sonrisa se iba disipando cuando las nubes iban ocupando el cielo, apagando la luz de un sol que ya no lucia en la costa y a nivel del mar o cuando mirábamos de reojo la temperatura y la veíamos bajar a unos 16 grados.

Apenas una hora después de salir de Valencia dejamos la autopista, nos desviamos hacia Camarena de la Sierra y enseguida descubrimos, a nuestra derecha, la rural arquitectura de la Fondica de la Estación, aparcamos bajo un techado metálico y bajamos.

- Bueno..., pues no hace tanto frío..., -anuncié mirando hacia el cielo, mirando a mi alrededor y encontrándome en medio de colinas suaves, desprovistas de arboledas, recubiertas de pasto reseco, de lajas de piedras forradas de líquenes y musgos, de montañas azuladas que ocupaban todos los horizontes, de mas molinos de viento, distantes y con sus aspas quietas y de unas nubes que comenzaban a formarse, pequeños grumos de barrigas oscuras y bordes blancos que vagaban en el aire dispersos, lanzando a veces sombras y después haces de luz que nos hacían sonreír.

Miré a Joa y señalé hacia el hotel, hacia sus muros restaurados de piedra, hacia sus tejas, hacia la calma y serenidad que rezumaba, hacia el silencio que parecía emanar de sus centenarias paredes. Ella se acercó y simuló llamar con la aldaba, posó para mi, le miré las piernas, me regocijé y le di un beso.

- Tengo hambre -confesé con cierto nervio en el estomago.

Joa me dio un beso, me abrazó y nos sentamos en una mesa de la cafetería, pedimos dos “bocatas” de tortilla de patatas y dos Voll-Dam. Estuvimos charlando, riendo, entrelazando nuestras manos entre bocado y bocado, entre trago y trago de cerveza..., después tomé un cortado, demasiado suave para mi gusto y nos asomamos a la recepción.

- Hola, buenos días... -saludé tratando de disimular el leve mareo producido por la cebada fermentada.

La mujer apartó los ojos del ordenador y sonrió desde un rostro de rasgos suaves, de aspecto sereno y afable, de tez blanquecina y de cabellos rubios.

- Es que teníamos reservada una habitación.

- Ah muy bien...la mujer abrió un dietario, su dedo índice se deslizó por el papel, se detuvo en un renglón y volvió a mirarme, a sonreír.

- Eres Pedro Bonache..., y mañana vais a la Matahombres.

- Ese mismo, si..., bueno, iremos si no llueve.

La mujer miró hacia el patio interior, como buscando el pedazo de cielo que podíamos distinguir desde el interior y arqueó las cejas.

- Pues ayer amaneció así y por la tarde rompió una buena granizada..., la previsión da lluvia y la verdad es que no suelen fallar..., pero ya veis como está el monte, la tierra está tan reseca que enseguida absorbe la lluvia..., pero tranquilos que por las mañanas se suele aguantar.

- Bueno..., pues a ver si se aguanta -murmuré, después le di los datos y nos acompañó a la habitación. Se sorprendió al ver a Joa cargando con una enorme mochila de travesía a su espalda y a mí con una exigua bolsita de color crema y manchada con el serrín de la carpintería- es que ella es montañera, por eso pasa de las convencionales maletas y usa mochilas -puntualicé mientras subíamos las escaleras de madera, señalizadas con unos pequeños leds iluminados permanentemente.

“La Truena”, así se llamaba la primera puerta que se asomaba al pasillo, no se porqué me imaginé al ganador de la “Matahombres” alojado en ella, como si en su interior se desatasen tormentas y vientos racheados, como si la lluvia imaginaria y las piedras de hielo atravesasen las tejas y golpearan al heroico ocupante.

- Esta es la vuestra.

“Cerro Negro”, imaginé un cerro de color oscuro, de anochecida, repleto de monte bajo, de chaparras y expuesto a esos mismos vientos que arreciarían en “La Truena”, me imaginé junto a Joa, arrebujados en un vivac, escuchando el bramido del huracán fuera del nylon, esperando el siguiente amanecer para montar sobre Camino y la Bicipalo.

- Bueno, os dejo solos, venga, hasta luego.

- Venga, hasta luego -se despidió Joa.

Quedamos solos en la estancia, no demasiado grande. Una cama doble ocupaba casi todo el espacio, pero no resultaba obsesiva y era suficiente para descansar, para dormir o para asomarse al balconcillo que daba al patio interior descubierto, pero rodeado por los muros y por otras habitaciones que daban a ese espacio a modo de claustro que realmente en su día debió ser una especie de cuadra donde guarecer las caballerías de los viajeros que descansaban en la Fondica.

Abrimos las puertas y el ambiente fresco penetró en el “Cerro Negro”, miramos hacia las montañas y volvimos a ver a los molinos de viento, también a las nubes que poco a poco parecían ir agrupándose, formando enormes masas que lentamente cubrían el cielo.

Después me tumbé en la cama, aún algo mareado por los vapores de la cerveza y desnudo, en un momento me había quitado los pantalones cortos y la camiseta, tan solo los calcetines remataban el final de mis piernas. Quedé bocarriba, contemplando el techo inclinado hacia el ventanal, viendo las toscas vigas de pino, descortezado y redondeado a hachuela, con algunas fendas corriendo entre sus vetas y soportando sobre ellas el machihembrado de tablas, también de coniferas y teñidas con nogalina.

- Es curioso... -murmuré- ni siquiera así, de Luna de Miel...-parafraseé a Joa, ella había bautizado así nuestro primer fin de semana íntimo- me alejo del pino, de la madera..., es lo que veo, nudos, grietas, vetas, las marcas de los filos... -continué divagando, imaginando los miles de pinos que los pobladores de estas tierras duras y solitarias talarían y descortezarían para techar sus hogares, sus corrales, sus parideras.

Noté que alguien se subía a la cama y como un rostro y unos cabellos se interponían entre mis ojos y el techo, entre las vigas y las tablas oscuras, sentí su femineidad cayendo sobre mis caderas, sobre mi pecho y su sonrisa muy cerca de mis labios.

- ¿Y ahora que ves...?.

viernes, 11 de septiembre de 2009

DIARIO DE HOMO: La ultima pedalada a dos amaneceres de la "Matahombres".


El sol de septiembre ilumina la calle, la llena de luz..., pero da la sensación de que no calienta tanto como hace unos días. Camino hacia la carpintería, entro y saco a la Flaca de su cuarto, me visto de ciclista, me coloco el casco y las gafas de sol. Sus lentes ahumadas mitigan el sol intenso de las tres de la tarde, cuando salgo y cierro con llave. Empujo la bici hasta la calzada, monto, encajo las calas y voy dando pedales sin prisas, percibiendo enseguida que el roce del viento es algo mas fresco, pese a la intensa luminosidad, moviéndome entre automóviles aparcados y entre otros que circulan, rodando sobre el nuevo asfalto y sobre las nuevas marcas viales llegadas con el Plan E.

Pedaleo en medio del tráfico que fluye por la ciudad, ante luces amarillas, rojas y de color ámbar, entre turismos y autobuses que me adelantan, ante otros que esperan en los semáforos. Voy atravesando cruces, rodando por el carril bus, atravesando barrios nuevos, otros mas viejos, barriadas humildes que observan el paso del tranvía, como resucitado de otra época..., pedaleo sin mas horizontes que las fachadas, que los balcones, que la siguiente batería de colores rojos, verdes o ámbar..., hasta que alcanzo una rotonda, la voy bordeando y durante unos instantes veo el perfil de la Calderona, también las ultimas huertas del área metropolitana, aunque condenadas por la presión urbanística, por la especulación, pero enseguida vuelvo a moverme aprisionado por una callejuela que también ha sufrido el mal E, ese que levanta aceras y pavimentos para volveros a poner sin mas, incluso es lo que veo reflejado en los rostros morenos y sudorosos de los trabajadores. Están trabajando, eso es lo que importa, saben que cobrarán y que conseguirán algunos meses más de paro.

Vuelvo a trazar otra rotonda y viro a derechas en dirección a Bétera, dejo atrás algunos colegios y poco a poco los edificios van desapareciendo, empiezo a ver tierra, a ver campos de naranjos abandonados, algunas urbanizaciones a mi izquierda y el asfalto alargándose ante mí, ante la fina rueda de la Flaca.

Es el recorrido de todos los miércoles, de todos los domingos..., pedaleado una y otra vez..., pero no me desagrada ni me aburre, me satisface ver como poco a poco y por mis medios, sin estrépito y sin ruido, simplemente con la sutil rodadura de la Flaca, con esa resonancia típica del carbono, de los rodamientos, del zumbido de los radios cortando el viento uno tras otro..., me voy alejando de la ciudad y acercándome al campo, a la sierra.

Ya voy viendo las montañas, los conocidos perfiles de la Calderona y pienso, suspiro y sigo pedaleando relajado, pensando en la Matahombres, pensado en este fin de semana que pasaré con Joa y con la Bicipalo en tierras turolenses..., esas si que son unas Tierras Altas, me dice el pensamiento. Camarena de la Sierra está a más de 1290 metros de altitud y el pico de Javalambre a 2020..., y sonrío en medio de mi propia soledad, me encuentro tranquilo, como seguro de mis posibilidades..., es posible que por los continuos comentarios de ánimos de Joa. La galga esta convencida de que la haré sin problemas, incluso de que me saldrá un buen crono, ella sonríe tan segura de mí..., que finalmente me lo he creído o por lo menos deseo creerlo.

Acabo de cruzar el barranco de Carraixet y me adelanta un “rutero puro”, veo sus gemelos rocosos y morenos, quemados de tantas horas en la carretera y veo como se aleja..., sigo a mi ritmo, termino perdiéndolo de vista y vuelvo a mis pensamientos, a esos que condicionan mi estado de ánimo, a ese dialogo mudo que resuena en mi mente desde el descenso a las Tierras Bajas, desde que he comprobado que la crisis sigue mordiendo. Hoy se me ha ocurrido comparar las cuentas de estas dos primeras semanas con las del año pasado..., la facturación se ha desplomado a un angustiante 50% y el ambiente que se respira entre los tapiceros es sombrío y desalentador. Casi se palpa el miedo, lo he visto en los ojos de uno de mis mejores clientes, Juan Vicente tiene su tapicería en el centro adinerado de Valencia, en Conde Altea, su clientela es selecta y sin embargo, anda como inquieto, preocupado. Pero no solo él, Daniel y Fernando llevan prácticamente parados desde que volvieron de vacaciones, Jaime me comentaba que a este paso daría una semana de vacaciones a sus dos trabajadores..., todo esto a una semana de feria del Mueble de Valencia.

Resoplo y sigo dando pedales hacia Porta Coeli, ahora ya ruedo entre pinares, entre pequeños pastos resecos y veo las pistas forestales que conducen hacia los rincones de la serranía, hacia sus hondos, hacia sus cimas, hacia sus collados.

Me relajo un poco y viro a derechas, veo la silueta del sanatorio del Doctor Moliner rodeado de pinadas, veo sus ventanas y durante unos segundos también imagino a los miles de pacientes terminales que contemplaron estos hermosos parajes antes de morir, antes de exhalar sus últimos alientos. Puedo imaginar que también me vieron pedaleando y a los cientos de ciclistas que rodamos sobre esta estrecha carretera que serpentea silenciosa y serena entre coniferas y monte bajo, entre algunas oliveras, entre algarrobos, con algunos repechos, con una ultima rampa que me hace jadear levemente, suficiente para que el costado me de algunos pinchazos.

Después de coronar salgo a la carretera, bajo hacia Náquera dejándome caer, relajado, respirando encalmado y cabeceando..., mi pensamiento vuelve a llevarme a la carpintería, al recuerdo de esas cifras preocupantes, a la angustia de la impotencia..., y vuelvo a girar a derechas, a encarar una rampa que asciende entre lujosas viviendas unifamiliares, algo viejas, rodeadas de enormes pinos que cubren las casas, que las llenan de pinocha y que las sumen en las sombras casi permanente de una umbría natural.

Escucho de nuevo mi respiración algo acelerada, de nuevo siento la punzada y oigo los silbidos de los estorninos, un escalofrio recorre mi piel, siento el otoño encima, el frío...., el silencio invernal aquí mismo, ahora mismo, en estos momentos.

Gano el alto de la loma y me dejo caer hacia el Camino de las Canteras, el mismo por el que he llegado, giro a izquierdas y vuelvo a pedalear sobre el mismo asfalto, a trazar las mismas curvas pero en sentido contrario, por el otro carril. Vuelvo a fijarme en el estrecho, en sus paredes de roca oscura, en los pinos que aparecen por doquier, en los arbustos, en las matas que crecen junto a la carretera, en los horizontes azulados que contemplo, mas allá del verde del pinar cuando vuelvo a dejarme caer después de subir varios repechos en medio del canto chirriante de las cigarras.

Engrano el plato grande cuesta abajo, con Porta Coeli a mi espalda, vuelvo a ver el sanatorio y sigo pedaleando, de nuevo hacia Bétera, de nuevo cruzando el barranco de Carraixet y moviéndome después entre las ultimas parcelas del municipio que aún permanecen a salvo de la expansión urbanística. Terrenos aún ocupados por algarrobos crecidos sobre tierra blanquecina o por islotes de pinar, con las ruinas de algunas pequeñas masias que hace años vivieron del campo, de sus frutos..., pero ahora abandonadas y consumidas por las matas y las basuras.

Vuelvo a la carretera que me lleva a Valencia y me encuentro con la brisa de levante soplando con fuerza, de lado, frenándome y obligándome a agachar la cabeza. La oigo zumbar en mis oídos y mi campo de visión se reduce a ver mis rodillas subiendo y bajando, al asfalto corriendo bajo los pedales..., y cuando levanto un poco la cabeza vuelvo a sentir el viento contra mi rostro pero lo siento relajado, sin esa expresión de fatiga, de esfuerzo, de sacrificio..., de otras pedaladas. Es una extraña calma que me sorprende, el domingo tenemos la Matahombres Joa y yo, mas de 80 kilómetros de montaña, con un nombre que quita el hipo y que te hace dudar de tus fuerzas, de tus posibilidades, pero la verdad es que ha sido algo hacia donde pedalear, algo con lo que ilusionarme un poco, un pequeño objetivo, una meta, un reto hacia el que he focalizado mi pensamiento y parte de mis energías desde que lo hablase en el blog y desde que Josep Julian me dijo que participase en esa prueba, que me la preparase y yo lo entendí como un consejo, como una recomendación para intentar remontar mental y anímicamente. Aunque realmente todo surgió cuando Joa y yo nos escribíamos mails, aún no salíamos y ella me contaba su gesta en la MIM, toda su preparación para esa durísima maratón y media de montaña, fue entonces cuando se me ocurrió lo de la Matahombres, se lo conté en otro correo y ella se alegró mucho de que el relato de su propia experiencia me hubiese animado a prepararme..., en aquellos momentos ella no lo sabia, pero algo me decía ella terminaría inscribiéndose, como así ocurrió.

Y sigo pedaleando hacia la ciudad, hacia la urbe que ya distingo en la distancia, las torres de la avenida de las Cortes, la bruma estancada, un horizonte grisáceo y pétreo..., preguntándome que ocurrirá después de la carrera, la verdad es que estas dos semanas me he concentrado en ella, en trabajar..., pero casi como ajeno al trabajo en si mismo, a la poca facturación, es como si hubiese creado una burbuja que estallará el domingo para bien o para mal..., y la luz roja me hace frenar, echar pie al suelo entre automóviles al relentí, entre fachadas aún bañadas por el sol de la tarde, entre las rayas blancas que me dicen por donde debo ir, por donde debo cruzar, donde no puedo aparcar..., como me comentaba Joa después de sus jornadas en el Pirineo, no terminaba de asimilar eso de obedecer a las luces rojas, verdes o ámbar..., por allí, por aquellos riscos, por aquellos canchales, por aquellos picos a tres mil metros de altitud no las veía, incluso se olvidaba de ellas..., hasta la vuelta a la ciudad y a los cielos nocturnos contaminados por la luz acervezada de miles y miles de farolas.































viernes, 4 de septiembre de 2009

DIARIO DE HOMO: Regresando a las Tierras Bajas.


Su pecho se expandió con la profunda inspiración, percibió los aromas de ella en la oscuridad del refugio de cuero..., escuchó su gemido y se incorporó con cuidado, buscó la lanza y apartó la piel que cerraba la entrada a la cabaña. Distinguió los perfiles del poblado y los carbones de la fogata apagados, pero removidos durante la noche por algún zorro o por algún glotón, distinguió la claridad que comenzaba a mostrarle las cercanas cimas que les protegían de los vientos calidos y secos de la estación de la Luz que barrían las Tierras Bajas, esas que dejaron para subir a las montañas, mas frescas y con pastizales en los que la caza abundaba.

Percibió el silencio de esos momentos y sintió como su piel bronceada se erizaba con el fresco llegado silenciosamente durante los últimos días, sabía que el resto del clan también lo había notado, aunque ninguno había dicho nada.

Se había dado cuenta de que solían prender el fuego más pronto de lo normal y estaban más tiempo alrededor de él. Las mujeres ya salían a recolectar más pronto y durante más tiempo, llenaban sus bolsas de piel y las escondían en lo más profundo de las cabañas, bien escondidas, alejadas de los hocicos de los mismos zorros y tejones que solían merodear durante la noche, cuando todos dormían. Pero nadie diría nada, nadie se movería hasta que el diese la señal..., la que el mismo esperaba ver mirando hacia los bosques, hacia el río, hacia las planicies que contemplaba desde los riscos, mirando hacia un cielo que en los últimos días se llenaba de marcas blancas, como altísimas agujas de escarcha que perforaban las alturas azules.
Se asomó a otra de las tiendas y con la punta exquisitamente tallada de silex, de su lanza, tocó a un muchacho que dormitaba, murmuró algo y terminó por levantarse.
El hombre avisó a otro joven y se encaminó por una senda, por un estrecho caminito que se internaba en el bosque cercano, poblado de enormes árboles que parecían retener la noche, la oscuridad y la humedad de las nieblas entre sus ramas, entre sus matorrales. Percibió el aroma del humus y escuchó el crujido de la hojarasca bajo sus pies desnudos y encallecidos, también escuchó los pasos de los jóvenes, la charla entre ellos..., hasta que salieron del bosque y comenzaron a trepar entre enormes losas de roca grisácea, a veces cubierta de líquenes, con pequeños pastos amarilleando ahí donde se había acumulado algo de tierra traída con los vientos o desprendida con la erosión de las cimas.
Su perfil, de frente alta, recta y de mandíbula ligeramente picuda..., se iluminó con el sol naciente, los rayos volvieron su piel como amarilla y arrancó algunos destellos a sus cabellos castaños, pero aclarados con la luz de la estación..., frente a sus labios se formaron algunas nubecillas de vaho cuando se volvió hacia los adolescentes que coronaban jadeando levemente. Señaló con su mentón hacia esos mismos horizontes y miraron hacia las llanuras, vieron las manadas migrando, bajando de las montañas y atravesando la enorme meseta pálida, pero aún con algunas hierbas verdes y frescas, las ultimas brotadas con las pasadas tormentas.
- ¿Veis algo mas...? -murmuró el cromañón.
Volvieron de nuevo sus ojos hacia los horizontes, hacia las Tierras Bajas que parecían no tener fin y los descubrieron moviéndose entre algunos bosques que crecían como islotes en medio de la planicie.
- Si, a los Hombres de Hielo..., ellos ya se van -aventuró uno de los muchachos, volviéndose hacia el hombre.
Mantuvo la mirada y después observó el físico de su hijo, del primero que llegó. Vió la piel tersa, con algunas cicatrices, con algunas heridas ya curadas, vió los músculos jóvenes, firmes y largos..., su altura, sus piernas largas y la cintura estrecha..., tan distinta a la de los Hombres de Hielo.
- Y si ellos se van es que pronto vendrán los hielos -apuntó el otro muchacho.
El hombre le miró, no era su hijo, pero como si lo fuera. No tenia la envergadura de él, pero sus ojos negros parecían ver mas que lo marrones de su hijo y sus manos reconocían el mejor silex, el mejor pedernal..., su padre dirigió el clan durante muchas estaciones, hasta que perdió la sangre en una cacería..., entonces él ocupó su lugar y decidió adiestrarle junto a su hijo para que juntos guiasen al grupo cuando el no pudiese superar la Estación del Hielo.
Volvió a mirar hacia la llanura, buscó la distante presencia de los Hombres de Hielo y se preguntó porque huían siempre antes que nadie del frío. Recordaba las historias que había escuchado de niño, cuando regresaban los exploradores o cuando los que mas estaciones habían sobrevivido contaban como esos hombres vivieron entre la nieve y el hielo, en cuevas, durante la estación entera, sin moverse, cazando mamuts y uros..., sin moverse hacia las Tierras Bajas. También recordaba, que a veces, cuando los clanes subían a las Tierras Altas se encontraban con algunos de ellos muertos, medio comidos por las fieras, cerca de sus cuevas, como su hubieran estado huyendo o como si no hubiesen logrado comer nada durante el tiempo en el que no se veía ni la tierra ni las rocas, todo bajo la capa blanca, a veces dura como los bifaces y otras blandas como las arenas. Pero muchos de ellos sobrevivían y con la llegada de las flores y de los frutos salían de las cavernas, muy delgados, con la piel blanca y débiles..., pero aún con suficientes músculos para volver a cazar. Hasta que en una estación, justo cuando ellos dejaban las Tierras Altas, les vieron seguirles, les vieron alejándose de los fríos glaciales después de muchas y muchas estaciones viviendo y muriendo en sus cavernas.
El hombre dio media vuelta, se movió entre unas piedras y observó el caño helado de la fuente que discurría hacia el riachuelo del que habían bebido durante todo el tiempo. Buscó una pequeña piedra y rompió con ella la delgada capa de hielo, bebió, dio largos tragos y volvió a trepar, hacia otro mirador que daba hacia unos horizontes de cimas escarpadas, algunas de ellas con los picos más altos tiznados de blanco y cubiertas de nubes grisáceas.
Alzo los ojos y vió las formaciones en V, vió a las aves sobrevolando las cumbres, abandonando los humedales y lagunazos en los que las habían estado cazando durante la estación. Las vió muy altas y sintió un escalofrio..., imaginó que volaban hacia lugares muy lejanos, hacia donde volaba ese que iba el primero. Cabeceó y suspiró tranquilizado, a veces cuando los cazaba temía matar a alguno de esos guías, temía que no pudiesen marcharse, como lo hacían ellos, hacia las Tierras Bajas..., y tenia la extraña sensación de que si esas aves no se marchaban morirían apresadas por el hielo que cubriría las manchas de agua donde anidaban.
Acompañó con su mirada a otro bando y..., escuchó los arrullos de los abejarrucos, no los había visto en todo el verano y esa tarde, una de las últimas que paseé con la manada, me sobrevolaron. Vi sus estilizadas siluetas contra el cielo del atardecer, imaginando sus hermosos plumajes multicolores..., amarillos, verdes, azules..., el largo pico, las aguzadas alas.
Ellos también migraban a África..., y continué el paseo entre las fincas de cítricos, echando miradas a la Calderona, envuelta ya por nubes azules que el mediterráneo enviaba a sus cumbres, envolviéndolas y empapándolas al final del día, al atardecer de los últimos días de agosto, de los últimos días en esas tierras que llamé “Altas...”.
Pero ya hemos regresado, ya he traído a mis padres a las Tierras Bajas, a las Tierras de Hormigón, ahí donde la pisada es dura, ahí donde solo ves fachadas y coches aparcados, ahí donde solo escuchas a los vecinos, a las televisiones a demasiado volumen, ahí donde apenas si paseas, donde ves un pedazo de cielo encerrado entre los áticos..., pero no me encuentro demasiado mal. Tengo muy frescos en mi mente esos paseos con los chuchis, las escasas escaramuzas con los conejos..., no conseguimos depredar sobre ninguno pero alguna carrera se echaron Norton y Mia, a la pobre perrita le salió una liebre, Norton andaba distraído y algo alejado. Ni siquiera di la voz de alarma, me limite a observar la salida de la rabona, a ver sus altas orejas rematadas en negro y a ver sus altas patas impulsándola, yo creo que entre risas ante la arrancada de Mia. La despistó sin problemas, al rato apareció Norton y le dije.
- ¡Ay lo que te has perdido lebrel, lo que te has perdido..!.
En las siguientes tardes volvimos a pasar por el mismo sitio, pero la rabona no volvió a asomarse y si estaba encamada ni la vimos, imagino que nos vió pasar..., a homo y a los cánidos, quieta, camuflada, inmóvil, con las orejas plegadas sobre su áspero lomo, confundida entre las matas resecas de esparto, entre los romeros sedientos y leñosos.
Recuerdo que mientras caminábamos yo observaba conteniendo el aliento, esperando es arrancada, deseando ver a Norton lanzado tras la liebre..., pero lo dicho, no ocurrió. Entonces continuábamos el paseo, atravesábamos un bosquecillo de pinos, después nos movíamos por la linde de un campo de naranjos que daba a otra parcela baldía y cubierta de gramíneas resecas, entonces Norton se paraba y miraba hacia la explanada. Yo también y me imaginaba que el medio galgo oteaba porque en su cerebro de matador aún flotaban imágenes en forma de recuerdos, de aprendizajes que el ni siquiera había vivido, pero si sus ancestros, los mas cercanos en la meseta castellana. Allí donde apenas si hay vegetación y las liebres ganan sus vidas a la carrera, sin matas donde guarecerse, sin agujeros por los que desaparecer.
Después de los naranjos volvíamos a movernos entre los pinares, remontábamos un repecho descarnado, cubierto de gravas y rocas. Los chuchis entraban y salían del bosque, salvo el pequeño Cecil que les observaba sin dejar la pista, aunque en las últimas tardes ya fué capaz de moverse entre las matas de esparto con cierta habilidad, incluso llegó a perseguir a uno de los conejos que dieron esquinazo a Norton y Mia.
Y ya junto a esos pinos, me gustaba echar una mirada a una cuidada parcela de algarrobos, Mia correteaba por la linde y el resto de la manada vigilaba. Era curioso, me gustaba contemplar esa extensión de pequeñas piedras, de cantos cubriendo la tierra..., veía armonía y naturalidad en todas y cada una de ellas.






















Poco a poco íbamos dando la vuelta, pasando bajo las montañas de lodos resecos que se acumulaban alrededor de una enorme balsa de riego y volviendo a subir otra cuesta. Los perros ya jadeaban y ante mis ojos volvía a aparecer la Sierra Calderona, primero el macizo de Revalsadores y a la derecha, de un tono más claro, las distantes ruinas del castillo moro de Serra. A su derecha la cima plana de la Mola de Segart y más a la izquierda los picos, de aspecto volcánico del Gorgó.
A finales de agosto y al atardecer, las veía cubiertas de nubes bajas, entre grises y azuladas, las veía como refrescadas, de un azul oscuro..., y yo sentía en mi piel desnuda esa misma brisa llegando desde el mediterráneo. Norton también se paraba, pero no para observar las montañas, se paraba y jadeando fijaba sus ojos en la pista forestal que bajaba flanqueada de pinares y monte bajo, esperaba la arrancada de algún conejo..., yo también esperaba y escuchaba su jadeo y el canto mas intenso de los pinos. La brisa susurraba entre sus ramas, silbaba sobre mi cabeza y llenaba la tarde con los sonidos del viento, como anunciando algo en medio de un bosque silencioso, fatigado tras los calores, como esperando el letargo del otoño, sus lluvias, los fríos del invierno.
Seguíamos el paseo hasta encontrarnos con el charco en el que se habían refrescado durante varios días..., pero la lámina de agua ya se había evaporado, ya se había consumido y tan solo quedaba una manchita de humedad y sus huellas impresas en el barro blancuzco, se paraban entonces bajo el pino y esperaban a que llegase, después volvían a seguirme hasta que llegábamos al chalé.













Y el domingo los paseé por a mañana, después de dar una pedalada en solitario con la Flaca, echando de menos a Joa y con cierta tristeza. Rodé por el Camino de las Canteras y luego di el paseo con la manada, a la vuelta Norton no quiso comer, Mia se guareció detrás del sofá y el galgo esquivó mi mirada. Ya estaban raros los dos últimos días, no voy a decir que intuían el regreso a las Tierras Bajas..., pero si me atreveré a decir que ya olían mi propia ansiedad a la vuelta, aunque realmente no era miedo a volver al trabajo, era la leve desazón de volver a la ciudad, el desanimo de volver a vestirme, de volver a pensar al ritmo de una autopista. La decisión dolorosa de renunciar a los pinos, a las montañas, a la tierra, a los perros..., a cambio de mi vida como ciudadano, como conductor, como autónomo, como contribuyente, como vecino, como habitante entre muros de ladrillo, sobre pistas de loseta, a caminante sobre lenguas de hormigón, de alquitrán repleto de marcas viales.

Acomodé a mi padre en el asiento delantero como pude, los dolores en las costillas y en las muñecas habían mejorado, pude bajar los escalones del porche con la silla de ruedas y después fuimos vaciando la nevera, bajando persianas, comprobando los grifos, guardando la Bicipalo y cargando a la Flaca en la ranchera.

Norton y Mia no querían salir de la casa..., al final se movieron por la terraza, el galgo con la cabeza gacha, caminando cansino, con la mandíbula cerrada..., seco y estrecho, huesudo y con las orejas gachas. No quiso mirarme, Mia se tumbó bajo la mesa y aún me lanzó una mirada desde sus Ojos de Miel..., subí al coche, di marcha atrás y mi hermana Mónica cerró los portones.




















- Ay..., ahora que me estaba acostumbrando a estar aquí... - suspiró mi madre.

Salimos a la vía de servicio, vi el asfalto y recordé las pedaladas por carretera con Joa, el día de Alcublas y la última salida en montaña, fuimos a la Olivera Morruda y lo pasamos bien. Recuerdo que salimos sin nubes, pero a medida que íbamos remontando hacia Peñas Blancas unos panzudos nubarrones ocultaron el sol, se nos echaron encima llegando desde el mar, como surgiendo de entre las mismas montañas que comenzaban a cubrir en esos momentos.

















Me recordó a una de las salidas a mediados de julio, subíamos por la Font de L´abella, coronamos junto al mirador y cuando nos dejamos caer hacia el valle del barranco de la Vigueta volvimos a encontrarnos con esas nubes que el mar había lanzado, como engañadas hacia las montañas, como espesos bancos de niebla marina que deberían vagar y vagar rozando la superficie de los mares pero que habían terminado por embarrancar contra los pinares, contra los riscos forrados de líquenes verdes y anaranjados o en el mismo barranco de la Vigueta. Recuerdo que frenamos hasta echar pie a tierra, esos vapores flotando en la serranía me hipnotizaron, aquellos tonos apagados, el dorado muriente de los herbazales, los tonos ocres moteando las laderas sin pinos..., creí haber atravesado algún túnel del tiempo que conducía a otra estación o a las montañas norteñas. Joa sonreía ante mi sorpresa, ante mi confusión.
























Hicimos fotos, como también las haría, mientras ella pedaleaba hacia Finisterre, a otra nube que también volvió a embarrancar en el barranco de Vigueta, engañada por las brisas, pegándose al fondo como queriendo esquivar, como tratando de alejarse de los rayos del sol que ya caían sobre ella..., también la fotografié, incluso escuché con sus mugidos de dolor, como los sonidos que inundan los océanos cuando hablan los mamíferos marinos..., nunca había visto una nube ahí, abandonada a su suerte, agonizando entre las jaras, entre los tomillos, entre los romeros, entre las coscojas, entre las aliagas.




Y Joa no terminaba de encontrarse bien encima de Ainielle, encima de su bici de carretera, pero pedaleaba tenaz y silenciosa detrás de mi rastro. Subimos el puerto de las Yacubas, contemplando las vistas brumosas del Camp del Turia y atravesando el pueblo, que despertaba tras una noche de fiesta, aún vimos a los empleados del concierto recogiendo los andamiajes del escenario, los altavoces..., y a las vecinas regando la calle, tratando de limpiar las manchas de bebidas, de los orines, algún que otro vomito.




Rodamos en la soledad absoluta, en el silencio de esos parajes hermosos y serenos, contemplando los bosques de carrascas y tomando unos cortados en el bar de la Cueva Santa, mirándonos como dos adolescentes y volviendo a pedalear un rato después. Desde Altura comenzamos de nuevo a remontar hacia el Pico del Águila y me entró cierta angustia por Joa. Pero llegaron las primeras rampas y fuimos remontando sin prisas, sin agobios..., entre pequeñas parcelas de almendros, entre bancales de olivos y entre taludes y terraplenes de rodeno..., atrás quedaron las rectas de Montemayor, en Las Alcublas, las vistas amplias..., en esos momentos movíamos las bielas encajonados entre viejas montañas cubiertas de manchas de pinar y de reseco monte bajo.





Y en los últimos kilómetros, ya por la vía de servicio, insistí en que se colocara a mi espalda, al rebufo..., veía a Joa algo cansada, llevábamos ya mas de 90 kilómetros y dos ascensiones. Pero la montañera no terminaba de entender eso de ir pegada a una rueda sin ver nada mas, al final cedió y rodó “a rueda” un poco, pero al rato daba un tirón, se ponía en paralelo, sonreía, me miraba y decía.

- Es que me gusta verte a ti..., no a tu reda...

Entonces me entraba la “tontera”, sonreía y me olvidaba de todo..., pero ese “todo” no dejaba de existir..., volví a verlo a través del parabrisas de mi ranchera, afloró cuando mi padre anunció, ya cerca de Valencia que no sabía si podría contenerse las ganas de hacer de cuerpo. La realidad se alzaba en forma de edificios, en forma de un asfalto que lo inundaba todo, en forma de hileras de automóviles estacionados.

Llegamos a Valencia y con calma fuimos descargando el coche, mi madre se movió con cierta torpeza y el pequeño Cecil se quedó quieto en medio del salón, algo confuso, movió la cabecita..., pero no vió a Norton ni a Mia, tampoco los escalones de la terraza, sobre los que se tumbaba a veces para darse baños de sol al atardecer, tampoco la grama salvaje que buscaba para refrescarse, para mordisquear los fibrosos tallos o para acosar inocentemente a alguna mantis religiosa disfrazada de hierba reseca.






El último en salir del coche fue mi padre, como siempre. Encaré la silla de ruedas y le advertí que no hiciera ningún movimiento brusco, que yo no estaba aún recuperado del batacazo con la Bicipalo, pero conseguí colocarlo en la silla y lo empujé hasta el patio.

- A ver como estas de fuerzas, papá.

Mi padre apretó las dentaduras postizas, lo incorporé, subió el primer escalón con la pierna sana y después logró izar la pierna inmovilizada hasta colocarla junto a la otra.

- ¡Muy bien, papá...!.

Fuimos subiendo la media docena de escalones y terminó sonriendo satisfecho, jadeando y mas encorvado de la habitual, aferrado a mi mano izquierda y mirándome desde sus viejos ojos azules..., al día siguiente un ruido sordo me inquietaría mientras subía las escaleras, después el llanto de un anciano, como el aullido de un perro herido y después la visión de mi padre tumbado en el suelo, caído ante la silla de ruedas, boca arriba y con las dentaduras desencajadas.

- Tranquilo papá, tranquilo...,

Se sujetaría su inmóvil brazo derecho, ya sangrante y con la piel delicada y frágil, tan fina que los hematomas ya crecerían bajo ella ahí donde no sangraba..., era el efecto de la medicación anticoagulante.

Busqué unos cojines y se los coloqué bajo la nuca.

- Me ha dicho que lo pusiera a hacer caca y nos hemos caído... -se lamentaría mi madre.

- ¿Tu estas bien...?.

- Si, si..., me he pegado en las rodillas pero las tengo bien, no me duelen.